Vivimos en estas 24 horas una situación mágica, en la que nos sentimos
muy próximos a lo que podría ser la culminación de nuestro tiempo y a la vez
su derrota definitiva. Todo ello porque este es el momento de cada año en que más próximos estamos del presente, un presente que por cierto no
es nada más que un ideal inalcanzable,
pero cuya cercanía nos ofrece por unas horas un
refugio libre de la pareja que nos esclaviza, el pasado con el futuro.
Esta situación mágica deriva de la partición
arbitraria del tiempo que tuvieron que hacer los grandes imperios para imponer
su autoridad. Los egipcios inventaron el calendario solar de 365 días y nada menos que Julio César
lo consagró definitivamente como medida
del tiempo del mundo, aunque siglos después la iglesia católica
romana, que entonces era el nuevo imperio de Occidente, lo modificó ligeramente en el calendario gregoriano hoy vigente. Cualquiera
de estos calendarios lo que mide y regula es el tiempo que nuestra Tierra tarda
en dar una vuelta alrededor del Sol. Lo regula porque lo divide en partes de
las que las más elementales desde un punto
de vista humano son la noche y el día, equivalentes al descanso y
el trabajo, el sueño y la vigilia, el tiempo onírico de nuestros subconscientes y el tiempo vigilante de
nuestros músculos y cerebros.
Pero como lo que establece nuestro calendario es un ciclo
circunsolar inacabable, hay inevitablemente un momento, éste que estamos viviendo ahora, en el que el final y el
principio se unen. Ese es el momento mágico, que dura aproximadamente
las 24 horas del día de Nochevieja/Añonuevo. Acabamos de dejar atrás
el año viejo pero todavía no hemos entrado plenamente en el año nuevo. El viejo ya no es, el nuevo no es todavía. Pero
el viejo es sin duda ya el pasado, como el nuevo es el futuro. Si no estamos en
uno ni en otro, ¿dónde estamos? Pues nada menos que en los alrededores del
presente.
Un presente que no siendo ni pasado ni futuro se reduce a
una abstracción, de la misma naturaleza que
el punto de la recta euclidiana, el cual, al ser solamente un punto, carece de
dimensiones, no siendo otra cosa que un ente ideal necesario para poder definir
a la recta.
Al menos eso es lo que el presente aparenta. Pero en
realidad es mucho más, aunque su verdadera naturaleza
es atemporal. El tiempo nos esclaviza, el presente es nuestra liberación de esa esclavitud. Alcanzar este presente es
nuestra aspiración más secreta y permanente, tan secreta que pasamos la mayor
parte de nuestra vida sin percatarnos de ella. Este presente, nuestro
particular presente, es una fuente de gozo y una puerta que puede darnos paso hacia
la misteriosa libertad del ser.
A veces, a lo largo de la vida, nos tropezamos con nuestro
presente, lo que siempre tiene lugar como una sorpresa. Este presente
inesperado puede estar escondido en el amor o en la contemplación.
1).- En el rapto de amor, que puede nacer de un beso o del ensimismamiento que resulta de una
caricia o incluso de la gota de placer nervioso con la que la especie nos
remunera por nuestro trabajo para perpetuarla. El presente también se nos aparece en la muerte, en el momento de morir, quizá por eso Georges Bataille encontraba tan próximos el erotismo y la muerte, como Freud encontraba emparentados
a Eros y Tanatós. También, si es que existe otra vida después de la muerte, la del cielo/infierno judeocristiano o el nirvana budista, la
eternidad que le corresponde solo puede ser atemporal, es decir, alguna forma
inimaginable de presente.
2).- En el éxtasis místico, ese que tantísimos pocos han sido capaces
de vivir en Oriente como en Occidente como en la América chamánica, donde el presente es el
fruto del recogimiento y consiste en una puerta que se abre súbitamente y que, permitiendo al místico liberarse de su pasado y su futuro, lo introduce en
un ámbito donde no existen ni el
espacio ni el tiempo tal y como los intuimos los humanos… un inmenso, universal ámbito
de encuentro.
Pero la enumeración anterior no es exhaustiva. Quién sabe dónde, cuándo y cómo puede hacernos su aparición
el presente… solo sabemos que cuando
situados mágicamente en él nos liberamos por fin del tiempo, de ese Cronos
insaciable que camina sobre sus dos patazas, pasado y futuro, dejando por fin
de ser sus esclavos y de soportar que nos devore (nos coma vivos) sin descanso.
El presente, en tanto estemos sometidos a Cronos, no puede ser otra cosa
que un tránsito fugaz. Nos evadimos del
tiempo para volver enseguida a él, eso sí, transformados misteriosamente y para siempre, tanto más cuanto más voluntad pongamos en vivir
este tránsito, que es un rapto.
Quizá sea algo de eso lo que puede sucedernos, a destellos y chispazos, en estas horas mágicas del Añonuevo.
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