Sigmund Freud en 1921, a los 65 años, fotografiado por su yerno Max Halberstadt |
¿Culpable o inocente?
Cada uno de nosotros camina su
vida con esta antinomia terrible a cuestas, cargada sobre sus espaldas, como
Simbad el Marino caminaba la suya atrapados sus hombros entre las piernas del
Viejo del Mar.
Así viajas, sometido a un permanente
juicio moral por el tribunal que se alberga dentro de ti mismo.
Y es que Yo, Tú, Él o Ella,
cualquiera de nosotros, no estamos nunca solos. Si el increíble Hulk, el Id
freudiano, ese monstruo insaciable y perverso, habita las mazmorras de nuestro
subconsciente, el diabólico Superego, encaramado en lo más alto de cada uno de
nosotros mismos, expresa continuamente su voluntad despótica de dirigirnos,
esclavizarnos, enjuiciarnos y, finalmente, condenarnos. Porque en los procesos
a los que continuamente nos somete Superego, casi nunca nos sorprende con un
veredicto de inocencia. Culpable, culpable, culpable, eso es lo que Tú, miserable
ser humano, estás condenado a ser. Culpable de nacimiento, qué digo yo, eres
culpable incluso antes de haber nacido, cuando tu madre te parió al mundo ya
venías con la marca de la culpa grabada a fuego en lo más esencial, que es lo
más tierno e inocente, de ti mismo.
Pero ¿qué hace tu Ego, tu Yo
personal, esa criatura casi perfecta hecha de razón y emoción, de inteligencia
y pasión, por qué no se rebela contra tanta esclavitud?
No lo sabes. Quizá es que tu
vida, en lo esencial, sea un continuo empujar con cada uno de tus dos brazos cansados
esas paredes de piedra, Id y Superego, que se cierran sobre ti amenazando con
aplastarte. ¿Acaso serías algo sin ellas?
Tampoco lo sabes. En cualquier
caso, lo que sí tienes claro es que lo único que puede salvarte de estas
amenazas que te constituyen desde las fronteras de ti mismo, es tu
profunda, intocable, indestructible, libertad interior.
Esa libertad interior que es un
hueco, un vacío, en tu mismísimo centro. Y que está siempre esperando a ser
conquistada y ocupada por lo único que puede hacerlo: un milagro, una sorpresa,
el nacimiento de algo nuevo.
Un chispazo capaz de provocar un
incendio, el fuego de Heráclito, dentro de ti.
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