Aquel hombre había tenido una relación conflictiva con su
padre, que lo había tratado siempre con mucha dureza pensando, seguramente con
buena intención, que tenía que hacerlo así para que llegara a convertirlo en “todo-un-hombre”.
En aquellos tiempos, como en los tiempos de Esparta, todavía se pensaba que ese
era el ideal a alcanzar por un niño, y su padre se lo aplicó a él sin piedad. Mil
anécdotas de este trato demasiado severo jalonaron su infancia, que no fue todo
lo feliz que pudo haber sido, ni muchísimo menos. Claro que aquel hombre
compensó la severidad artificial que empapó su mundo infantil con un desarrollo
extraordinario de su fantasía. Aprendió desde muy niño que hay muchos mundos maravillosos
escondidos entre los pliegues de tu cerebro, y que no tienes más que cerrar los
ojos bien apretados para invocarlos y hacértelos presentes.
Cuando aquel hombre se hizo “todo-un-hombre” quiso mucho a su
padre, agradeciéndole la educación que le había dado. ¿Síndrome de Estocolmo?
Quizá, porque cuando su padre murió y aquel hombre empezó a envejecer, que fue
cuando se puso de moda en Occidente el concepto de maltrato infantil, aquel
hombre empezó a sospechar que su padre lo había maltratado y a desarrollar, sin
poderlo evitar, un cierto rencor hacia su padre por esto. Se preguntaba por
qué, por qué, por qué su padre lo había maltratado. Pero no encontraba ninguna
respuesta satisfactoria. Esto a él, que tenía una mente lógica y ordenada,
producto de su espartana educación, le producía una desazón que no tenía más
remedio que sobrellevar.
Un día su madre también murió. Aquel hombre y sus hermanos entraron
en la vieja casa familiar para disponer de los mil objetos y recuerdos que
constituyen la huella de toda una vida humana, en este caso la de la pareja que
formaron su madre y su padre. Entre un sinfín de papeles polvorientos
amontonados y perdidos en un sinfín de cajones oscuros encontró uno que fue
para él una auténtica revelación.
Era una carta que su padre, cuando a su vez era muy niño, no
más de ocho o nueve años, le había escrito a la madre de su padre, es decir, a
la abuela de aquel hombre. Hay que aclarar que el padre de su padre, es decir,
el abuelo de aquel hombre, había muerto siendo su padre muy niño, solamente
cinco años; que su padre fue el hijo único de aquel matrimonio; y que la madre
de su padre mandó a éste, como consecuencia de aquel trágico acontecimiento, a
un internado lejano.
La carta decía así:
“Mamá ben pronto que
toda las noches sueño contigo y con papá llorando a grito y los muchachos todos
despiertan asustados y como me quedo sin dormí pensando en los dos ustedes tengo
ya los ojos seco de tanto llorá” (los acentos los he añadido yo).
Diablos, en ese mismo momento aquel hombre comprendió que el
sufrimiento que su padre le había aplicado era de la misma naturaleza que el
que su padre mismo había sufrido. Ese sufrimiento que procede de un destino
adverso, de la crueldad del azar, de un mundo que gira indiferente a la
felicidad o la desgracia de las criaturas que lo pueblan. Ese mismo que está
tan bien repartido por todo el mundo, entre toda la gente. Intuyó que lo que su
padre, quizá sin ser plenamente consciente de ello, había intentado, era
prepararlo a él para vivir en un mundo así, endurecerlo, que en ese
endurecimiento consistía aquel maldito concepto de “todo-un-hombre”.
De manera que en ese mismo momento se reconcilió con su
padre, lo perdonó definitivamente. No porque creyera ahora que su padre había
hecho bien al educarlo con dureza, al contrario, él estaba más convencido que
nunca de que la mayor fortaleza se la da a un hombre una educación en la
esperanza, no en el miedo. Sino porque vio claramente que todos nosotros, él,
su padre, tú, yo, estamos hechos no solo de nuestras fortalezas, sino también
de nuestras debilidades. No solo de nuestras glorias, también de nuestras desgracias.
Que esta mezcla inseparable de unas y otras es lo que nos constituye como
personas. Y que es por eso, precisamente por eso, por lo que nunca debemos
perder la esperanza en los demás y por lo que siempre debemos estar preparados
para perdonarlos.
Una y mil veces, lo que haga falta.
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