Durante los años que he pasado recopilando materiales sobre la gente de la mar, he pensado muchas veces en el arquetipo del hombre de mar al que, en definitiva, he estado intentando retratar. Pero también en lo absurdo de plantearse siquiera la posibilidad de que dicho arquetipo tenga sentido, ya que lo esencial de la naturaleza humana parece estar, precisamente, en su carencia de aspectos esenciales, en su aleatoriedad, en lo dispensable y transitorio de sus grandes proyectos e ilusiones. En nuestra época hemos llegado a creer que el ser humano no es sino un reflejo del mundo en que vive. Arrancando de lo que dijo Ortega y Gasset, hemos llegado a convencernos de que uno es poco más que sus circunstancias.
Pero un día, gracias a Rafael Montoya conocí a José el Bartolé y encontré lo que estaba buscando. Fui a verlo a su pueblo, Carboneras. Estuvimos tres días hablando, o más bien escuchándolo yo hablar y transcribiendo lo que me decía. Lo que copio a continuación, escrito en la primera persona de José el Bartolé, es un intento de expresar lo que me ha contado.
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“Me llamo José Cayuela, aunque la gente se refiere a mí como el Bartolé, un apodo familiar. Nací en este mi pueblo de Carboneras en 1931. Por entonces era poco más que una aldea de pescadores, aunque eso sí, expertos palangreros que calaban sus jarcias en mitad de la mar de Alborán, capturando marrajos y agujas palás como nadie. Cuando llegó la guerra civil yo no tenía más que cinco años, lo que quizá explique la poca educación que he recibido, que me convirtió en el analfabeto que de alguna manera sigo siendo. Mi padre, al igual que todos los hombres del pueblo, se fue para el frente, y aquí no quedamos más que los niños, las mujeres y los viejos, teniendo que ganarnos el sustento por nosotros mismos. Por eso salíamos con nuestros abuelos a la mar, en nuestras miserables barquitas de vela, para apañar allí lo que pudiéramos: calamares, sardinas, brecas, todo lo que fuera fácil de pescar y no obligara a alejarse demasiado de tierra, pues los viejos no estaban seguros de, si saltaba el poniente, tener fuerzas para oponérsele y volver sanos y salvos a la orilla.
Nuestras circunstancias eran de extrema necesidad. Un día mi padre bajó al pueblo desde la Sierra Nevada, donde combatía, y trajo un saco lleno mitad de castañas y mitad de higos secos. Yo, pobre de mí, no había visto estos frutos en mi vida, ni sospechaba que existieran. Mi madre me metió en el bolsillo del pantalón un puñado revuelto de castañas e higos, y salí con mi padre a dar una vuelta por el pueblo. El primer higo que saqué, cuyo aspecto era miserable, lo tomé por un tomate seco, así que lo tiré. Y el segundo. Luego saqué una castaña y le hinqué el diente. La cáscara estaba dura, pero mi hambre era honda, así que me la comí y me supo a gloria, escupiendo los trozos de cáscara por entre los dientes. Luego saqué de nuevo un higo-tomate, y volví a tirarlo, pero esta vez mi padre me vio, lo cogió del suelo y me obligó a que me lo comiera. ¡Qué rico, qué dulce estaba! Acabé muy pronto con todos ellos. Así era en aquellos tiempos nuestra miseria y nuestra ignorancia.
Cuando la guerra civil terminó las cosas se pusieron incluso más difíciles, porque entró la guerra mundial, pero mi padre volvió al pueblo, así que para nosotros todo estaba salvado. Eso sí, había que trabajar sin parar, así que ni pensar en ir a la escuela. Yo tenía ya nueve años y poco después me embarqué con mi padre, y desde entonces hasta los sesenta, en que me jubilé, he estado en la mar, sin descansar, sin tiempo para pensar en otra cosa que los peces y cómo capturarlos. Cuando me hice un hombre embarqué en los barcos de otros. Trabajé en Ceuta con las traíñas, en Algeciras con los palangreros, pescando la merluza en aguas de Kenitra y los marrajos y agujas palás en el mar Negro, que es como nosotros llamábamos a la alta mar del Golfo de Cádiz. Luego he seguido trabajando mucho y puede decirse que he tenido suerte. En 1971 me compré a medias con el Gallao mi primer barco, el Punta Negra. Luego, en 1978, lo vendimos y mandamos construir el Las Llanas, con un dinero que nos prestó Cabezuelo, el constructor de motores marinos de Almería. Durante mucho tiempo no hubo un barco más marinero y fuerte que él en la flota de Carboneras. Y hace pocos años, estando ya jubilado, he desguazado el viejo y querido Las Llanas y comprado a medias con mi yerno el Gabriela y María, que se llama así por nuestras dos mujeres, la de él además es mi hija. Un gran marrajero de hierro, construido para nosotros en un astillero del Norte, con todos los avances de la técnica. Y en el penar y faenar con él andamos ahora.
En cuanto al pescar, yo he pescado de todo. Con el Punta Negra he estado en la merluza y en la marrajera, y con el Las Llanas además he pescado el coral, que casi me arruinó, y lo he aparejado como baca para el arrastre. Entre que vendí el Punta Negra y construí el Las Llanas, estuve un año en Carboneras pescando en un barquito pequeño con artes menores, como el trasmallo o la potera. El Gabriela y María es un marrajero puro, y esto de la marrajera ha sido, en verdad, lo propiamente mío, a lo que le he dedicado la mayoría de mis esfuerzos e inquietudes, y lo que me ha ayudado a criar a mis hijos y a tener una vejez relativamente tranquila.
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Un marrajero de la misma época que el "Las Llanas" |
Creo que lo más necesario en la vida de un hombre es la honradez y el trabajo, no sé si por este orden o al contrario, aunque puede decirse que los dos son casi inseparables.
En cuanto a la inteligencia, con ella sales, o no, del vientre de tu madre, así que poco puedes hacer por enmendarla, si es que tienes poca, o destruirla, si te sobra. Y el que recibas o no una buena educación es cosa de suerte.
Por otro lado, sin inteligencia ni cultura, que no las tengo, yo he sido capaz de bandearme razonablemente bien por la vida. He navegado por mares muy lejanas, solo con mi tripulación y mi barco, y sin embargo no sé leer una carta marina ni trazar un rumbo sobre ella. Jamás he utilizado el satélite para navegar, y eso que mi Las Llanas lo llevaba y mi patrón de papeles, naturalmente, se hubiera sentido perdido sin él. A mí, para orientarme en mitad de la mar, me ha bastado con una vulgar radio de transistores, así como lo digo, es decir, no me ha hecho falta ni siquiera el compás. Porque lo verdaderamente importante en la mar, como en la vida, no es saber dónde se está, sino hacia dónde se tiene que ir. Y los únicos instrumentos que he usado para navegar han sido el gonio y el radar. Con el gonio no solo encontraba con toda precisión los puertos en que quería entrar, sino que localizaba a los barcos cuyos patrones eran buenos pescadores, cuando hablaban por la radio, y si no se me ocurría otra cosa mejor me iba hacia ellos. Y con el radar no había costa ni niebla que me preocuparan.
Una cosa muy importante para mí, siempre, ha sido la palabra dada, que es sagrada. Este es un ejemplo de la buena educación que yo recibí, y que los niños de hoy no tienen. En mis tiempos éramos todos muy ignorantes, no dominábamos las situaciones, desconocíamos la mayoría de los datos que hubieran sido importantes para controlarlas. Tampoco teníamos a nuestra disposición esa cantidad de abogados y jueces que hay hoy, y que pueden echarte un capote o, todo hay que decirlo, meterte en un lío. Así que no nos quedaba más remedio que fiarnos unos de otros. Y esto hubiera sido imposible sin ser gente de palabra. Si decías una cosa, si te comprometías a algo con alguien, eso tenías que cumplirlo, así tronara o venteara. Porque si no lo hacíamos, yo y el otro y el de más allá, el mundo se nos habría hundido.
El trabajo siempre ha estado para mí por encima de todo. Pero no un trabajo cualquiera, sino el bien hecho, ese en cuyo cumplimiento pones todo lo bueno que tienes. Después hablaré más de esto. Yo en la mar he bebido mucho café, he dormido muy poco, me he pasado las noches enteras en alerta, porque para un pescador y un hombre de mar la noche es infinitamente más importante que el día. Pero antes o después, el mucho trabajo tiene que ser seguido del descanso. Y cuando he estado en tierra firme, nunca en la mar, también me ha gustado beberme algún que otro vasico de vino.
¿Qué cuáles son los factores para tener éxito en la pesca? Pues, por este orden: la carnada, la jarcia y el barco. ¿En cuanto a la suerte? No puedo negar que ayuda, pero no es imprescindible. Porque en la mar hay pescado, y estar tiene que estar en algún sitio. Si no lo encuentras aquí tienes que ser capaz de ir a buscarlo allí, encontrarlo y meterlo en tu nevera. Esto es lo que no falla casi nunca.
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Carnadas de calamares o sardinas ensartadas en los anzuelos del palangre de marrajera |
Lo de la carnada es como aquello que contaban del vigor de un hombre, que a las mocitas les sirve casi cualquier macho, pero las mujeres maduras, que saben ya lo que se traen entre manos, necesitan que un macho les dé la medida. Pues la carnada lo mismo, tiene que estar a la altura del pez que quieres capturar, porque si no éste pasará por su lado sin ni siquiera mirarla. Lo más importante es que sea fresca, que al pescado que va a picarla le huela a viva. La mejor carnada es la pota o el calamar, y luego la alacha en el Mediterráneo, la sardina aquí y en las costas de Africa y la caballa y el jurel en las Canarias. Y es tanto más buena cuanto más fresca, hasta el punto que durante muchos años, pescando en las Canarias, yo y algunos otros barcos marrajeros hemos llevado a bordo un arte de traíña para capturar nuestra propia carnada de caballas, frescas como si todavía estuvieran saltando.
En cuanto a la jarcia, y llamamos así al conjunto de anzuelos, sedales, líneas y elementos auxiliares que integran un palangre de marrajera, podría pasarme meses hablando de ella. La jarcia es como el violín que toca las notas clave en esta complicada orquesta que es la pesca. Y dentro de la jarcia, la parte más crítica en el caso de la marrajera es la brazolada, el trozo de alambre o de plástico que une cada anzuelo con la madre del palangre, que es a su vez la línea horizontal que, en la superficie de la mar, forma su columna vertebral. Porque cuando se cala
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Un palangre de marrajera enrollado ensu canasta |
un palangre en la mar para iniciar la pesca, los anzuelos van enterrados en la carnada, y el pescado no puede verlos, pero a los sedales que unen estos anzuelos a las brazoladas, a estos sedales, digo, si no están bien hechos y mantenidos, el pescado sí los ve, y si le resultan sospechosos huye de ellos y no pica el anzuelo.
¿Qué debe tener un buen sedal? Para entendernos, los sedales pueden ser de alambre o de hilo de plástico, al que los viejos llamamos tripa. Los de alambre son resistentes y flexibles, pero el pescado puede verlos en noches de luna, y huir de ellos. Los de tripa, cuando nuevos, no deben ser blancos, sino transparentes, porque a los blancos también los delata la luna. Y los buenos sedales de tripa transparente tienen que cambiarse con frecuencia por otros nuevos, porque la intemperie los deteriora con rapidez, aunque el pescador no llegue a verlo. Le va sacando la permanencia en la mar a las tripas una pelusilla microscópica que, como tal, es rugosa, con lo que da arda, es decir, excita la fosforescencia de las aguas que la rozan, y así la jarcia se enciende con el movimiento, por suave que sea, de la mar, o por lo menos echa chispas aquí y allí, y el pescado, extrañado, huye. Todo esto no lo ven, o no lo quieren ver, muchos pescadores malos, por perezosos. Se extrañan de que ellos no pescan mientras que otros sí lo hacen en las mismas aguas, le echan la culpa a su mala suerte, o al destino. Y sin embargo, no renuevan su jarcia hasta que no pasan tres, cuatro o cinco meses de pesca, cuando una jarcia debe cambiarse como mucho pasado un mes. Esta es una lucha constante que yo mantengo con mi yerno, el que patronea el Gabriela y María y es uno de los mejores marrajeros de la flota pesquera andaluza. ¡Mira que es inteligente! Y trabajador, obediente y respetuoso conmigo. Pero luego quiere hacer con la jarcia lo que le da la gana. Aquí me paso yo la vida, en este almacén que me he preparado con el exclusivo objeto de montar jarcia nueva, ayudado por mi sobrino, para que mi yerno en nuestro barco pueda cambiarla todos los meses. ¡Y qué trabajo me cuesta! Porque a veces pasa que la gente joven, más lista y muchísimo más instruida que nosotros, sabe demasiadas cosas, que le tapan lo esencial. Y lo esencial en el trabajo de un marrajero es el cuidado de su jarcia, nunca me cansaré de repetirlo.
En lo que se refiere al barco, poco hay que decir. Tiene que ser capaz de llegar a donde haga falta, es decir, donde está el pescado o donde puede venderse mejor, en el tiempo adecuado, ni más ni menos. Para conseguirlo, tiene que ser un barco fuerte y marinero, capaz de sobreponerse a los malos tiempos, por lo menos de aguantarlos, tiene que tener una nevera en condiciones, que no pierda frío y conserve fresco el pescado, y un buen motor, que no le falle nunca, porque el motor es el alma de un barco de pesca. Esto lo saben bien los marrajeros, quizá mejor que nadie. El Las Llanas era un barco extraordinario, y el Gabriela y María lo es todavía mejor. Como lo son, en general, los barcos marrajeros entre el conjunto de los pesqueros andaluces. Un buen pescador no puede ahorrarse en su barco ni un céntimo. Su barco es su vida, la de hoy y la de mañana.
Vuelvo ahora al asunto de la suerte, que el pescador la necesita sobre todo para encontrar el pescado. Yo no creo en la suerte como un elemento importante en la vida de un buen pescador. La suerte es el remedio de los perezosos. Siempre hay pescado en la mar, porque es muy grande y paridora, y un pescador de verdad tiene que ser capaz de encontrarlo allí donde esté.
¿Hay reglas? Algunas sí que hay, derivadas de la experiencia de años de profesión, propios o de tus padres o abuelos. Y en los barcos más modernos, como pueden ser esos grandes marrajeros congeladores gallegos o japoneses que pescan por todas las mares del mundo, reglas derivadas de la ciencia, los satélites y todos esos inventos que circulan hoy día por el mundo.
Así por ejemplo, en la pesquera del atún rojo y la aguja palá en el Mediterráneo, que los barcos marrajeros hacemos durante el verano, yo he observado que cuando empieza la temporada, hacia mayo, que es cuando el pescado está entrando, suele hacerlo por el lado africano de la mar, y es más provechoso calar en las costas argelinas, mientras que a medida que avanza el verano se va cogiendo más y más pescado en las Baleares o en Alicante o Cartagena.
Otra regla es la de la limpieza de las aguas. Para que haya los grandes peces que nosotros pescamos, los cueros de todas clases, tintoreras, majarros, jaquetones, pejezorros, cornúas, las agujas palás y los atunes, las aguas tienen que estar lo que nosotros los marrajeros llamamos buenas, es decir, claras, transparentes. Que no lo están cuando ha habido grandes temporales que han removido los fondos, enturbiándolo todo, o cuando ha llovido mucho en las sierras y los ríos bajan y desembocan en la mar cargados de agua de monte, barrosa y sucia, o en otras circunstancias que nosotros no comprendemos bien, como pasa muchas veces durante los veranos cerca de las costas saharianas, porque la mar sigue y seguirá estando llena de misterios.
Otro factor dicen los biólogos que es la temperatura de las aguas. Quizá. Pero nosotros los marrajeros de fresco, ni la medimos ni tenemos bases costeras que nos hagan los pronósticos de dónde puedan estar las manchas de agua más fría en las que podría concentrarse el pescado. Lo que sí sé yo por experiencia es que a veces estás calando tus palangres durante días y solo hay pescado en una zona perfectamente delimitada, de manera que aquellos palangres de tu jarcia que se quedan fuera de ella no pillan nada.
Y finalmente está la naturaleza del fondo de la mar, ese que es la fuente de toda la vida que se acumula sobre él. Para el pescador, el fondo es un amigo fiel, que nunca lo engaña, mientras que las aguas y los vientos son amigos fáciles, que lo engañan o le fallan cuando menos puede esperárselo. El pescado tiene preferencias en cuanto a los fondos marinos, de eso no me cabe duda. El que pescamos nosotros los marrajeros gusta de estar en los cantiles de los secos o de los pozos, y en la cercanía de las islas. De manera que para esto sí pueden servirle a los marinos instruídos, como es el caso de Rafael, las cartas marinas.
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Pez espada, llamado por los pescadores andaluces aguja palá, saltando en la mar |
¿Tiene algo que ver la suerte con la superstición? Es decir, ¿puede comprársele la suerte a una santa? No lo creo, aunque hay mucha gente en la mar que sí, quizá por lo dura que es, y sobre todo que puede llegar a ser, la vida. En cuanto a mí, José el Bartolé, si alguna vez me han llevado a una santa, que lo han hecho, nunca he querido que me eche las cartas. Yo no creo en eso, y tampoco quiero preocuparme por lo que puedan decirme, porque solo creo en mi trabajo. Ahora bien, sí he aprovechado la ocasión para hacerle a la santa algunas preguntas concretas, como dónde va a estar el pescado este año, cuándo llegará, por dónde lo hará, aunque no sea más que por escuchar una opinión más.
De peligros y malos momentos no recuerdo muchos, porque la mar, al menos conmigo, no ha sido mala. El peor: aquél golpe de mar que cogió a Las Llanas cuando, intentando huir de un temporal que acababa de desatarse, quise refugiarme en el canal resguardado del norte que separa Lanzarote de la Graciosa. Navegábamos ya hacia España, después de un turno de pesca en aguas de La Palma. Habíamos rebasado el banco de la Concepción cuando entró el mal tiempo del norte. Una traíña que navegaba delante nuestra arrumbó al sur para refugiarse detrás de la Graciosa, y yo, aunque no conocía bien aquella zona, la seguí. Me dijeron por radio que allí había buen abrigo, pero aquel día aprendí que ante el mal tiempo, si uno no conoce bien una costa, las aguas más seguras son las de alta mar. Se hizo de noche antes de llegar al abrigo, y vi de pronto ante el barco una marrajá, es decir, un romper de las olas, que me preocupó muchísimo. Supe que tenía que volverme a la mar de la que había venido, viré para hacerlo y me puse al sureste, de costado a las olas. Como, cerca ya de la orilla, la profundidad de las aguas había bajado mucho, las olas habían crecido en tamaño, y empezaban a romper. Un golpe de mar asesino, de esos que se han llevado al fondo muchos barcos, se nos echó encima y reventó sobre nosotros con una fuerza aterradora. Creí por unos segundos que estábamos hundiéndonos, porque el agua inundó el puente desde el que yo intentaba gobernar el barco. Éste, aunque muy escorado, salió por el momento del mal trance. Entonces tuve la inspiración de pedirle al motorista más máquina, toda la máquina, repitiendo una y otra vez los tres timbrazos que significaban “avante”. Alguien me había dicho que eso hacía que un barco se achicara antes del agua que lo había invadido, quizá porque a más velocidad el barco cabalgaba sobre las olas en posturas más abruptas, que facilitaban la salida del agua. Y así fue. Las Llanas se salvó, aunque la antena del radar, situada en todo lo alto del puente, se la había llevado la mar, y toda la borda de babor también. Fueron aquellos los peores momentos de mi vida marinera, la única ocasión en que pasado el peligro, alguno de mis hombres, quizá el cocinero o el patrón de papeles, que no me acuerdo, me obligó a beberme un vaso grande de agua con whisky.
Pero puedo decir que la tierra es más peligrosa que la mar, a causa de los malos abogados, los mafiosos, las hipotecas y las trampas, entre otros. Una tierra en la que he procurado entrar lo menos posible, y eso que me he pasado buena parte de mi vida cruzando por delante de ella, ha sido Marruecos. A veces, por causa de mal tiempo o averías, no he tenido otro remedio que arribar a puertos como Casablanca o Tánger, y allí me he visto obligado a pagarle al mafioso de turno para no tener problemas durante mi estancia. Nunca he tropezado con las patrulleras moras, porque desde que se pusieron farrucas, siempre que iba a los caladeros canarios o saharianos arrumbaba hacia San Vicente para doblar hacia el sur bastante por fuera, al mismo norte de las Canarias, ya que al fin y al cabo antes o después había que llegar tan al oeste para sobrepasar los cabos de Jubi y Bojador. Pero para decir la verdad, el moro más peligroso que me he topado en mi vida fue en Bilbao hace pocos años, cuando fuimos a ver a nuestra hija para comprarle el traje de novia, que un morico se nos acercó en la calle por la noche, me preguntó la hora, y cuando se la di, me estrechó la mano como para agradecérmelo y tiró de mí para derribarme, a la vez que me pedía el reloj y la cartera. Lo que le di fue un atragantón del que salió corriendo.
El mundo de la pesca está cada día más difícil. Hay menos pescado, que además no se paga bien, porque los intermediarios quieren quedarse con todo, el gasoil sube, tenemos barcos nuevos y potentes que nos han cargado de trampas, en fin, para qué seguir. La gente joven no quiere ir a la mar, y sobre todo son sus mujeres las que no aguantan que vayan. No hay un muchacho al que le guste la mar que su novia le soporte que esté más de tres meses fuera de casa. En mis tiempos éramos más sufridos, pero no por eso nos sentíamos menos felices. En los puertos es cada día más difícil encontrar marineros experimentados, y los barcos tardan a veces semanas enteras en completar sus tripulaciones para poder salir a la mar. Así vienen los tiempos. Por otro lado, dos de mis nietos quieren ser ingenieros navales, y otro apunta para artista pintor. Uno de mis hijos trabaja en una lancha guardapesca de la Junta, otro en un remolcador, con lo que duermen todas las noches en su casa. Todo esto es bueno. Mi yerno, sin embargo, es como yo. Le gusta ser marrajero, le gusta la mar, y es, como ya he dicho, un patrón de primera, uno de los mejores de toda la flota marrajera. En esta vida tiene que haber de todo. Yo a mi yerno lo quiero como a un hijo. Por eso estoy aquí, entrampado hasta las cejas con el Gabriela y María, armando palangres y brazoladas nuevos para que mi yerno pueda cambiar la jarcia todos los meses. Esta es mi vida.”