Es propio de la condición humana el tener que enfrentarse con la desgracia, antes o después, a lo largo de la vida. Y propio de ella es asimismo el intentar comprenderla, en el sentido de averiguar cuáles son sus orígenes, causas y justificaciones.
En tiempos antiguos, cuando los humanos eran todavía muy ignorantes pero también eran ya profundamente racionales, los orígenes de la desgracia estaban puestos en los poderes ocultos, que se extendían desde los dioses, generalmente benefactores, hasta los demonios más malignos. Estos poderes, opuestos en sus naturalezas buena o mala, luchaban por causa de ello entre sí, en el misterioso más allá del espacio y el tiempo, donde residían. Pero estas luchas se reflejaban inevitablemente en nuestro mundo, que al fin y al cabo no era más que un pliegue minúsculo en la gran túnica de la realidad, o un reflejo del inmenso universo de los espíritus.
Todo lo que acontecía en nuestro mundo no era sino la proyección en el plano real de movimientos que tenían lugar en el más allá, donde fuerzas espirituales animaban a masas espirituales a entrechocar unas con otras. Todo, es decir, también la desgracia. De manera que si algún humano estuviera dotado de poderes que le permitieran comunicarse con el mundo de los espíritus, este humano podría intentar neutralizar con sus palabras mágicas las desgracias que se estaban abatiendo sobre nosotros o, en dirección opuesta, llamar la atención de fuerzas malignas hacia nuestro bienestar, de manera que nos inundaran de desgracia.
Este era el entorno de la magia. Un mago era alguien capaz de controlar los efectos que en nuestro mundo real tienen las luchas entre las fuerzas antagónicas del mundo espiritual. Los dos poderes más importantes de un mago eran la hechicería y la adivinación. Mediante la primera, el mago era capaz de inducir efectos malignos sobre sus enemigos o neutralizarlos sobre sus amigos. Mediante la segunda, el mago era capaz de prever el futuro, es decir, de destruir la barrera con la que el tiempo limita nuestras vidas, las ciega.
A medida que la humanidad fue progresando o, dicho de forma más realista, navegando en el océano de su historia, hizo una serie de hallazgos que la liberaron de alguna manera de este mundo supersticioso de lo mágico.
El primer gran hallazgo, sin duda el más importante, fue el del Dios único, un Dios que estaba muy por encima de ese universo tormentoso de lo mágico y lo mitológico, pero que se comunicaba con cada uno de nosotros, y esa comunicación, misteriosa e impredecible, podía llegar a ser lo más importante de nuestras vidas.
El segundo gran hallazgo fue el de los filósofos, que comprendieron que el humano racional era un constructor infatigable de paradigmas y utopías, y que apoyándose en unos y otras podía intentarse mover el mundo, en el camino de hacerlo más feliz.
El tercero fue el de los científicos, que se dieron cuenta de que lo verdaderamente importante para enfrentarse efectivamente con la desgracia no era llegar a saber cómo era el mundo, sino simplemente cómo funcionaba.
En nuestro tiempo, todas estas herencias culturales viven mezcladas en aparente confusión, pero manteniendo cada una su identidad, agregadas unas a otras, no disueltas unas en otras. Y muy en particular, porque es el caso que nos interesa, están presentes entre la gente de la mar.
En cualquiera de los barcos pesqueros que hemos visitado en esta serie coexisten todas esas herencias. El barco puede llevar amuletos mágicos, aliñados por brujas o santas, escondidos en sus rincones más ocultos o pintados como ojos en sus amuras. O una imagen de la Virgen del Carmen en el puente, o algunas estampas de la Madre de Dios en los mamparos de las literas. Convicciones políticas de izquierda o derecha conviven desde las cabezas de sus distintos tripulantes. Y un montón de tecnología, en forma de aparatos medidores o de conocimientos de sus patrones, controla y anima el faenar diario. Porque un barco pesquero es, en definitiva, un microcosmos de la entera condición humana, y si algo tiene de particular es, por una parte, la ausencia de la mujer, es decir, de la dulzura y la compasión abundantes, y por otra la presencia frecuente de la desgracia, dada la dureza imprevisible de un medio como el marino.
El entrechoque de estas distintas herencias tiene a veces efectos graciosos. En un barco marrajero patroneado por un gran amigo mío, convivían un patrón de papeles ateo hasta la médula de sus huesos, con bastantes marineros muy supersticiosos. Naturalmente, en el trabajo diario en la mar quedaban superadas estas diferencias. Pero a veces, cuando pasaban días en los que la pesca no iba bien, los marineros supersticiosos empezaban a presentir malos designios o malos rollos de fuerzas misteriosas, y el patrón de papeles ateo empezaba a aburrirse. Entonces podía suceder que el ateo, cuando estaban todos comiendo alrededor de la bancada, trepara al palo mayor y dirigiéndose al cielo empezara a gritar:
- ¡Dios!... ¿Dónde estás?... ¿Qué haces?, pero sobre todo, ¿qué de malo te hemos hecho nosotros a ti?... ¿No dicen que eres infinitamente bueno e infinitamente poderoso? Pues si es así, ¿por qué no permites que pesquemos algo, de manera que podamos ganarnos la vida?... ¿O es que acaso no eres tan bueno o tan poderoso como algunos se creen?
Los marineros supersticiosos lo escuchaban aterrorizados, pensando que estaba blasfemando, y en cuanto podían se quitaban de en medio.
Hay, en efecto, gente supersticiosa en la mar, quizá mucha. La gente simplemente religiosa, o filosófica o científica, que también la hay, es más fácil de entender. Estando convencido de que no se puede trazar un retrato completo de la gente de la mar sin considerar esa cuarta cultura de lo supersticioso, lo mágico, lo ancestral, que pervive con mucha salud en los barcos pesqueros, he querido conocer el punto de vista de una relatora de la misma, una persona a la que los pescadores acuden en busca de ayuda en esta dimensión de lo mágico.
Para ello he visitado a la que muchos considerarían una simple echadora de cartas. La he elegido porque sé que acude a ella mucha gente de la mar, patrones y armadores de barcos pesqueros, en busca de ayuda, es decir, que tiene una cierta especialización funcional en ese mundo de las aguas profundas y lejanas.
Vive en una ciudad grande, y se desenvuelve como podría hacerlo un médico en su consulta particular. He llamado por teléfono para solicitar una cita, y sin preguntarme nada más que mi nombre, me la han dado para un mes después, porque la lista de espera es abultada. Cuando por fin ha llegado la fecha, he viajado hasta allí. A primera hora de la mañana me he dirigido hacia la consulta, que está en un edificio lujoso del centro comercial de la ciudad. En la sala de espera está una mujer mayor, de aspecto pueblerino, que ha entrado a verla antes que yo y ha salido pronto.
Luego he pasado a su despacho, y me he encontrado con una mujer de edad mediana y aspecto agradable y educado, que me ha hecho sentarme frente a ella en una mesa circular. Las paredes del despacho están cubiertas de diplomas y algunos cuadros con motivos religiosos, y en una esquina próxima al balcón que da a la calle hay una mesa rectangular, una verdadera mesa de despacho de aspecto profesional, mientras que la mesita circular ante la que nos hemos sentado, con faldas de camilla y dos sillas, ocupa el centro de la habitación.
Carmeluchi, porque ese es el nombre ficticio que voy a darle, me ha invitado a sentarme ante ella y me ha dicho que tengo buen aura, que soy una persona a la que le interesa filosofar, escribir, hacer el bien a los demás. Le he hablado entonces de forma muy general acerca de que estoy trabajando en un libro sobre la gente de la mar, e intento documentarme en todos sus aspectos, uno de ellos éste, porque me han dicho que muchos pescadores acuden a ella.
Me ha contestado amablemente que en efecto es así, e inmediatamente ha cogido la baraja de Tarot que tiene ante sí y ha hecho ademán de empezar a echarme las cartas. Pero le he dicho, con cierta brusquedad derivada de mi nerviosismo, que preferiría que no lo hiciera. Ella se ha quedado algo sorprendida, con la baraja todavía en la mano. Le he explicado que preferiría que respondiera, si le parece bien, a un cuestionario que he preparado. Lo comprende inmediatamente, me dice que sí, deja la baraja en la mesa y espera mis preguntas con la misma actitud amable que ha mantenido desde el principio. Con esta estructura de entrevista mantenemos una larga conversación, que resumo en el texto que sigue.
Carmeluchi empieza por decirme que la naturaleza, y hablando de modo más general todo el universo, es una mezcla de fuerzas positivas y negativas, que se oponen y luchan entre sí. Y que lo mismo sucede en la mar, como parte de aquélla que lo es. Estas fuerzas positivas y negativas se distribuyen de forma aleatoria a lo largo y lo hondo de las aguas y sus fondos. Existen zonas peligrosas, por diferentes causas, por su magnetismo, porque supuran un magma extraño, por otras razones conocidas o no, en las cuales los hombres de la mar y sus barcos pueden sufrir daños. En contraposición, también hay zonas buenas, positivas y beneficiosas, donde la gente de la mar puede encontrar salvación o, muy frecuentemente, buena pesca.
La gente de la mar busca el consejo de personas como ella. También la ayuda o la protección que pueden derivarse de cosas dotadas de poderes positivos, como el cuarzo, la ruda o el romero, adecuadamente manejadas por ella. Pero teniendo en cuenta que se trata de gente cuya vida es difícil e incierta, lo que busca no son consejos generales o consuelo, sino soluciones a sus problemas prácticos. Que son de dos grandes tipos. Primero, acerca de las fuerzas positivas: dónde está el pescado, por dónde va a entrar este año, qué oportunidades pueden surgirme en el futuro que no puedo dejar de aprovechar, etc. Segundo, relacionadas con las fuerzas negativas: cómo saber si alguien me está queriendo hacer daño, y a partir de ahí cómo prevenirlo o remediarlo.
Así, muchos armadores le piden a Carmeluchi que prepare cristales de cuarzo para proteger a sus barcos, llevándolos incrustados en alguna parte del puente. En barcos que atraviesan una etapa sostenida de mala suerte, se puede quemar romero para purificarlos. Y cualquier barco debe llevar siempre algo de sal, porque protege contra el mal.
En cuanto a los seres humanos, está claro que, lo mismo que el resto del universo, podrían describirse como campos de batalla de fuerzas positivas y negativas. De manera que, en un intervalo de tiempo o ante unas circunstancias dadas, hay humanos que se comportan bien y otros que lo hacen mal, y en períodos más largos, como el conjunto de toda una vida, hay humanos a los que puede calificarse de buenas personas y otros que son mala gente. Esta gente mala, si te cruzas en su camino, sabiéndolo tú o no, está dispuesta a lo que sea para castigarte, haciéndote daño, y acude a donde sea preciso, a los ámbitos más oscuros y tenebrosos, para comprar ese poder mágico capaz de hacerte maleficios que te traigan la desgracia. Estas amenazas hay que ser capaz de prevenirlas, o detectarlas y curarlas. Y ella es capaz de hacerlo, más aún, ella practica eso que algunos han llamado magia blanca o benéfica, sanadora y liberadora, en contraposición a la magia negra, maléfica, que hacen otros que también andan por las calles y tienen consultas abiertas.
Entramos en el mundo de los conjuros, en los que se utilizan viejas recetas, siguiendo aquella antigua regla mágica de que en nuestro mundo real hay objetos y estructuras que poseen semejanzas misteriosas con otros del mundo trascendente, de tal modo que podemos mover a estos últimos moviendo a los primeros. Aquí es donde se utilizan el cuarzo, la ruda, el romero, la sal, que ya ha mencionado, junto con otros muchos elementos.
En lo que se refiere a la adivinación, que incluye tanto la capacidad de ver lo actualmente escondido como de prever el futuro, ella tiene una capacidad de adivinar intrínseca a su persona, con la que ha nacido. No sabe por qué, pero sí que la tiene, como intentaré explicar después. Esto es lo que muchos llaman poderes, una gracia misteriosa en la que radica todo el proceso adivinatorio. Carmeluchi utiliza las cartas del tarot, pero no porque haya en esta cartas nada sobrenatural, sino como un puente, un vehículo, entre ella y la persona a la que le está adivinando el presente o el futuro. Las cartas hacen más fácil la relación con la persona analizada, la convierten en menos temerosa, le permiten abrirse más, sin sentirse en manos de la adivina. Eso es todo.
De entre la gente de la mar, ¿quiénes y cómo son sus clientes? Pues hay de todo. A veces acuden los propios hombres de mar, sin acompañamiento, pero hoy día es más habitual que lo hagan con sus mujeres, o que éstas vengan solas, a hacer consultas importantes para su hombre, incluso consultas que solo son importantes para ellas mismas, aunque muchas veces en relación con su hombre. También es frecuente, en lo que se refiere a la gente de la mar, que vengan a la consulta juntos los varios dueños que comparten la propiedad de un barco, cuando se trata de plantearse un problema del que el barco es el protagonista, que puede ser, por ejemplo, cuando se sospecha que es el barco el que está sufriendo los efectos de un maleficio dirigido específicamente contra él. Y en estos casos puede venir a la consulta bastante gente, varios miembros de una familia, o de dos familias distintas cuando éstas son copropietarias de un barco, lo que es frecuente.
Finalmente me habla de sus poderes, que como ya me dijo son innatos. ¿Por qué cree ella que los tiene? Desde chiquitita notó que los tenía, se encontró con ellos, eso es lo que había. Y me cuenta para hacérmelo comprender algunas anécdotas de cuando era muy pequeña, cinco o seis años.
Carmeluchi fue capaz de describirle a su madre las personas que había en la habitación cuando ella nació, con todo lujo de detalles, sin que hubiera ninguna posibilidad de que se hubiera enterado por nadie.
En otra ocasión, una noche se despertó asustada. Había tenido un sueño en el que doña Vicenta, una vecina y amiga de ellos, acababa de morir. Se levantó de la cama y fue y se lo contó a sus padres. El padre estaba diciendo que cómo era que la niña soñaba estas cosas, cuando sonaron unos golpes en la puerta y era la criada de doña Vicenta, que entraba para avisar que su señora acababa de morir, y que antes le había transmitido su voluntad de que su padre recogiera unos papeles que había dejado para él, y que no los cogiera su sobrina, sino el padre de Carmeluchi. Entonces la misma Carmeluchi le describió a su padre con toda precisión dónde estaban los papeles, que era en la mesa de un despacho, en el cajón central, y el tipo de pomo que éste tenía, y cómo había que darle a una palanquita escondida bajo la mesa para que el cajón se abriera, todo esto, naturalmente, sin que Carmeluchi lo hubiera visto nunca. Y resultó que los papeles eran un testamento manuscrito de doña Vicenta, desheredando a la sobrina y firmado por ella y su criada.
Este tipo de cosas son las que le han venido pasando a lo largo de toda su vida. Ha notado, simplemente, que tenía unos poderes de adivinación extraños, y aunque al principio no quería aceptarlo, ni ella ni sus padres, con el tiempo terminó acostumbrándose.
Le he preguntado entonces si cree que este tipo de poderes son heredables o no. Después de pensarlo un poco, me ha contestado que quizá lo sean. Pero que en los tiempos de su juventud, y más aún en otros más antiguos, el que tenía estos poderes procuraba olvidarse de que los tenía, y su familia lo mismo. Pues los consideraban cosa mala, cosa de brujería, fenómenos extraños e incomprensibles que, si eras consecuente con el hecho de que estaban en tu naturaleza, podían hasta llevarte a la hoguera. El caso es que ella vivió toda su juventud, en casa de sus padres, queriendo y viendo ignorar sus rarezas, hasta que siendo veinteañera decidió enfrentarse consigo misma y se marchó a Londres para estudiar parapsicología, lo que hizo cuando en España ni siquiera se había empezado a hablar de estas cosas. Y en la pared de su despacho veo unos diplomas acreditativos de estos estudios.
¿Qué nombre se da a sí misma? El de parapsicóloga. Eso no quiere decir que otras personas no puedan darse y de hecho se den nombres más tradicionales, como santa o sanadora, y que algunos de sus clientes la llamen también así. Pero ella se considera una profesional de la parapsicología, ni más, ni menos.
Por otra parte, no conoce a otras personas que desarrollen actividades parecidas. Se mueve en un entorno más profesional que el de las curanderas, adivinas, etc. Sabe que actualmente trabajan estos asuntos en España gente muy variopinta, entre los que los hay muy raros, como los satanistas, y otros que han venido de muy lejos con supuestas capacidades de brujería y andan por ahí haciendo cosas.
Finalmente nos despedimos. Quiero pagarle el equivalente a una sesión de tarot, pero se niega a cobrarme. Me desea mucho éxito con el libro que estoy escribiendo y me pide que cuando lo publique le mande una copia dedicada. Y que no mencione en ninguna parte del libro su nombre.
¿Qué más puedo añadir? La experiencia de conocer a Carmeluchi me ha parecido fascinante, sobre todo por la naturalidad y la coherencia que he visto en todo su testimonio. Yo no creo en estas cosas, porque no puedo hacerlo, pues no hay nada en mi experiencia personal sobre lo que apoyar una creencia de ese tipo, y creer de verdad en algo no es simplemente aceptar u obedecer, sino que implica una actitud positiva de búsqueda y encuentro.
Pero sé, porque lo he visto desde que tengo uso de razón y porque lo sigo viendo todos los días en la gente que me rodea, que los humanos de hoy, a pesar de que vivimos inmersos en una civilización tecnológica, en la que la ciencia está entronizada como la única diosa en posesión de la verdad, tenemos dentro de cada uno de nosotros un mundo secreto que está lleno de sueños y fantasmas, de presentimientos y convicciones no racionales, y que es el responsable, en una grandísima parte, de cómo intentamos mover nuestras vidas.
Y hasta presiento que este mundo mágico y sobrenatural es y será siempre nuestro último recurso, el único que finalmente, cuando todo lo demás se haya agotado o destruido, será capaz de ayudarnos a sobrevivir, o a morir en paz. Nuestro gran tesoro escondido.
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