sábado, 20 de julio de 2013

La felicidad

Quizá el único camino para saberse feliz pasa por comprender que la felicidad no es sino un estado de ánimo, como tal cambiante, finalmente efímero. Una pulsación, un latido. Que lo opuesto a la felicidad no es la desdicha sino el aburrimiento, la apatía, del mismo modo que lo opuesto al amor no es el odio sino la indiferencia, el olvido.

Si lo que propongo es cierto, se puede llegar a ser feliz hasta en las circunstancias más adversas, del mismo modo que, en contraposición, es imposible vivir en un estado de felicidad permanente, al menos en este mundo, en esta vida, donde nunca dejamos de estar encadenados al cuando del tiempo.

La felicidad no es una conquista, mucho menos una posesión o un derecho, sino algo así como una bocanada de aire fresco que alivia tu fiebre, un trago de agua fresca que aplaca tu sed.

No se es feliz, en todo caso se llega a serlo, la felicidad es un tránsito tan fugaz como el placer, si dura mucho sacia, satura. Para alcanzar la felicidad hay que partir de su ausencia, sabemos que por fin la tenemos porque estalla en una multitud de colores alegres y dulces, como fuegos artificiales, para devolvernos pronto a la paz de la oscuridad. Es un palpitar, un reír, un cantar, un chisporrotear  que enciende por un instante la noche, un eco de voces lejanas que tú reconoces y te llaman misteriosamente, pronunciando tu nombre, para enseguida desvanecerse en el silencio.

Por todo lo anterior, por lo que dice y por lo que sugiere, está claro para mí que aspirar a la felicidad, esperarla, mantener la fe en que llegará, es algo que merece extraordinariamente la pena que necesariamente lo acompaña.



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