Esa sensación equivocada de que
el mundo se está viniendo abajo cuando quien lo está haciendo eres tú. Porque
es muy improbable que todo lo que te rodea esté cuarteándose, derrumbándose,
simultáneamente. Solo cabe que seas tú quien está fallando.
Por eso, porque estás viviendo
una pesadilla, es decir, porque estás soñando, no te queda otra que apretar los
dientes para que la voluntad no te falle, entrecerrar los ojos para que el miedo no te confunda con figuras fantasmales, taponarte los oídos
para que la imaginación no te engañe, como a
Ulises querían hacerle las sirenas.
Y seguir palante.
Y seguir palante.
Palante, sí, como los burros de
Alicante, con la misma tozudez animal, también con la misma determinación
inanimada con que tu barco o tu cabaña aguantan los malos tiempos, crujiendo, escorando,
vibrando, temblando, pero sin deshacerse en pedazos. Igual que lo hace ese trocito de corcho
que nunca deja de flotar entre las olas de los peores huracanes.
Al fin y al cabo, una tempestad no
es el fin del mundo, sino un simple seno de bajas presiones que pasa ululante
camino del Este, asustando a los niños, los viejos y en general todas
las almas cándidas que se interponen en su camino. Tú no vas a permitir que eso te pase a ti.
Porque además, incluso aunque el
mundo estuviera en verdad derrumbándose, tú nunca lo aceptarías. Antes
morirías, como Errol Flynn y sus soldados de caballería, con las botas
puestas.
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