Son mucho los caminos rurales que existen en Chiloé. Algunos
de ellos son enlaces fundamentales para comarcas enteras, y su conservación
suele ser excelente. Pero otros muchos solo sirven a grupos campesinos muy
pequeños, a veces hasta nada más que dos o tres familias. Cuando llueve mucho,
y eso es moneda corriente en Chiloé, estos caminos casi particulares sufren el embate de la naturaleza y muchas veces quedan inhabilitados por semanas. Se
vuelven trampas peligrosas.
No digo esto por decirlo, sino porque anteayer mismo fui
víctima de uno de esos caminos perversos. Pero debo añadir enseguida que por
encima de mi desgracia está el conocimiento que, gracias a ella, tuve de la calidad humana de la
gente de Chiloé. Y también mi relación con el barro chilote. Ahora creo que no
se puede ser totalmente de aquí si no se ha empapado uno alguna vez de barro, untado de él
por todas partes como si uno fuera un pan y el barro la manteca de la tierra.
Eso hice yo ayer, sin haberlo deseado y finalmente a mucha honra.
Entro ya en mi historia. Tenía que ir desde Duhatao a
Castro, la capital de la isla. En vez de seguir la ruta habitual, primero de
Duhatao a Ancud por caminos en parte ripiados y en parte asfaltados, y luego de
Ancud a Castro por la ruta 5, último tramo de la Panamericana que cruza el
continente de Norte a Sur, decidí ahorrarme 25 kms cruzando de Duhatao a Chepu
por el camino de las Huachas, un precioso camino rural que atraviesa un lindo paisaje de bosques y praderas. Después del temporal que había durado una
semana, anteayer el día estaba radiante, luminoso, con lo que mi decisión
parecía y era acertada.
A mitad de este camino caí en una trampa. He pasado muchas
veces por aquí y el camino principal ha sido siempre inconfundible con los ramales derivados de él gracias a su
aspecto, siempre más ancho y mejor ripiado. Hay un punto en el que del camino
de las Huachas se desprende otro que lleva a Tehuaco Alto, una zona boscosa en
la que viven muy pocas familias. Lo peligroso es que en
esta desviación lo que aparenta serlo es el propio camino de las Huachas, que
sufre un giro de 90º, mientras que el de Tehuaco Alto aparece como la
prolongación sin curva alguna del de las Huachas. Lo que sucede ahora, y yo no
lo sabía, es que las familias de Tehuaco Alto han empezado a mejorar su camino
a partir del de las Huachas; lo han ensanchado y ripiado en el extremo más próximo a éste último, de modo que en el
punto de intersección el que ahora parece camino principal es el de Tehuaco
Alto. Y yo, que conducía mi camioneta, como suelo hacer muchas veces, pensando
en otras cosas, disfrutando del paisaje, tratando de identificar a los árboles
que veía, etc, caí en la trampa como puede caer una pobre mosca en la que le
ofrece una planta carnívora. Me metí en el camino de Tehuaco Alto sin darme
cuenta de lo que estaba haciendo.
Un encuentro, normal en la zona, de mi camioneta con un grupo de vacas y terneros. Detrás va la vaquera, empujándolas. Hay que pararse y esperar que pasen. Tienen, naturalmente, preferencia. |
Quizá tenga que empezar explicando que incluso un camino como el de las Huachas tiene un carácter marcadísimamente rural. Los protagonistas de estos caminos, aquellos que marcan las reglas del juego, no son los automóviles, sino el ganado. Puedes encontrarte de frente, como me pasó a mí la mañana de los hechos y muestro en la foto, con un rebaño de vacas con sus ternerillos que ahora están naciendo, o una yunta de bueyes o un cerdo durmiendo la siesta o una pareja de campesinos a caballo de sendas yeguas cada una de las cuales lleva su potrillo trotando detrás. La primera regla de tráfico es, por lo tanto, respetar y evitar al ganado. La segunda, no toparte de frente con otra camioneta en un cambio de rasante, porque el camino es estrecho y todos tendemos a conducir por el centro. La tercera no correr, ir sin prisas, disfrutando de los mil detalles hermosos del paisaje... ¡pero, naturalmente, sin perder de vista el camino!
Dicho todo lo anterior, a poco de penetrar equivocadamente en el camino de Tehuaco Alto, empecé a sospechar que allí había algo raro. El ripio estaba sin apisonar, algunos trozos del camino parecían todavía muy crudos y esta crudeza aumentaba a medida que yo avanzaba. Los alrededores se veían demasiado solitarios, sin casas ni ganados, el bosque aumentaba a medida que íbamos subiendo. En un momento dado un árbol había caído sobre el camino y lo atravesaba, casi impidiendo el paso. Pensé que era una consecuencia de los últimos temporales, pero no se me ocurrió pensar también que si aquel camino tuviera una mínima circulación ya lo habrían quitado. Así que orillé el árbol como pude y seguí avanzando.
Llegué a la cima del cerro y la soledad era total. Allí el camino estaba ya ensanchado con máquina, pero muchos de sus segmentos ni siquiera habían sido ripiados todavía. Había grandes charcos que suponían riesgos de atasque para mi camioneta. Fui superando unos cuantos con una determinación y un éxito que me sorprendieron. Mientras más obstáculos iba salvando más me convencía de que ya no podría volver atrás, así que yo seguía y seguía adelante, eso sí, cada vez más escamado. Hasta que llegué al charco que el destino había preparado para que mi camioneta, que se iba pareciendo más y más a un barco cubierto de fango, quedara definitivamente varada. El charco era bien largo, larguísimo. Paré la camioneta antes de entrar en él, dudando; pero cuando recordé todos los obstáculos que ya había dejado atrás, comprendí que no me quedaba otra que seguir. Así que me lancé. Superé con éxito algunos pozos de fango, pero irremisiblemente uno me atrapó y allí quedé.
Mi camioneta atascada en el barro sin remedio. Las tablas bajo la rueda delantera derecha son muestra de mi lucha titánica y fracasada por vencer al barro. |
Entonces pasé a la segunda fase de mi odisea. Bajé del coche, busqué piedras y empecé a meterlas bajo las ruedas para ayudar a éstas a salir del atasco. También unos tablones que encontré después. Tuve cierto éxito, llegando a avanzar unos veinte o treinta metros, de pozo en pozo. Al mismo tiempo, entre ir y venir por más piedras y tablas, agacharme para colocarlas, empujarlas, etc, fui tomando, inevitablemente, mi primer contacto con el barro chilote. Al principio ni me daba cuenta, tan convencido estaba todavía de que saldría de aquélla. Pero obstinado en mi lucha contra el barro, enrabietado a veces, convencido cada segundo un poco más de la inutilidad de mis esfuerzos, resbalando y cayendo algunas veces, hundiendo una u otra bota en verdaderos pozos de barros movedizos que podrían haberme tragado todo entero, me fui convirtiendo en un hombre rebozado en barro, solo el rostro, ni siquiera el pelo, quedó libre de él. Entonces me di por vencido, sin perder el honor pero derrotado, convencido ya de que el barro podía más que yo. Mi camioneta quedó como puede verse en la foto.
Y yo pasé a la tercera fase, la de los encuentros. Me dispuse a buscar alguien que me echara una mano e inicié mi marcha cuesta abajo. A mi alrededor había sobre todo bosque, y no encontré la primera casa hasta que estuve ya a un kilómetro de donde había quedado mi camioneta. Nada más empezar a acercarme, vi en un corral una hermosa pareja de bueyes y me sentí salvado. Pero cuando llegué a la casa, di varios veces los buenos días a gritos, me acerqué y llamé a la puerta, sin tener ninguna respuesta, comprendí que no había nadie.
Seguí mi camino cuesta abajo y 700 metros más allá encontré otra casa. Nada más gritar los buenos días salió un señor, que resultó ser don Alfonso Pérez. Con este encuentro comenzó la cuarta y definitiva fase, en la que no solo se resolvieron mis problemas sino que aprendí varias cosas valiosas sobre Chiloé y su gente.
Lo primero que me sorprendió de don Alfonso fue que él no se sorprendiera de mi presencia. Sabía, en efecto, desde que me vio aparecer que yo era un turista atrapado en el barro del cerro, porque mi caso no era el primero. Luego me contó de una familia italiana, también de un gringo con su gente que se presentó pidiendo ayuda a las diez de la noche. Probablemente mi caso tampoco sería el último, porque el camino de Tehuaco Alto tardaría todavía tiempo en estar habilitado.
Yo, por el esfuerzo realizado en mi lucha titánica contra el barro y por las consecuentes descargas de adrenalina, estaba sediento, tenía la boca hiperseca, tanto que me costaba trabajo hablar. Así que lo primero que le dije a don Alfonso fue que necesitaba un vaso de agua. Él entró en su cocina y volvió con un maravilloso vaso de chicha fabricada por el mismo con las manzanas de su huerta. Estaba deliciosa, no solo me quitó la sed sino que me devolvió el habla y la vida.
Lo seguí hasta la zona de trabajo de la granja donde estaban sus dos hijos y la señora Sandra, su esposa. Los muchachos, altos y fuertes, quizá mellizos, de entre veinte y treinta años, uncieron la yunta de bueyes y cogiendo la cadena para el remolque partieron hacia donde había quedado la camioneta. Don Alfonso y doña Sandra volvieron conmigo hacia la casa y entramos en la amplia cocina chilota. Allí don Alfonso me sirvió otro vaso de chicha y empezamos a hablar mientras doña Sandra, silenciosa y amable, me preparaba un par de huevos fritos, esos huevos incomparables de las gallinas de campo chilotas que se alimentan de gusanitos y semillas rebuscados por ellas mismas, y un plato de macarrones con carne, más un delicioso pan hecho por ella y un café. Yo, mientras comía con ganas, les iba contando un poco mi vida, la chicha había lubricado mi garganta y devuelto mi voz y mis ganas de hablar. Don Alfonso me contó la suya, muestra típica de la de otros muchos chilotes. Cuando se hizo un hombre partió para trabajar en la Patagonia argentina. Muchos años después volvió con plata suficiente para comprarse la propiedad que es su hogar y en la que llevan viviendo treinta años. Allí criaron a sus dos hijos, que estudiaron pero cuando se hicieron hombres quisieron volver al campo con sus padres. Eso era todo. Vivían felices allí, en medio de aquellas soledades. Don Alfonso sabía que cuando el camino de Tehuaco Alto, que llegaría hasta Coipomó, estuviera terminado, aquella zona se poblaría mucho más. "Es ley de vida", me dijo, "comprarán tierras por aquí, la mayoría de los que llegarán será gente buena, pero también algunos no lo serán tanto, y eso no se podrá evitar". Que ellos eran felices allí se veía en muchos detalles. La entrada hacia la casa desde el camino estaba adornada con una hilera de mañíos perfectamente podados, frente a la cocina había un pequeño jardín, con dos precios rododendros repletos de flores, incluso en la zona de trabajo de la granja lucia una hortensia de grandes flores blancas.
Desde el primer momento hubo empatía entre don Alfonso y yo. Llegó un momento en que me atreví a preguntarle por el Trauco. Él se rió y me dijo que no creía en esas cosas. Yo le dije que la mitología chilota me merecía un gran respeto, que para mí el Trauco no era un enanito grotesco, sino el espíritu del bosque. Quizá esto lo animara, porque empezó a contarme que los viejos, su padre y su abuelo, se tomaban muy en serio esas cosas. Le hablé entonces de la caca del Trauco, que la había yo visto y fotografiado cerca de mi casa, y que yo creía que en realidad era un hongo.También le conté que cuando le enseñé las fotos a mi amiga la Sra Marta, reconoció enseguida la caca del Trauco y me dijo que debía ir con dos machetes cruzados y con uno de ellos destruir la caca haciéndole una cruz. Entonces se animó y me contó una de esas historias preciosas que cuentan los chilotes cuando les das espacio y respeto para que lo hagan. Me dijo que en la zona de trabajo de su granja, donde las cuadras y galpones, aparecían con cierta frecuencia cacas de Trauco. Y que ellos, siguiendo la tradición de sus mayores, lo que hacían era quemarlas. Enseguida me contó que hace ya años aparecieron un día dos cacas de Trauco juntas y que en el momento de terminar de quemar una de ellas, se oyó salir del bosque el llanto de una guagüita (un bebé). Siendo imposible que dentro de aquel bosque, alejados como estaban de cualquier otra familia, pudiera haber un bebé, lo único que cabe después de escuchar algo así es el silencio, en mi caso un silencio maravillado. Y callados nos quedamos.
Enseguida partimos, "porque los muchachos tienen que haber llegado ya a la camioneta", dijo don Alfonso. Empezamos a subir los 1.700 metros de cuesta al paso vivo marcado por él. Yo, después de meses de vida sedentaria y de mi lucha contra el barro, no podía con mi cuerpo. Así que le pregunté a don Alfonso cuántos años tenía. "Sesentaycuatro", me contestó". Le dije que yo tenia setentaycuatro y sin más explicaciones le di la llave de la camioneta. "Ande usted y abran la camioneta para sacarla del barro, que yo le sigo".
Eso hicimos. Cuando llegué arriba ya habían sacado la camioneta del barro, pero todavía tenían la yunta de bueyes unida a la camioneta con la cadena de remolque, porque más abajo quedaba otro charco peligroso que pasar.
Ya en la camioneta, llevé a don Alfonso hasta su casa. Habíamos superado todos los peligros del camino y él me indicó una desviación algo más adelante por la que volvería seguro al camino de las Huachas. Le pregunté si le debía algo. Me dijo que no. Le insistí, le pedí que me aceptara siquiera diez lucas (10.000 pesos chilenos, escasamente 15 euros) para que los muchachos pudieran beberse unas cervezas cuando bajaran al pueblo. Me contestó simplemente, "Nunca le he cobrado nada a ningún turista que me haya pedido ayuda. A usted tampoco". Así que no me quedó otra que estrecharle la mano con fuerza y darle las gracias.
Realizado el salvamento de la camioneta, los bueyes vuelven
despacio, pareciera que pensativos, a la tranquilidad de su
corral.
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1).- En Chiloé llueve mucho, pero precisamente por eso, cuando el terreno está en pendiente el paso sobre él de siglos y siglos de lluvias le ha hecho que drene bien. Por eso, andando por el campo no es fácil tropezarse con el barro, que sin embargo lo acecha a uno en los caminos. Basta con que un tramo no esté ripiado y sea llano (y los caminos suelen hacerse con tantos tramos llanos como posible) y con que el terreno sea arcilloso para que se formen grandes charcos que no drenan. Con muchos días de lluvia sobre ella, la arcilla de estos tramos termina empapándose de agua y convirtiéndose en un barro blando y a la vez tenaz, muy parecido a las arenas movedizas de las viejas películas del Oeste (que no eran arenas, sino arcillas), en el que si metes por inadvertencia el pie te hundes hasta la rodilla o el muslo, y en el que tu camioneta, por mucha tracción 4x4 que tenga, puede quedar atrapada. La mejor solución para sacarla de esa trampa es una yunta de bueyes con una cadena. La mejor prevención es ripiar el camino, que consiste en apisonar sobre él con maquinas una masa de grava, que drena bien el agua de lluvia, mezclada con algo de arcilla, que la cementa; esto solo se hace con los caminos principales.
Si eres un campesino chilote tienes forzosamente que usar los caminos de allí, y si los usas, antes o después, en camioneta o a pie, conduciendo ganado o bajándote de un autobús averiado, te tropezarás con el barro chilote y correrás un gran riesgo de ponerte de barro hasta las cejas.
Por eso yo, que así me puse, me considero ahora algo más chilote que antes. Y me siento orgulloso de este avance.
Don Alfonso Pérez, todo un caballero chilote. Uno más de entre muchos que hay. |
3).- En la cultura genuina de Chiloé hay componentes ancestrales que tienen gran fuerza y un enorme interés cultural. Están presentes en la mayoría de los campesinos, incluso en personas como don Alfonso que ha vivido muchos años fuera de Chiloé, tiene en su granja una tecnología avanzada (usa cercas eléctricas para controlar su ganado, practica el ordeño mecánico, etc) y manifiesta un nivel cultural y de conocimientos alto. Este fondo ancestral lo es mitológico y muy rico en personajes. Tiene sin duda un origen religioso animista, ligado al chamanismo practicado durante muchos siglos por sus pobladores originarios williches, todavía presente hoy día en las sanadoras machis.
Este chamanismo ancestral de Chiloé se ha mantenido vivo allí gracias a la enorme fuerza de la naturaleza chilota, en particular de sus bosques inmensos y misteriosos, también de sus mares. Uno lo percibe y lo vive allí con emoción. Cuanto te sumerges en un bosque nativo de Chiloé, uno que lo sea de verdad, jamás tocado por el hombre y sus herramientas, te sientes impresionado, como si estuvieras en un misterioso templo de la naturaleza. Y experimentas dentro de ti la llamada del espíritu del bosque.
Esto lo vives en Chiloé todos los días, lo percibes en mil detalles si eres suficientemente observador. Yo lo describo aquí en mis diálogos con don Alfonso sobre el Trauco. Pero lo he experimentado con casi todos los campesinos chilotes con los que he podido tener un contacto humano. Recuerdo un hombre que conocí cerca de Queilen, al Sur de Chiloé. Era fiscal de la iglesia de su pueblo (una interesante figura religiosa que dejaron hace siglos los misioneros jesuitas y que todavía pervive) y había estado, como don Alfonso, muchos años en la Patagonia argentina. Yo estuve con él solo unas horas. Un par de años antes había tenido lugar la tremenda erupción del volcán Chaiten, en la costa continental, justo frente a Chiloé, y cuando yo conocí a este hombre todavía emanaba del volcán una poderosa fumarola, visible desde Chiloé en lo alto del cielo. Hablando de todo un poco, este hombre se me expresó más o menos así: "La explosión del Chaitén... eso ha sido una seria advertencia que nos ha hecho la Madre Tierra, harta ya de todos los estropicios que le estamos haciendo nosotros a ella".
Esta visión de la Tierra y la Naturaleza como algo nunca completamente explicable, y por eso sagrado, que está en el fondo de la más primitiva de las religiones, el animismo, a mí me conmueve profundamente. Porque me hace ver que los seres humanos, siendo los únicos animales capaces de concebir y comprender símbolos abstractos, desde donde desarrollar lenguajes y culturas, tenemos también un componente espiritual innato, probablemente único entre todos los animales, que nos hace aprehender y vivir lo sagrado.
Por eso, y lo digo sin ironía, con profundo respeto para los ateos que lo son por honrada convicción, la simple indiferencia tan generalizada hoy día hacia lo espiritual y lo religioso, me parece un ejemplo más de evolución regresiva: lo mismo que los Homo sapiens perdimos el pelo del cuerpo, las garras, la agudeza de los sentidos y posiblemente algunas capacidades parapsicológicas, también estamos perdiendo, a lo largo de nuestro camino evolutivo, la capacidad de relacionarnos con los trascendente (lo que va más allá de las apariencias racionales) y de experimentar lo sagrado. A mí esto me parece una maquinización de lo humano y, por lo tanto, una desgracia. Por eso admiro a la gente que todavía se atreve a respetar al Trauco.
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P.S.
El triángulo boscoso entre Duhatao, Puchilcan y Chepu es sin duda una tierra de contactos con el Trauco, quizá porque lo es de interacción entre el bosque nativo y una presencia humana creciente. En mi blog hay otras tres historias que hablan del Trauco en esta zona:
8 Marzo 2011.- El Trauco o Roende. Sus andanzas.
6 Junio 2013.- Un Trauco emerge del bosque.
10 Febrero 2014.- La caca del Trauco y otras sorpresas.