El lenguaje es la marca de lo humano, lo que mejor distingue
a un Homo sapiens desnudo, sin
herramientas ni dinero, del resto de los animales. No por el lenguaje en sí
mismo, que no es privativo del hombre, sino por lo mucho que éste lo ha
complicado y cargado de valores simbólicos. Hay dos grandes divisiones en el
lenguaje humano, que siguiendo a Habermas podríamos llamar la instrumental y la
comunicativa.
El lenguaje instrumental, que es el de la ciencia, la
técnica, la medicina, la filosofía y el derecho, es normativo y unívoco. Un
texto hablado, escrito o leído en este lenguaje aspira a tener un significado único, aunque no siempre sea posible.El culmen de la instrumentalización
del lenguaje se da en la Matemática, de la que Galileo afirmó que usando sus caracteres
se había escrito el gran libro de la Naturaleza. La última aspiración de la
ciencia es la de poder describir esta Naturaleza y predecir su comportamiento con
un lenguaje estrictamente matemático.
Mientras que el lenguaje comunicativo, que es el de la
literatura, la religión y la vida cotidiana, es relativo y multívoco. Un texto
hablado, escrito o leído en este lenguaje puede tener múltiples significados,
dependiendo de cuál sea su contexto, es decir, del entorno total en el que ese texto
ha sido formulado.
Esta variante comunicativa del lenguaje ha sido concebida para
el diálogo, en el caso de un texto religioso entre la divinidad y el hombre, en
el de un texto literario entre el escritor y sus lectores, finalmente, en el de
la vida cotidiana, para la interacción entre dos o más personas que porque se
quieren, se odian, se estorban o se necesitan, tienen que comunicarse entre
ellas en todas las direcciones posibles.
La Literatura es un arte. Quizá en ella se manifieste con más
claridad que en ningún otro caso la condición multívoca de estos lenguajes comunicativos.
Imaginemos a un escritor escribiendo una novela. Ha concebido una trama
inicial, luego ha ido imaginando a sus personajes, más tarde les ha dado vida, así
hasta que llega el momento en que estos personajes maduran y se hacen dueños de
la novela, convirtiendo al escritor en un simple truchimán a su servicio.
Escribe y escribe éste, como un esclavo, acerca de acontecimientos que se van
sucediendo de forma más o menos desordenada o imprevista, según los personajes
lo quieren o los espectros fantasmales que se esconden detrás de los personajes
lo imponen.
Ahora bien, hay dos variantes en el arte de novelar.
En la novela como arte menor el objetivo del novelista
es entretener al lector, incluso ilustrarlo, ayudándolo así a que por la vía de
la simulación se ejercite en comprender mejor el mundo y la vida. El
calificativo de menor no implica que la novela considerada tenga poca
importancia, de hecho muchos de los best-sellers pertenecen a esta categoría.
Pero también hay un arte mayor de la novela. En este el
novelista aspira a que, lo mismo que en su momento los personajes de su novela
le arrebataron el poder, adueñándose de sus propios destinos, sean ahora los
lectores de esa novela suya los que se la expropien totalmente, y no solo al
escritor sino hasta a sus personajes, recreándola cada lector con su
imaginación y haciéndola así completamente suya. Esta es una tarea difícil y
ambiciosa, pero constituye el ideal a alcanzar de muchos novelistas,
ya terminen estos como mayores, menores o simplemente condenados al olvido.
Para conseguirlo, el novelista que aspira a escribir una novela mayor tiene que ser un verdadero artista. Eso es en principio un don, pero requiere además el esfuerzo descarnado del novelista, que debe llegar al límite
de sus fuerzas, dándolo todo para alcanzar sus ambiciones. Y también requiere suerte,
mucha suerte, pero de esa que favorece a los que están preparados para aprovecharla.
Todo esto obliga a que el lenguaje de la novela mayor tenga que ser comunicativo
hasta más allá del límite de lo posible, es decir, que acercándose de alguna
manera a los libros sagrados, el aparente lenguaje lineal de una novela mayor
esconda, superpuestos, contrapuestos, interpuestos, muchos lenguajes y
metalenguajes diferentes, muchas conversaciones y confesiones, muchas
sugerencias apenas desveladas, muchas metáforas y muchos secretos semienterrados,
de manera que el lector pueda hacer sus propios descubrimientos y construirse
su particular espacio entre tantos componentes, creando así su propia novela,
esa que quedará anclada en sus memorias y nunca olvidará.
Este es el caso de tres inmensas novelas mayores: “Don
Quijote” de Cervantes, “Los hermanos Karamazov” de Dostoyevski y “La
Metamorfosis” de Kafka. No voy a hacer una crítica de ellas, simplemente
reseñar que con Don Quijote nació la novela como género literario, que la de
los Karamazov fue quizá la novela más importante del siglo XIX, como la
Metamorfosis pudo serlo del siglo XX. Nada de esto tiene que ver con el tamaño.
Mientras que El Quijote ha sido, con sus 380.000 palabras, la novela más larga jamás
escrita, pese a que Cervantes era manco y escribía con plumas de ganso y a la
luz de un candil. Mientras que Los
Hermanos Karamazov fue también, con sus 298.000 palabras, una de las novelas
más voluminosas que se han escrito. La Metamorfosis, con sus 21.000 palabras, es sin duda la novela
mayor más corta, poco más que un relato por su extensión, aunque inmensa por su significado.
¿Qué tienen en común las tres que las hace novelas mayores? Contestar
a esta pregunta requeriría muchas páginas y unos conocimientos que yo no tengo.
Lo que sí puedo hacer es testificar que la lectura de cada una de estas tres novelas
me transformó, haciéndome un poco más humano y hasta más sabio o menos
ignorante. Me las apropié además, haciéndolas mías. Recuerdo razonablemente
bien El Quijote, mi Quijote, en el que Sancho Panza tiene una altura de héroe
tan destacada como la del Caballero Andante. Respecto a los Hermanos Karamazov,
una de esas larguísimas novelas rusas llenas de personajes todos ellos con
nombres imposibles, mis recuerdos son mucho más borrosos, pero sé que tengo la
marca Karamazov grabada a fuego en mis memorias, que por los vericuetos más
profundos de mi cerebro galopan unos hermanos así llamados que me transformaron
completamente, ayudándome a ver la vida más como es que como yo quisiera que
fuese. Finalmente Gregorio Samsa, el hombre/cucaracha héroe de La
Metamorfosis, me ayudó a entender para siempre la medida en que todos los
humanos, lo queramos así o no, estamos condenados, en lo más hondo de nosotros
mismos, a una soledad radical, sin la cual, por otra parte, no seríamos nada.
Naturalmente, hay muchas más novelas mayores dignas de
consideración, aunque yo no tenga ni el tiempo ni la sapiencia para siquiera
mencionarlas. Sucede lo mismo en otras artes mayores. Yo tengo incorporadas a
mi arquitectura vital algunas pinturas, como el Senecio de Klee o los
autorretratos de Frida Kahlo, algunas poesías, como las de Machado o León
Felipe, algunas sinfonías, como el Concierto para Violín y Orquesta de Mendelssohn,
algunas canciones, como las de Serrat. Todo ello forma parte de mi equipaje
esencial de peregrino por los caminos de la vida, ese del que nunca podré
desprenderme porque ha enraizado en mí.
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