sábado, 28 de julio de 2012

La inspiración

Me refiero a la que se necesita para parir algo creativo, es decir, algo absolutamente nuevo y único, salido de ese vacío que empapa lo hondo de un ser humano, que en realidad no es un vacío, sino un mar lleno de vida del que solo vemos la superficie gris e infinitamente plana.

Esa inspiración es ante todo el resultado de una larga paciencia. Hay que saber esperarla, confiando en que está ahí dentro, agazapada, dormitando, malhumorada por sentirse, como el genio de la lámpara de Aladino, encadenada a tu servicio.

Cuando por fin brota lo hace como un volcán que entra en erupción, o como aquel petróleo que salía del pozo en las viejas películas en blanco y negro, subiendo hacia el cielo como un chorro trepidante para caer desde lo alto y cubrir de un negro aceitoso los rostros de los protagonistas, que sonreían felices, se abrazaban y gritaban “¡petróleo!... ¡petróleo!..."

Esta es la inspiración del artista, del científico, del que comprende súbitamente que está enamorado, del que encuentra por fin la solución que necesitaba para un gran problema, del que llega a ver esto o aquello que tanto le intrigaba como realmente es, desnudo por fin de toda apariencia. Es ella la que te permite comprender lo que te rodea, el mundo entero, presente ahora bajo una luz, desde una perspectiva, con unos colores y músicas cuya existencia ni siquiera sospechabas un segundo antes de que tu inspiración irrumpiera.

La que, cuando por fin has disfrutado de ella siquiera una vez y estás ya descansando satisfecho de su experiencia, te hace comprender que el mundo está lleno de enigmas no porque las respuestas estén escondidas, sino porque, rozándote como están casi todas ellas, tú eres incapaz de verlas.

No te precipites, pero tampoco abandones. Busca tu temple.

domingo, 22 de julio de 2012

La bola de cristal y el futuro de Europa

Estamos viviendo  en Europa tiempos inciertos, en los que uno quisiera tener una bola de cristal para ver en ella el futuro.

La capacidad de adivinar acontecimientos futuros se llama clarividencia. Hay muchas formas de ejercitarla. Tengo un amigo gitano que recuerda cómo, cuando era pequeño, su madre, sentada en el patio de su casa, intentaba adivinar el futuro mirando intensamente el agua teñida de añil con la que había llenado un balde de zinc. Los reflejos de la luz y las cosas iluminadas en este agua espesamente azulada la ponían en trance, de modo que su cerebro, a chispazos, se iba tornando clarividente. Al menos eso creía o esperaba ella.

J.W.Waterhouse.- The Crystal Ball
Otros utilizan como estimulo para la clarividencia la bola de cristal. Esta actúa como una lente. Si la miramos intensamente desde la distancia adecuada, que depende del diámetro de la bola pero que suele ser desde muy cerca, podemos ver imágenes distorsionadas de las cosas reales que están al otro lado de la bola, las cuales estimulan y pueden finalmente disparar la clarividencia.

La  creencia en que la clarividencia es posible descansa sobre una concepción de la realidad muy alejada de la que los humanos tenemos actualmente pero a la vez muy antigua. Supone esta concepción que un Dios creador infinitamente sabio, al conocerlo todo,  conoce también el futuro. Pero esto es un imposible lógico, porque el futuro todavía no ha sido. Si el Dios creador conoce el futuro, es que para Él no existe el tiempo, lo que significa que el futuro ya ha sido. Nuestro mundo real, ese que los humanos percibimos a través de nuestros sentidos y en el que reina el tiempo, no es más que un fotograma de una película que se ha rodado ya en su integridad. De manera que un clarividente es el que logra atravesar esa membrana que nos encierra a los humanos en nuestro fotograma, que no es sino una burbuja temporal. Cuando lo hace, ve la integridad del tiempo, es decir, su inexistencia. No es que vea el futuro en su totalidad, que eso solo puede verlo Dios. Pero sí ve retazos sueltos del futuro, que afectan a partes. Estas son sus clarividencias.

Según estas creencias, la  clarividencia es un don de Dios o de los dioses. Muy pocos humanos la tienen, sin que exista causa alguna que la predetermine, o receta para conseguirla.

En la historia religiosa de la humanidad hay dos tipos muy distintos de clarividencia, el oráculo y la profecía.

El oráculo está en la base de la religión de los griegos clásicos, siendo famoso el de Delfos. Cualquiera, desde el rey más poderoso hasta el labrador más humilde, podía acudir allí y tras pagar un precio convenido y relizar un sacrificio en el templo de Apolo, consultar a la Pitonisa, sacerdotisa de este culto, acerca de un asunto concreto relacionado con el futuro. La Pitonisa contestaba en forma más o menos comprensible, y este era su oráculo.

La profecía ha sido un elemento básico del Judaísmo. Los grandes profetas de Israel recibían una clarividencia de Yavé acerca de amenazas en el futuro del pueblo judío, que el profeta debía predicar a éste, advirtiéndole del peligro. Pero esta clarividencia venía siempre acompañada en la profecia por una admonición moral, es decir, una invitación a arrepentirse y cambiar los malos hábitos.  Lo que esta invitación de Dios significaba era que el futuro no estaba absolutamente cerrado, es decir, que existía una posibilidad de salvación, individual o colectiva, que tenía que brotar de la libre voluntad humana. Una posibilidad para los humanos de construir sobre el fotograma del destino toda una película nacida de la libre decisión de reformarse.

Creo que podemos ver la profecía como la forma más evolucionada de clarividencia, acorde por otra parte con la cultura de nuestro tiempo. En la profecía no se trata de adivinar el futuro para tomar decisiones, sino de prevenirnos acerca de lo que nos amenaza y puede convertirse en tragedia. Pero por encima de esta advertencia, la profecía declara que todavía existe una posibilidad de salvación y muestra el camino que debe seguirse para conseguirlo.

Un ejemplo de algo con carácter profético en nuestro mundo actual es toda la doctrina del cambio climático que, con argumentos científicos, nos advierte del desastre ecológico que los humanos podemos provocar y nos indica el camino a seguir para que no tenga lugar.

Históricamente, por desgracia, los humanos hemos sido ciegos y sordos a lo que nos decían los profetas. Para la mayoría de la gente de hoy el futuro no existe todavia y por tanto es impredecible, así que no merece la pena ocuparse de él. Como ironizaba San Pablo respecto a la condición humana en su primera carta a los Corintios, “comamos y bebamos, que mañana moriremos”. Esta sentencia recoge mejor que ninguna otra el atroz fatalismo que impera en una sociedad tan aparentemente desarrollada y científica como es el Occidente avanzado de hoy..

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Pues bien: Europa va mal, todos lo sabemos, se está jugando su futuro a la ruleta rusa. Una condición necesaria para poder despeñarse es estar en todo lo alto, lo que Europa cumple plenamente, al menos en lo que se refiere al poderío económico y político. El deterioro que ya se ha producido es tan grande que uno, sin llegar a ser clarividente, casi puede predecir que la Europa del futuro no se parecerá en casi nada a la actual. Esto supone un gran riesgo, pero implica también una oportunidad de salvación. Europa no está todavía perdida,  le quedan por delante muchas opciones, unas mejores que otras. Por eso creo que en Europa necesitamos urgentemente profetas que nos prediquen acerca del camino que llevamos y las posibilidades de salvarnos que todavía nos quedan.
  
Yo no estoy todavía tan loco como para pretender ser un profeta, ni muchísimo menos, pero si me gustaría dejar apuntadas aquí (al fin y al cabo, esto no es otra cosa que un blog personal y privado) algunas cuestiones que, en relación con el problema de Europa, están claras para mí, y otras que me es urgente aclarar.

Para mí está claro que la Europa política se está fragmentando en tres pedazos: los continentales, encabezados por Alemania; los insulares, por Gran Bretaña; y los mediterráneos, que dado su enraizado individualismo no están encabezados por nadie.

La nueva Alemania, que es la que ha surgido de la reunificación entre la occidental y la oriental, ya no es tan europeísta como lo fue la República Federal. Temo que viva bajo la tentación de resucitar la Mitteleuropa, aquella vieja aspiración germana que murió con la derrota del II Reich en la I Guerra Mundial y que significa una gran área centroeuropea con mucha fuerza económica, cuya lingua franca sea el alemán y su potencia dominante una gran Alemania.

Entre los insulares incluyo, además de Gran Bretaña, Irlanda y los Países Escandinavos. Desconfían profundamente, por razones históricas, de una Europa demasiado unida en lo político y quieren mantenerse al margen de los desvaríos europeos.

Los mediterráneos son, principalmente, Portugal, España e Italia. Grecia queda culturalmente fuera porque forma parte del grupo de países que hasta bien entrado el S. XIX estuvo bajo el dominio turco. Y Francia es mediterránea solo en parte. De hecho Francia forma, junto con Bélgica (o lo que queda de ella) y Holanda un grupo de países intermedios entre las tres áreas europeas mencionadas arriba.

Si el Euro se rompe en pedazos, lo que tal y como van las cosas es cada día un poco más probable, se romperá también una Unión Europea que lo único que ha conseguido ser hasta ahora es una “Europa de los Mercaderes”. Entonces los continentales, encabezados por Alemania, se orientarán hacia el Este; los Insulares hacia USA; los mediterráneos hacia Latinoamérica; ¡y todos hacia China, la India y otras potencias asiáticas!...

Más adelante, si el viento de la Historia sigue soplando en esta dirección implosiva, Europa entera, con su historia y su cultura, se convertirá en un parque temático histórico-cultural-artístico, como pueden serlo las pirámides egipcias, mayas o aztecas, los templos griegos de Sicilia, Atenas y Asia Menor o la Gran Muralla China. Todo ello para divertimento y hasta gozo de los muchos turistas que le lleguen desde Ultramar.

He dicho.

Tomado de Wikipedia

jueves, 19 de julio de 2012

Vida y muerte en el Gran Hospital (5).- Los enfermos.

Tengo un amigo que es patólogo en un Gran Hospital. Su trabajo principal consiste en hacer biopsias y teñir los cortes de tejido obtenidos para observarlos al microscopio y diagnosticar si existe un tumor maligno. Pero también hace autopsias de algunos de los enfermos que mueren en el hospital. Me cuenta que en la mayoría de estas autopsias encuentra una justificación anatómica de la muerte que tiene ante sí: un corazón totalmente infartado, un hígado deshecho por la cirrosis, unos pulmones convertidos en gigantesco tumor, horrores así. Pero hay veces en que no encuentro nada que justifique la muerte del enfermo, me dice. Pueden existir corazones infartados, hígados cirróticos o pulmones cancerosos, continúa, pero el avance de la enfermedad no es suficiente para justificar la muerte. Y concluye mi amigo: Todo me hace sospechar que ese enfermo ha muerto por decisión propia, que su cerebro ha enviado una señal a su corazón para que se pare, porque la psique del enfermo ha decidido que ya estaba bien, que ya era suficiente, que había llegado la hora de terminar con una vida que se había vuelto demasiado penosa.

Esta anécdota pone de manifiesto algo que me parece esencial para comprender la situación de un enfermo grave ingresado en el Gran Hospital. Es un enfermo, sí, quiero decir un ser humano que ha vivido antes una vida normal y que está ahora afectado por un proceso patológico. Pero también es la enfermedad, que solo puede vivir fuera de los libros de medicina encarnada en el cuerpo del enfermo. Si antes era un humano más que vivía su vida como buenamente podía, dotado de su libertad interior, ahora se ha convertido en un binomio indisociable enfermedad/enfermo. Está enfermo porque ha sido poseído por la enfermedad, como si ésta fuera un demonio de aquellos que Jesús en los Evangelios exorcizaba haciéndolos emigrar a una piara de cerdos, que a su vez se despeñaban enseguida por un barranco. Espera de los médicos una salvación que consiste en exorcizarlo mediante la medicina para librarlo así de ese demonio que lo posee.

Pero esta situación endemoniada tiene sus límites. Por parte del enfermo, puede llegar un momento de desesperanza en que decida voluntariamente liberarse de su enfermedad mediante la muerte, tal y como me describía mi amigo el patólogo. También puede suceder que el enfermo crezca en esperanza y en valor, mucho más allá de lo que era capaz de imaginar cuando estaba sano, de manera que, ayudado por la medicina, venza a la enfermedad, librándose así de ella, o por lo menos superándola.

Frida Kahlo (1946).- El árbol de la esperanza.
Este aspecto de la relación enfermedad/enfermo está expuesto con magníficos trazos en el soberbio cuadro de Frida Kahlo que reproduzco aquí. Frida fue durante toda su vida una mujer enferma, como consecuencia de un accidente que sufrió en su juventud y que le destrozó la columna vertebral, obligándola a llevar un corsé que es el que la Frida vestida de rojo de la derecha del cuadro muestra. Hay, en efecto, en este cuadro como en muchos otros de la gran pintora, dos Fridas. La de la izquierda está expuesta al Sol, es decir, a la realidad implacable de la vida. Tendida en una camilla, exhibe en la espalda las cicatrices todavía sangrantes de una operación y oculta el rostro entre las sábanas, quizá para no ver esa realidad terrible de su cuerpo roto. La de la derecha es una Frida espectacularmente bella, iluminada solo por la luz lunar, es decir, la Frida del mundo interior, subjetivo, soñador, esperanzado, ese mundo de la zona más profunda de la psique, o del alma. Esta Frida ha superado a la enfermedad, la ha vencido espiritualmente. Como una guerrera de los tiempos antiguos exhibe su blasón con forma de bandera, para que comprendan su mensaje hasta los más torpes, pues ha escrito en él:  ”árbol de la esperanza, mantente firme. Así nos da la gran Frida, una vez más, el testimonio de que para vivir hay que tener ganas de hacerlo, es decir, valor.


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En cuanto a los que están más cerca del enfermo, es decir, sus familiares y amigos, todos los que están destinados a ser su sostén afectivo, empiezan acompañándolo con su compasión, una palabra ésta que significa padecer juntos, asumir el sufrimiento del enfermo para solidarizarse con él y transmitirle así la fuerza vital que tiene una persona sana. Así que para estos prójimos el paciente empieza estando enfermo, una situación que se presume transitoria. Pero luego, a medida que el tiempo pasa y si el enfermo no termina de sanar, el paciente es ya un enfermo, es decir, ha adquirido un estado de permanencia en la enfermedad. Finalmente, si se llega a una situación en la que las esperanzas de curación son prácticamente inexistentes, el enfermo deja de ser enfermo para terminar siendo enfermedad.

De manera que aquella compasión inicial de los amigos y parientes que rodeaban al enfermo tiene un límite en el tiempo. Si la enfermedad se prolonga, solamente los que lo quieren mucho permanecerán fieles al enfermo, y lo harán para siempre, hasta mas allá de la muerte o de la curación definitiva. Pero la mayoría de la gente que le es próxima se limitará a acompañarlo y animarlo durante un tiempo limitado. Luego, si la curación no acaba de llegar, se olvidará pronto del enfermo, como si fuera un ejemplo indecente de lo que no debería estar permitido. Solamente cambiará el ánimo de esta gente mediocre si el enfermo muere, lo que lamentarán aparatosamente en lo que no es sino una forma disimulada de celebrarlo. Descansó por fin, se dicen unos a otros, felicitándose mutuamente. Y hay que reconocer que, pese a lo hipócrita de su afirmación, no dejan de tener razón.

Lo inadmisible para la gente "normal" es que enfermo y enfermedad se mantengan por mucho tiempo enlazados como una sola cosa. O vence la enfermedad y el enfermo muere, o vence el enfermo y la enfermedad desaparece.  Este es el terrible dilema.

Afortunadamente, no es esta situación trágica la que predomina. En los muy eficientes Grandes Hospitales de nuestro tiempo, la mayoría de los enfermos se curan. Así que podría decirse que el ambiente que uno se encuentra hoy en un hospital es muy positivo, me atrevería a decir que hasta alegre. Los familiares que acompañan a los enfermos y los amigos que los visitan están todavía en la fase compasiva, que es solidaria y desprendida. Los enfermos se mantienen en la fase de esperanza de salvación o están por fin en la euforia agradecida de la curación. Casi todo es, por tanto, amable, la esperanza rezuma de las paredes y corre alocada por los pasillos. ¡Que bueno! Pero no podemos olvidar ese binomio enfermedad/enfermo que he descrito al principio y que es el protagonista de las tragedias que en un hospital también se desarrollan.


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El cuadro de Van Gogh que reproduzco abajo representa una sala del hospital de Arlés, en el que el pintor estuvo ingresado durante el invierno de 1888 a 1889. Los colores son muy hermosos, como corresponde a un pintor de la talla de este holandés medio loco, que no se detiene en este cuadro a hacer un desarrollo preciso de la luz, lo que crea una atmósfera extraña, hasta irreal. Hay dos aspectos de esta obra que quiero destacar:
Van Gogh (1889).- Sala del hospital de Arlés.


1).- El escorzo atormentado alrededor del cual se organiza todo. Una perspectiva forzada por el genio del artista hace que la sala se prolongue muchísimo más de lo que sería realista hacia su final, ese fondo lejanísimo marcado por la presencia de una cruz, una puerta y cuatro ventanas. Esa hondura de la perspectiva tiene una naturaleza a la vez espacial y temporal, aquí es donde Van Gogh aplica todo su genio. De manera que, volviendo al lenguaje que he venido empleando líneas arriba, la posesión que la enfermedad está ejerciendo sobre los enfermos es a  la vez espacial y temporal. Espacial porque la enfermedad, al ser grave, ha penetrado muy hondo en el cuerpo del enfermo, también en su psique. Temporal porque la curación, que es la erradicación de la enfermedad, está muy lejana en el tiempo, al menos en ese tiempo interno que rige la vida del enfermo.
La sala de este hospital de Arlés se constituye así en un túnel gigantesco, inacabable, en el que la enfermedad y el enfermo, íntimamente abrazados, se adentran mediante un movimiento espiral en un espacio y un tiempo de contenido y final inciertos.

2).- Otro importante organizador espacial del cuadro son las dos filas de camas, ocultas detrás de cortinas verdosas, las cuales parecen querer preservar la intimidad del enfermo, pero lo que ponen de manifiesto, en realidad, es la pérdida de esta intimidad.  Pues, en efecto, las cortinas no protegen al enfermo ni del ruido ni de un abrirse bruscamente por la voluntad de la monja enfermera o el médico, sino que más bien lo ocultan, haciendo así que la acumulación de sufrimiento que hay en aquella sala inmensa se haga más tolerable para todos.
La intimidad del enfermo, esa que está protegida dentro de los muros de su casa, hecha de amores familiares, objetos queridos, rincones llenos de recuerdos, se queda definitivamente no solo fuera, sino lejos, muy lejos del Gran Hospital. Por eso el enfermo necesita la presencia de su acompañante y las visitas de sus familiares y amigos.
El enfermo es muy consciente de esta situación y hace todo lo posible por superarla, lo que se revela en pequeños detalles, como el manojo de fotos que esconde bajo su almohada o el pequeño amuleto, recuerdo de su pareja o de sus hijos, que aprieta y oculta entre sus manos crispadas.


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El observador atento puede descubrir este trasfondo afectivo en un sinfín de situaciones. Describiré para terminar esta entrada una de la que fui testigo:

Cuando un enfermo empieza a mejorar, se le induce a que se levante de la cama y pasee por el largo pasillo al que se abren las habitaciones del Gran Hospital. Eso estaba haciendo una tarde un paciente de etnia gitana, un anciano con gran bigote de patriarca familiar y talante serio, que inspiraba respeto. Este hombre vestía el pijama azul del hospital, con un bordado verde en el pecho del anagrama del Sistema de Salud Pública, el mismo pijama que lucen, por decirlo así, todos los enfermos encamados, sean hembras o varones, viejos o jóvenes, gordos o flacos. Le estaba grande, las mangas le quedaban cortas y las perneras del pantalón demasiado anchas. Paseaba ceremonioso por el largo pasillo que le quedaba estrecho, cogido del brazo de la que seguramente era su mujer. Pero lo sorprendente, que algunos podrían considerar cómico pero que era sin embargo tremendamente serio y significativo, es que este hombre se había anudado sobre el pijama una gran corbata, azul con rayas diagonales en rojo, y calaba sobre su cabeza la enorme mascota negra, de anchas alas, que luce siempre un patriarca gitano! No tengo ninguna duda de que intentaba ocultar su situación de ser uno más, otro hombre masa enfermo, bajo algunos símbolos inequívocos de su identidad personal. 


Y en verdad que lo conseguía, ¡plenamente!









jueves, 12 de julio de 2012

Dos amigos

Aquellos dos jóvenes viejos apenas se habían visto, pero mantenían una intensa relación escrita, separados como estaban por una distancia oceánica y las aguas profundas.

La única regla que existía entre ellos era la de no mentirse nunca. Así iban compartiendo la palabra, aliviando el no tenerse con la esperanza de llegar a verse.

Su relación tenía la consistencia indestructible del viento, al que solo puede capturar la vela de un barco, que lo necesita para apoyar en él su avance. Eso hacían ellos, convirtiendo en acercamiento los pedazos de viento hechos palabra que cada uno iba soplando sobre la vela del otro. Que era también como soplar sobre una llama, avivándola. Como dar aliento. 

Dos amigos.




sábado, 7 de julio de 2012

¿Qué está pasando? En España, Europa, el mundo...

Pues eso. ¿Qué está pasando?


Uno tiene la sensación de que está viviendo en un viejo edificio que muestra signos más y más inequívocos de derrumbarse. Estás sentado, leyendo en tu salón, y oyes crujir las vigas del techo, pero enseguida pasa. O una mañana, cuando cruzas el pasillo que va al cuarto de baño, te parece que esa grieta que se ha abierto en la pared ha crecido en anchura y extensión, pero en unos segundos estás delante del espejo, lavándote los dientes y mirándote a los ojos, de modo que te olvidas de todo lo que no sea tú mismo. O cuando te sientas frente a tu mesa de trabajo notas que sus patas cojean desniveladas, lo que nunca antes había pasado, y presientes que el suelo de tu estudio se está moviendo. O cada vez son más las puertas de tu casa que una vez que se cierran cuesta mucho volverlas a abrir, o cuando están abiertas cerrarlas, como si un levísimo desequilibrio en el conjunto de tu casa, que no percibes con tus ojos, las estuviera desencajando. 

Diablos, diablos, diablos, ¿qué está pasando? Una noche sueñas en que tu casa, tras exhalar unos bramidos sordos, empieza a derrumbarse. Ves cómo el techo de tu dormitorio se te está cayendo encima, pero como el suelo también se hunde bajo tus pies, las vigas de arriba nunca llegan a alcanzarte. Caéis todos, empujados por la gravitación universal, hacia el abismo. Tú te despiertas asustado, sudoroso, pero enseguida te das cuenta de que solo era una pesadilla y vuelves a dormirte.

No consigues hacerte una idea de conjunto, lo que te asusta no son sino detalles inconexos, todos justificables por separado, pero cada día que pasa intuyes con más fuerza que detrás de ellos hay una amenaza real. Sentados sobre un barril de pólvora, como lo escribían las viejas novelas, así estamos hoy los ciudadanos del mundo, de eso te van quedando menos y menos dudas.

¿Cuáles son algunos de esos detalles amenazantes e inconexos?

1).- Las finanzas mundiales se han globalizado y al hacerlo se han liberado del control de los estados. Además se han informatizado, con lo que realizan sus transacciones a la velocidad de la luz, haciendo imposible prevenir una estafa a tiempo. Para complicar las cosas, se guían en sus acciones por una hiperracionalidad que como tal es amoral, con lo que las estafas ya no se ven sino como simples negocios. Es la primera vez en la historia de la humanidad en que las finanzas se han liberado del control de los estados. Ahora corren como caballos locos por el ancho mundo y donde pisan, como el caballo de Atila, no vuelve a crecer la hierba.

2).- Las ideologías están corrompidas. Ejemplo señero es el de China, un régimen que mezcla el comunismo político con el capitalismo económico, alcanzando así una competitividad inigualable e invadiendo el mundo. Esta corrupción es compartida por el mundo occidental, que perdona el desprecio a los derechos humanos de China y corre a instalar sus factorías allí, porque le son más rentables.

3).- Europa envejece, pero es incapaz de abrir sus puertas a los jóvenes de todo el mundo, para que la fertilicen. Su vejez la hace ser más y más timorata, y ya sabemos que detrás del temor viene el fascismo, del que empiezan a verse algunos indicios en ese racismo que divide a la Unión Europea entre las hormigas del Norte y las cigarras del Sur.

4).- USA se debilita, no puede seguir costeando su papel de gendarme del mundo, con lo que éste va quedando otra vez como cuando cayó el imperio romano, al arbitrio de docenas de bárbaros con gafas de miope. Uno se acuerda con cierta nostalgia de aquella frase escandalosa de Goethe: “Prefiero la injusticia al desorden”.

5).- La dialéctica mujer-hombre va desapareciendo en el mundo occidental, y con ella todo lo de vitalizante que tenía. Algunas consecuencas, como la erradicación creciente del machismo, son justas y deseables. Otras son nefastas.

6).- La agresión a la naturaleza por parte de los humanos, su destrucción, sigue sin descanso. La presión a la que estamos sometiendo a la naturaleza puede verse con claridad en el Sur de Chile, una de las pocas regiones prístinas que nos van quedando, y que si lo son todavía no es por nuestros méritos humanos, sino por la fuerza que la naturaleza, con sus vientos y tempestades, sus terremotos y volcanes, sus fríos antárticos, tiene allí.

¿Para qué seguir, acaso no es bastante? Aunque la lista sería inacabable. ¿Hay junto a todo esto alguna señal positiva? Pues sí, la mayoría de los humanos sigue siendo inocente, capaz de enamorarse y de soñar, deseosa de un mundo mejor, es decir, más justo y seguro, para sus hijos, donde sea posible experimentar esa cosa tan efímera y quebradiza, pero a la vez tan maravillosa, que es la felicidad.

Lo malo es que los desajustes lleguen a ser tan profundos, haciendo el nudo tan gordiano, que solo pueda deshacerse éste con la fuerza bruta de una guerra. La nueva edición de la permanente guerra mundial, la gran guerra ¿salvadora?... ¿aniquiladora?... del siglo XXI.

O quizá todo esto que he escrito no son sino los malos sueños de un viejo. Ya se sabe que los viejos suelen ser pesimistas. Además, cuentan poco en el mundo de hoy, ya no son sabios, como lo eran los viejos antiguos.

¿Para qué seguir?



jueves, 5 de julio de 2012

Sevillanas del adiós

Hoy me siento triste. Lo mejor que se puede hacer con la tristeza es (intentar) convertirla en belleza.

Las sevillanas son la canción y el baile más populares de mi tierra.  Hay unas, “las del adiós”, que embellecen con éxito la melancolía. Aquí las dejo, dedicadas a todos los que quiero y están lejos. Cantadas por "Los amigos de Gines".






(I)
Algo se muere en el alma,
Cuando un amigo se va,
y va dejando una huella,
que no se puede borrar.

(Estribillo)
No te vayas todavía,
no te vayas por favor,
no te vayas todavía,
que hasta la guitarra mía,
llora cuando dice adios.

(II)
Un pañuelo de silencio,
a la hora de partir,
porque hay palabras que hieren,
y no se deben decir.

(Repetición de estribillo)

(III)
El barco se hace pequeño,
cuando se aleja en el mar,
y cuando se va perdiendo,
qué grande es la soledad.

(Repetición de estribillo)

(IV)
Ese vacío que deja,
el amigo que se va,
es como un pozo sin fondo,
que no se vuelve a llenar.

(Repetición de estribillo y final)

miércoles, 4 de julio de 2012

Contra el desaliento

¿Qué es eso del desaliento? Tiene un aspecto físico y otro psicológico, es un quedarse sin fuerzas pero también sin ánimo, con frecuencia sin los dos a la vez.

 Los nómadas saharianos saben que cuando en un largo viaje por el desierto un camello se para, obstinándose en no seguir caminando, es porque va a morir. Los exploradores antárticos, aquellos héroes que con el británico Scott llegaron al Polo Sur un poco después de que lo hiciera el noruego Amundsen, perdiendo así toda posibilidad de que la gloria compensara sus esfuerzos titánicos, también sabían, al emprender su viaje de vuelta, que si dejaban de caminar, si se paraban un solo instante, morirían congelados, lo que finalmente aconteció. Son dos ejemplos de desaliento, te faltan las fuerzas, ya no puedes más, te ha llegado la hora de que no te importe nada y te decidas, por fin, a descansar. Este desaliento no es triste ni lloroso ni dramático, sino un rendirse al sueño, un saber que ha llegado el final, que ya no se puede más. Un “qué más me da” definitivo.

El desaliento es siempre una frontera. Se está desalentado cuando se está casi a punto de rendirse, justo en el instante anterior a la rendición, porque un instante después, cuando el desaliento se consuma, también se volatiliza, desaparece instantáneamente y lo sucede otro capítulo del libro de la vida, que puede llegar a ser de páginas vacías, de silencio, olvido  o muerte.

El corredor de fondo
Como frontera que es, ofrece siempre el desaliento la posibilidad de retroceder, de negarlo, esta es de hecho la única forma de vencerlo. Huir de él, resistirse a mirarlo a los ojos y a dejarlo que te mire, esa es la única forma de librarse del desaliento. Esta salvación está llena a veces de comicidad. Recuerdo cuando, teniendo yo dieciocho años, tuve que hacer las pruebas físicas para ingresar en el servicio militar especial que se ofrecía a los estudiantes universitarios. Una de ellas, la más dura, consistía en recorrer trece kilómetros en el tiempo máximo de una hora, a lo largo de un circuito establecido en la Casa de Campo de Madrid. Empecé a correr con ganas, pero como no tenía ningún entrenamiento, antes de los cinco kilómetros estaba ya cansado. A partir de entonces aquello fue un suplicio creciente, común a casi todos los que participábamos en la carrera. No sabíamos controlar nuestras fuerzas, corríamos con juvenil torpeza, sin sapiencia, ese era nuestro problema. Hacia el kilómetro diez atravesamos una zona en la que algunas putas esperaban entre los árboles a sus clientes, y ellas se descubrieron y empezaron a burlarse  de nosotros, levantándose las faldas y diciéndonos barbaridades, sabiendo que no podíamos reaccionar. A partir de aquí el suplicio nacido del agotamiento creció de forma exponencial. Cuando ya solo me faltaban unos doscientos metros también me quedaban solo algunos minutos. Ya no podía más, mis músculos estaban cargados de ácido láctico, mis pulmones eran incapaces de airearlos, me faltaba el aliento, estaba por eso a punto de caer en las garras del desaliento. Cuando no me quedaba más de una decena de pasos para llegar a la meta, no podía, sencillamente, mover las piernas. Quiero decir, y esto es lo importante, no podía hacerlo de una forma refleja, como nadan los patitos recien nacidos. Pero entonces intervino la voluntad, sí, esa especie de obstinación que nos hace a los humanos superar, cuando estamos muy desesperados, las leyes biológicas. De modo que cada uno de mis últimos diez pasos fue una conquista, como puede serlo la del alpinista que finalmente escala la montaña más alta del mundo. “Ahora tengo que dar este paso”, le decía mi corazón a mi cerebro, “vamos… ¡ya!” Y mi cerebro mandaba a los músculos de mis piernas los calambres que hubieran hecho moverse a unos músculos muertos, y mis piernas se movían. Un paso… es decir, una dificilísima victoria, … otro… otro… pasos dados sobre todo con el alma, la psique, como si uno estuviera levitando, caminando sobre el lago de Tiberiades… así hasta el final, la meta, no la victoria, ni mucho menos, sino la superación de la derrota, del desaliento, que de eso se trataba.

Obstinación, voluntad ciega, tozudez, determinación, esa es, en mi conocimiento, la forma más eficaz de vencer al desaliento. Quizá la única, no lo sé. Negarse a caer en el desaliento porque sí, sin más razones o análisis, apretar los dientes, cerrar los ojos con fuerza, continuar, no ceder, no dejarse vencer por la fatiga, el sueño o la desesperanza.

De entre los muchos valores humanos que tiene el deporte, este de enseñar a vencer al desaliento es probablemente uno de los más indispensables.