miércoles, 4 de julio de 2012

Contra el desaliento

¿Qué es eso del desaliento? Tiene un aspecto físico y otro psicológico, es un quedarse sin fuerzas pero también sin ánimo, con frecuencia sin los dos a la vez.

 Los nómadas saharianos saben que cuando en un largo viaje por el desierto un camello se para, obstinándose en no seguir caminando, es porque va a morir. Los exploradores antárticos, aquellos héroes que con el británico Scott llegaron al Polo Sur un poco después de que lo hiciera el noruego Amundsen, perdiendo así toda posibilidad de que la gloria compensara sus esfuerzos titánicos, también sabían, al emprender su viaje de vuelta, que si dejaban de caminar, si se paraban un solo instante, morirían congelados, lo que finalmente aconteció. Son dos ejemplos de desaliento, te faltan las fuerzas, ya no puedes más, te ha llegado la hora de que no te importe nada y te decidas, por fin, a descansar. Este desaliento no es triste ni lloroso ni dramático, sino un rendirse al sueño, un saber que ha llegado el final, que ya no se puede más. Un “qué más me da” definitivo.

El desaliento es siempre una frontera. Se está desalentado cuando se está casi a punto de rendirse, justo en el instante anterior a la rendición, porque un instante después, cuando el desaliento se consuma, también se volatiliza, desaparece instantáneamente y lo sucede otro capítulo del libro de la vida, que puede llegar a ser de páginas vacías, de silencio, olvido  o muerte.

El corredor de fondo
Como frontera que es, ofrece siempre el desaliento la posibilidad de retroceder, de negarlo, esta es de hecho la única forma de vencerlo. Huir de él, resistirse a mirarlo a los ojos y a dejarlo que te mire, esa es la única forma de librarse del desaliento. Esta salvación está llena a veces de comicidad. Recuerdo cuando, teniendo yo dieciocho años, tuve que hacer las pruebas físicas para ingresar en el servicio militar especial que se ofrecía a los estudiantes universitarios. Una de ellas, la más dura, consistía en recorrer trece kilómetros en el tiempo máximo de una hora, a lo largo de un circuito establecido en la Casa de Campo de Madrid. Empecé a correr con ganas, pero como no tenía ningún entrenamiento, antes de los cinco kilómetros estaba ya cansado. A partir de entonces aquello fue un suplicio creciente, común a casi todos los que participábamos en la carrera. No sabíamos controlar nuestras fuerzas, corríamos con juvenil torpeza, sin sapiencia, ese era nuestro problema. Hacia el kilómetro diez atravesamos una zona en la que algunas putas esperaban entre los árboles a sus clientes, y ellas se descubrieron y empezaron a burlarse  de nosotros, levantándose las faldas y diciéndonos barbaridades, sabiendo que no podíamos reaccionar. A partir de aquí el suplicio nacido del agotamiento creció de forma exponencial. Cuando ya solo me faltaban unos doscientos metros también me quedaban solo algunos minutos. Ya no podía más, mis músculos estaban cargados de ácido láctico, mis pulmones eran incapaces de airearlos, me faltaba el aliento, estaba por eso a punto de caer en las garras del desaliento. Cuando no me quedaba más de una decena de pasos para llegar a la meta, no podía, sencillamente, mover las piernas. Quiero decir, y esto es lo importante, no podía hacerlo de una forma refleja, como nadan los patitos recien nacidos. Pero entonces intervino la voluntad, sí, esa especie de obstinación que nos hace a los humanos superar, cuando estamos muy desesperados, las leyes biológicas. De modo que cada uno de mis últimos diez pasos fue una conquista, como puede serlo la del alpinista que finalmente escala la montaña más alta del mundo. “Ahora tengo que dar este paso”, le decía mi corazón a mi cerebro, “vamos… ¡ya!” Y mi cerebro mandaba a los músculos de mis piernas los calambres que hubieran hecho moverse a unos músculos muertos, y mis piernas se movían. Un paso… es decir, una dificilísima victoria, … otro… otro… pasos dados sobre todo con el alma, la psique, como si uno estuviera levitando, caminando sobre el lago de Tiberiades… así hasta el final, la meta, no la victoria, ni mucho menos, sino la superación de la derrota, del desaliento, que de eso se trataba.

Obstinación, voluntad ciega, tozudez, determinación, esa es, en mi conocimiento, la forma más eficaz de vencer al desaliento. Quizá la única, no lo sé. Negarse a caer en el desaliento porque sí, sin más razones o análisis, apretar los dientes, cerrar los ojos con fuerza, continuar, no ceder, no dejarse vencer por la fatiga, el sueño o la desesperanza.

De entre los muchos valores humanos que tiene el deporte, este de enseñar a vencer al desaliento es probablemente uno de los más indispensables.

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