Jordi Pujol el 26 de Septiembre de 2014, declarando en el Parlamento catalán
acerca de sus irregularidades fiscales (foto de "El Pais")
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Jordi Pujol. Ecce homo.
Hace unos días confesó su corrupción galopante y ayer se presentó en el Parlamento
Catalán para dar explicaciones. Los gestos de estas seis fotos publicadas por "El País" hablan de su intervención allí
más que mil palabras. Helo ahí convencido de su inocencia, más aún, de la
justicia de su causa. ¿Arrepentimiento? Quiá. Sus gestos son patriarcales, llenos de
autoridad y de seguridad en sí mismo, de santa indignación y majestad. Unas imágenes
que solo pueden calificarse de patéticas. Él se siente el representante de
Cataluña, el gran padre y promotor de la causa independentista. Estoy seguro de
que ha sido capaz de engañarse a sí mismo lo suficiente para llegar a autoconvencerse
de que si evadía impuestos y robaba comisiones
abusivas, si se comportaba como un gran padrino, lavando y almacenando junto a
sus hijos, en los rincones piratas del mundo, una fortuna de miles de millones de euros, lo
hacía por Cataluña. Todo por Cataluña, diablos, todo, sí. Al fin y al cabo, ¿acaso
Cataluña no era sino él mismo, sus hijos, su gente, su estirpe? Cuando uno
llega a convertir aquello a lo que cree servir en una parte de sí mismo deja de
ser un servidor y se transforma en un amo. Le ha pasado a tantos y tantos a lo
largo de la historia del mundo…
¿Cómo me atrevo yo a hablar así
cuando este hombre no ha sido todavía juzgado? Me baso para hacerlo en su
propia confesión pública, él mismo se ha acusado, sin que nadie sepa bien por
qué lo ha hecho. Además, si espero para calificarlo a la acción de la justicia,
ja, si espero como ha hecho durante tantos años tanta gente que a la vista de
los abusos que Pujol representaba miró para otro lado, si lo hago, me convierto
inmediatamente en cómplice de esa causa del disimulo y el olvido, que
creyéndose la causa de la prudencia es en definitiva la de la cobardía. Y no es
que yo me crea valiente, ni muchísimo menos, sino que esta vez no quiero llegar
tarde.
¿Es España un país corrupto? Hay ya demasiados casos gigantescos de corrupción para que no sea
relevante esta pregunta. El de Pujol es solo el último. Está la corrupción de
los políticos y sindicalistas de Andalucía, el caso Gurtel en Madrid y Valencia,
la corrupción a través de la violencia en el País Vasco, tantos otros casos de
menor alcance. Esta corrupción conocida afecta solo a la clase política, sea
cual sea su ideología, desde socialistas hasta conservadores o nacionalistas.
Pero ¿acaso no son tan corruptos como estos políticos los empresarios que
dieron el dinero para corromperlos, o la gente de a pie que aceptó prebendas y
prácticas financiadas con un dinero sucio?
Sin embargo, yo no creo que
España sea un país más corrupto que la USA de los años de la Ley Seca, cuando
Al Capone reinaba en Chicago, ni que la Italia de la Camorra y la Mafia, ni que
la Alemania de los primeros años de Hitler, cuando los inválidos y los
deficientes mentales desaparecían de las pequeñas ciudades sin que nadie dijera
nada, ni que la Rusia de las purgas estalinistas o la de la autocracia de la
Nomenklatura. Lo que a mí me parece que le pasa a España es que la democracia
no está todavía suficientemente consolidada y ello por una causa
principalísima: porque la Justicia no es suficientemente poderosa ni
independiente.
La Justicia española depende en
exceso de lo que los políticos quieren que sea. Y es manifiesto que quieren que
sea débil. Ya lo confesó así Alfonso Guerra, uno de los prohombres socialistas
de los comienzos de nuestra democracia, cuando dijo, si no con las palabras (eso
afirma él) sí con los hechos de la
reforma de la ley del Poder Judicial, que “Montesquieu ha muerto”. Es una
justicia de jueces-funcionario carentes de medios, que se limitan a administrar
como buenamente pueden el cumplimiento de unas leyes enmarañadas y complicadas
como las lianas de una selva tropical, unas leyes que junto con sus reglamentos
llegan a hacerse incumplibles. Es la Justicia de esa España en la que las
ventanas de las casas están enrejadas para que no entren los ladrones, y las
calles cruzadas por badenes de cemento que destrozan los coches de todos para que los de algunos jovenzuelos gamberros no
corran demasiado, en la que terroristas que han asesinado a muchos se pasean
tranquilamente por las calles después de haber cumplido unas condenas cortas.
Esa España con una Justicia débil
cultiva para sobrevivir su individualismo congénito. Aquél del que extrae
desvergüenza suficiente para enchufar a su hijo o al novio de su hija o a algún
pariente próximo sin escrúpulos, saltándose los méritos de otros candidatos
mejores. Donde las corporaciones de médicos, abogados, arquitectos, ingenieros,
se protegen de los intereses de los de fuera con un espíritu gremial,
defendiendo ciegamente hasta al más incompetente de sus miembros. En la que el
ideal de muchos jóvenes es sacar unas oposiciones de funcionario público para
tener un sueldo seguro, aunque pequeño, durante toda su vida. La inmensa
mayoría de los españoles pirateamos libros, canciones y películas de Internet,
hacemos lo posible por no pagar el IVA, nos colamos si podemos. En definitiva,
cultivamos un espíritu de supervivientes.
Esa España es la que hemos
heredado lo mismo que la heredaron nuestros padres, una España vencida,
asustada, escéptica, profundamente individualista.
Pero a la vez es una España en la
que la gente es capaz de apretarse el cinturón con sobriedad espartana y sabe
trabajar duramente, en la que la solidaridad familiar es ejemplar y se extiende
fácilmente a una solidaridad universal. Una España que está llena de
aventureros y de gente esforzada, valiente y auténtica. En la que abundan los
poetas y los hacedores de canciones. Una España hermosa y profunda.
Por eso, señores y señoras
políticos, que no sois más que una parte de nosotros mismos, de la gente de a
pie, poneros las pilas y reconstruir una Justicia suficientemente fuerte para
que España y los españoles sean una parte del Mundo en la que quien marque y
controle las reglas del juego sea una sólida autoridad moral. Esa de los
imperativos categóricos kantianos, una Justicia sobria, rigurosa y poderosa, pero por encima de todo suficientemente justa, en la que no haya más que el sitio justo para
el arrepentimiento y el perdón.
Os aseguro que si lo hacéis así os encontrareis
con un pueblo espléndido, capaz de hacer frente, como ya lo ha demostrado
muchas veces, a los mayores desafíos.