Me refiero a la que se necesita para parir algo creativo, es decir, algo absolutamente nuevo y único, salido de ese vacío que empapa lo hondo de un ser humano, que en realidad no es un vacío, sino un mar lleno de vida del que solo vemos la superficie gris e infinitamente plana.
Esa inspiración es ante todo el resultado de una larga paciencia. Hay que saber esperarla, confiando en que está ahí dentro, agazapada, dormitando, malhumorada por sentirse, como el genio de la lámpara de Aladino, encadenada a tu servicio.
Cuando por fin brota lo hace como un volcán que entra en erupción, o como aquel petróleo que salía del pozo en las viejas películas en blanco y negro, subiendo hacia el cielo como un chorro trepidante para caer desde lo alto y cubrir de un negro aceitoso los rostros de los protagonistas, que sonreían felices, se abrazaban y gritaban “¡petróleo!... ¡petróleo!..."
Esta es la inspiración del artista, del científico, del que comprende súbitamente que está enamorado, del que encuentra por fin la solución que necesitaba para un gran problema, del que llega a ver esto o aquello que tanto le intrigaba como realmente es, desnudo por fin de toda apariencia. Es ella la que te permite comprender lo que te rodea, el mundo entero, presente ahora bajo una luz, desde una perspectiva, con unos colores y músicas cuya existencia ni siquiera sospechabas un segundo antes de que tu inspiración irrumpiera.
La que, cuando por fin has disfrutado de ella siquiera una vez y estás ya descansando satisfecho de su experiencia, te hace comprender que el mundo está lleno de enigmas no porque las respuestas estén escondidas, sino porque, rozándote como están casi todas ellas, tú eres incapaz de verlas.
No te precipites, pero tampoco abandones. Busca tu temple.
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