El Greco (1608).- La oración del Huerto de Getsemaní.- Museo de Budapest |
Hoy quiero escribir entrando en
el terreno de las intimidades profundas, esas que no se suelen confesar a
nadie, menos en los tiempos que vivimos.
Yo rezo. La oración forma parte
de mi práctica diaria, como lo hacen el cepillarme los dientes o el ducharme.
Sí, de ese modo entrañable, cotidiano, casi subconsciente.
Lo hago por una costumbre que
arranca de mi infancia. Costumbre, sí, pero no rutina, similar al beso que le
daba todas las noches a mi madre antes de irme a dormir, que no podía faltarme
aunque tampoco era yo capaz de valorar su calidad preciosa. Aquel beso estaba allí, formando
parte de mí y de mi relación inefable con mi mamá.
Pues lo mismo mi oración.
¿Cómo rezo? Ahora que todavía es
verano asomado a mi ventana, disfrutando del frescor de la noche, mirando a los
astros del cielo. Unas veces más deprisa, otras poniendo atención en lo que
digo, según lo cansado o estresado que esté.
¿Qué rezo y a quién? Eso lo
reservo para mi intimidad. Aunque entre lo que rezo están el Padrenuestro y el
Avemaría, dos oraciones que nunca envejecen. En los últimos tiempos me ha dado
también por rezar la Salve, pero no por la noche, sino por la tarde, una
oración bellísima, homenaje a María y a todo lo más bello e inefable que tiene
la mujer. Y cuando andurreo por la Sevilla antigua me gusta ir rezando el Shema
Israel de los judíos.
La oración no tiene nada de
racional, lo sé. Y tiene algo de mágico, en cuanto a que contiene una
invocación a fuerzas sobrenaturales. ´Quizá por todo esto y por muchísimo más
es importante, indispensable para mí.
Nace en efecto la oración de esa
parte de lo humano que está fuera de las fronteras de lo razonable. De ese
misterio que a veces sentimos dentro y que, en momentos extraordinarios, puede
poner todo nuestro mundo del revés. Yo considero una suerte ser
todavía capaz de rezar. Es una dimensión mía que no querría que me faltara
nunca. Misteriosa, entrañable, honda como el fondo invisible de la laguna que
en el centro de mi bosque enmarañado contengo yo.
Algunos se reirán, otros se
asombrarán de lo que escribo. Pero rezar es recordar, manifestar una lealtad,
declararse a uno mismo que la realidad desborda los límites de nuestros
pensamientos y percepciones. Asomarse a la ventana que en todos nosotros se
abre hacia lo inefable, lo invisible, lo inaudible. Mirar hacia lo hondo desde
el brocal de nuestro pozo metafísico. Y eso a todos los humanos nos vendría
bien hacerlo regularmente. Cada uno a su manera, según su costumbre, su cultura
y sus creencias.
Naturalmente.
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