Cuando aquél hombre se despertó aquélla madrugada no podía
sospechar lo que le esperaba.
Llevaba varios días trabajando intensamente en una aventura
de esas que valen la pena porque son imposibles.
Insomne, se levantó de la cama, caminó vacilante hasta su
mesa de trabajo, escribió algunas cosas, dibujó otras, en definitiva pensó como
lo había venido haciéndolo últimamente, hasta la extenuación.
Luego se acostó de nuevo, esperanzado en que ya podría
atrapar al sueño.
Pero lo que lo atravesó fue una visión.
Sintió como si se asomara al balcón que se abre al universo
entero, al universo en toda su inmensidad. En el seno de una oscuridad tan
infinita como la de una noche fresca de verano sin luna, vio de cerca
multitudes de estrellas y nubes de polvo cósmico, coloreadas con tonos
inimaginables.
Pero lo que le sorprendió, casi lo aterró, es que aquel
balcón también se abría hacia dentro de él mismo, hacia su infinito universo
interior. Y vio su cerebro, quiero decir un trozo minúsculo de su tejido
cerebral que a la vez no tenía límites, recorrido por infinidad de venas
luminosas, chispeantes, llenas de vida y de enigmas.
Y vio sus células, todas en cada una, y se quedó
boquiabierto cuando fue testigo de que estas células suyas
manifestaban una inteligencia singular, poderosísima, haciendo y proponiendo y
caminando y viviendo una vida que nosotros los humanos jamás podríamos llegar a
comprender del todo en términos estrictamente racionales.
Y vio que siempre habría algo detrás de todo, más allá, más
allá, más allá.
Y comprendió al Kant que nos enseñó cómo solamente podemos
conocer en términos racionales aquello que estamos preparados para conocer. Cómo
solamente podemos llegar a ver con los ojos de nuestro conocimiento racional aquello que de alguna forma misteriosa hemos
sido capaces antes de presentir o imaginar.
La luz debilísima del primer amanecer empezó a entrar por su
ventana, llevándose como un viento lo esencial de su visión. Era hora de
levantarse y aquel hombre lo hizo. Mientras se preparaba el desayuno iba
aterrizando, volviendo al mundo real que, aquella noche lo había comprendido,
es solamente un mundo de apariencias.
Ya totalmente despierto, reflexionaba sobre todo lo que
había visto aquella noche. En primera instancia pensó que lo místico era una
vía hacia el conocimiento que se oponía a la vía racional como una de las caras
de la moneda de Heráclito se opone a la otra. Pero no, enseguida comprendió que
lo místico es una iluminación, nada más, el resplandor de un relámpago en el
misterio profundo de la oscuridad. No tiene interpretación, ni significado. Es
simplemente inefable.
Luego, ya totalmente despierto en su mundo racional, vio
claramente que lo místico es consustancial a lo humano, aunque seguramente lo
desborda. Y comprendió que la gran traición que un humano puede hacer a lo
místico que hay en él es considerarlo nada más que como una puerta de entrada
hacia lo mágico, es decir, como una fuente de poder.
Finalmente volvió a las cosas de todos los días. Ahora
escribía, intentando expresarla con palabras como lo haría un testigo bienintencionado, su inefable experiencia.
Mucho
más, muchísimo más, que un sueño.
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