jueves, 19 de julio de 2012

Vida y muerte en el Gran Hospital (5).- Los enfermos.

Tengo un amigo que es patólogo en un Gran Hospital. Su trabajo principal consiste en hacer biopsias y teñir los cortes de tejido obtenidos para observarlos al microscopio y diagnosticar si existe un tumor maligno. Pero también hace autopsias de algunos de los enfermos que mueren en el hospital. Me cuenta que en la mayoría de estas autopsias encuentra una justificación anatómica de la muerte que tiene ante sí: un corazón totalmente infartado, un hígado deshecho por la cirrosis, unos pulmones convertidos en gigantesco tumor, horrores así. Pero hay veces en que no encuentro nada que justifique la muerte del enfermo, me dice. Pueden existir corazones infartados, hígados cirróticos o pulmones cancerosos, continúa, pero el avance de la enfermedad no es suficiente para justificar la muerte. Y concluye mi amigo: Todo me hace sospechar que ese enfermo ha muerto por decisión propia, que su cerebro ha enviado una señal a su corazón para que se pare, porque la psique del enfermo ha decidido que ya estaba bien, que ya era suficiente, que había llegado la hora de terminar con una vida que se había vuelto demasiado penosa.

Esta anécdota pone de manifiesto algo que me parece esencial para comprender la situación de un enfermo grave ingresado en el Gran Hospital. Es un enfermo, sí, quiero decir un ser humano que ha vivido antes una vida normal y que está ahora afectado por un proceso patológico. Pero también es la enfermedad, que solo puede vivir fuera de los libros de medicina encarnada en el cuerpo del enfermo. Si antes era un humano más que vivía su vida como buenamente podía, dotado de su libertad interior, ahora se ha convertido en un binomio indisociable enfermedad/enfermo. Está enfermo porque ha sido poseído por la enfermedad, como si ésta fuera un demonio de aquellos que Jesús en los Evangelios exorcizaba haciéndolos emigrar a una piara de cerdos, que a su vez se despeñaban enseguida por un barranco. Espera de los médicos una salvación que consiste en exorcizarlo mediante la medicina para librarlo así de ese demonio que lo posee.

Pero esta situación endemoniada tiene sus límites. Por parte del enfermo, puede llegar un momento de desesperanza en que decida voluntariamente liberarse de su enfermedad mediante la muerte, tal y como me describía mi amigo el patólogo. También puede suceder que el enfermo crezca en esperanza y en valor, mucho más allá de lo que era capaz de imaginar cuando estaba sano, de manera que, ayudado por la medicina, venza a la enfermedad, librándose así de ella, o por lo menos superándola.

Frida Kahlo (1946).- El árbol de la esperanza.
Este aspecto de la relación enfermedad/enfermo está expuesto con magníficos trazos en el soberbio cuadro de Frida Kahlo que reproduzco aquí. Frida fue durante toda su vida una mujer enferma, como consecuencia de un accidente que sufrió en su juventud y que le destrozó la columna vertebral, obligándola a llevar un corsé que es el que la Frida vestida de rojo de la derecha del cuadro muestra. Hay, en efecto, en este cuadro como en muchos otros de la gran pintora, dos Fridas. La de la izquierda está expuesta al Sol, es decir, a la realidad implacable de la vida. Tendida en una camilla, exhibe en la espalda las cicatrices todavía sangrantes de una operación y oculta el rostro entre las sábanas, quizá para no ver esa realidad terrible de su cuerpo roto. La de la derecha es una Frida espectacularmente bella, iluminada solo por la luz lunar, es decir, la Frida del mundo interior, subjetivo, soñador, esperanzado, ese mundo de la zona más profunda de la psique, o del alma. Esta Frida ha superado a la enfermedad, la ha vencido espiritualmente. Como una guerrera de los tiempos antiguos exhibe su blasón con forma de bandera, para que comprendan su mensaje hasta los más torpes, pues ha escrito en él:  ”árbol de la esperanza, mantente firme. Así nos da la gran Frida, una vez más, el testimonio de que para vivir hay que tener ganas de hacerlo, es decir, valor.


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En cuanto a los que están más cerca del enfermo, es decir, sus familiares y amigos, todos los que están destinados a ser su sostén afectivo, empiezan acompañándolo con su compasión, una palabra ésta que significa padecer juntos, asumir el sufrimiento del enfermo para solidarizarse con él y transmitirle así la fuerza vital que tiene una persona sana. Así que para estos prójimos el paciente empieza estando enfermo, una situación que se presume transitoria. Pero luego, a medida que el tiempo pasa y si el enfermo no termina de sanar, el paciente es ya un enfermo, es decir, ha adquirido un estado de permanencia en la enfermedad. Finalmente, si se llega a una situación en la que las esperanzas de curación son prácticamente inexistentes, el enfermo deja de ser enfermo para terminar siendo enfermedad.

De manera que aquella compasión inicial de los amigos y parientes que rodeaban al enfermo tiene un límite en el tiempo. Si la enfermedad se prolonga, solamente los que lo quieren mucho permanecerán fieles al enfermo, y lo harán para siempre, hasta mas allá de la muerte o de la curación definitiva. Pero la mayoría de la gente que le es próxima se limitará a acompañarlo y animarlo durante un tiempo limitado. Luego, si la curación no acaba de llegar, se olvidará pronto del enfermo, como si fuera un ejemplo indecente de lo que no debería estar permitido. Solamente cambiará el ánimo de esta gente mediocre si el enfermo muere, lo que lamentarán aparatosamente en lo que no es sino una forma disimulada de celebrarlo. Descansó por fin, se dicen unos a otros, felicitándose mutuamente. Y hay que reconocer que, pese a lo hipócrita de su afirmación, no dejan de tener razón.

Lo inadmisible para la gente "normal" es que enfermo y enfermedad se mantengan por mucho tiempo enlazados como una sola cosa. O vence la enfermedad y el enfermo muere, o vence el enfermo y la enfermedad desaparece.  Este es el terrible dilema.

Afortunadamente, no es esta situación trágica la que predomina. En los muy eficientes Grandes Hospitales de nuestro tiempo, la mayoría de los enfermos se curan. Así que podría decirse que el ambiente que uno se encuentra hoy en un hospital es muy positivo, me atrevería a decir que hasta alegre. Los familiares que acompañan a los enfermos y los amigos que los visitan están todavía en la fase compasiva, que es solidaria y desprendida. Los enfermos se mantienen en la fase de esperanza de salvación o están por fin en la euforia agradecida de la curación. Casi todo es, por tanto, amable, la esperanza rezuma de las paredes y corre alocada por los pasillos. ¡Que bueno! Pero no podemos olvidar ese binomio enfermedad/enfermo que he descrito al principio y que es el protagonista de las tragedias que en un hospital también se desarrollan.


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El cuadro de Van Gogh que reproduzco abajo representa una sala del hospital de Arlés, en el que el pintor estuvo ingresado durante el invierno de 1888 a 1889. Los colores son muy hermosos, como corresponde a un pintor de la talla de este holandés medio loco, que no se detiene en este cuadro a hacer un desarrollo preciso de la luz, lo que crea una atmósfera extraña, hasta irreal. Hay dos aspectos de esta obra que quiero destacar:
Van Gogh (1889).- Sala del hospital de Arlés.


1).- El escorzo atormentado alrededor del cual se organiza todo. Una perspectiva forzada por el genio del artista hace que la sala se prolongue muchísimo más de lo que sería realista hacia su final, ese fondo lejanísimo marcado por la presencia de una cruz, una puerta y cuatro ventanas. Esa hondura de la perspectiva tiene una naturaleza a la vez espacial y temporal, aquí es donde Van Gogh aplica todo su genio. De manera que, volviendo al lenguaje que he venido empleando líneas arriba, la posesión que la enfermedad está ejerciendo sobre los enfermos es a  la vez espacial y temporal. Espacial porque la enfermedad, al ser grave, ha penetrado muy hondo en el cuerpo del enfermo, también en su psique. Temporal porque la curación, que es la erradicación de la enfermedad, está muy lejana en el tiempo, al menos en ese tiempo interno que rige la vida del enfermo.
La sala de este hospital de Arlés se constituye así en un túnel gigantesco, inacabable, en el que la enfermedad y el enfermo, íntimamente abrazados, se adentran mediante un movimiento espiral en un espacio y un tiempo de contenido y final inciertos.

2).- Otro importante organizador espacial del cuadro son las dos filas de camas, ocultas detrás de cortinas verdosas, las cuales parecen querer preservar la intimidad del enfermo, pero lo que ponen de manifiesto, en realidad, es la pérdida de esta intimidad.  Pues, en efecto, las cortinas no protegen al enfermo ni del ruido ni de un abrirse bruscamente por la voluntad de la monja enfermera o el médico, sino que más bien lo ocultan, haciendo así que la acumulación de sufrimiento que hay en aquella sala inmensa se haga más tolerable para todos.
La intimidad del enfermo, esa que está protegida dentro de los muros de su casa, hecha de amores familiares, objetos queridos, rincones llenos de recuerdos, se queda definitivamente no solo fuera, sino lejos, muy lejos del Gran Hospital. Por eso el enfermo necesita la presencia de su acompañante y las visitas de sus familiares y amigos.
El enfermo es muy consciente de esta situación y hace todo lo posible por superarla, lo que se revela en pequeños detalles, como el manojo de fotos que esconde bajo su almohada o el pequeño amuleto, recuerdo de su pareja o de sus hijos, que aprieta y oculta entre sus manos crispadas.


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El observador atento puede descubrir este trasfondo afectivo en un sinfín de situaciones. Describiré para terminar esta entrada una de la que fui testigo:

Cuando un enfermo empieza a mejorar, se le induce a que se levante de la cama y pasee por el largo pasillo al que se abren las habitaciones del Gran Hospital. Eso estaba haciendo una tarde un paciente de etnia gitana, un anciano con gran bigote de patriarca familiar y talante serio, que inspiraba respeto. Este hombre vestía el pijama azul del hospital, con un bordado verde en el pecho del anagrama del Sistema de Salud Pública, el mismo pijama que lucen, por decirlo así, todos los enfermos encamados, sean hembras o varones, viejos o jóvenes, gordos o flacos. Le estaba grande, las mangas le quedaban cortas y las perneras del pantalón demasiado anchas. Paseaba ceremonioso por el largo pasillo que le quedaba estrecho, cogido del brazo de la que seguramente era su mujer. Pero lo sorprendente, que algunos podrían considerar cómico pero que era sin embargo tremendamente serio y significativo, es que este hombre se había anudado sobre el pijama una gran corbata, azul con rayas diagonales en rojo, y calaba sobre su cabeza la enorme mascota negra, de anchas alas, que luce siempre un patriarca gitano! No tengo ninguna duda de que intentaba ocultar su situación de ser uno más, otro hombre masa enfermo, bajo algunos símbolos inequívocos de su identidad personal. 


Y en verdad que lo conseguía, ¡plenamente!









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