El conflicto que se vive estos
días en Hong Kong, la antigua colonia británica que hoy forma parte de la
República Popular de China, es un buen ejemplo de los conflictos entre
civilizaciones. Allí están chocando un modo de entender la vida propio de la
civilización occidental, el de los jóvenes honkongueses que quieren democracia
y libertad, con un modo autocrático de entender lo político y lo social, el del
gobierno chino, heredero por una parte de las viejas dinastías imperiales y por
otra del comunismo más rancio.
El choque es violento,
estruendoso, llamativo. Pero no es más que un pequeño terremoto. Las
divergencias entre las dos civilizaciones que ahora están chocando allí son
mucho más profundas y solo podrán resolverse en períodos de tiempo mucho más
largos que las semanas, como mucho meses, en que los estudiantes rebeldes quieren
satisfacer sus reivindicaciones.
Algo parecido sucedió hace ya
cuatro años con la llamada Primavera Árabe, que incendió el Magreb y el Oriente
Medio, empezando en Túnez y teniendo como resultado más notable la caída del
régimen egipcio. Mucha gente con una visión superficial de los hechos piensa
que la Primavera Árabe ha fracasado. Pero si resultó efímera es porque no fue
más que un terremoto. Por debajo de ella está el conflicto permanente y
subterráneo entre dos civilizaciones, la occidental y la islámica, un conflicto
que dará lugar a nuevos terremotos y que tardará muchos años en resolverse del
todo. Este conflicto es sutil. En el caso de la Primavera Árabe, quienes
representaban a la civilización occidental no eran sino los jóvenes tunecinos y
egipcios que luchaban por una sociedad más libre y laica, más democrática y
menos corrupta.
Estos choques de civilizaciones
presentan muchas analogías con los que tienen lugar en otros entornos del
universo. La inmensa mayoría de los fenómenos reales están hechos de
movimiento, incluso lo que es absolutamente estático solo puede concebirse como
tal en relación a lo que se mueve.
Son muchos los móviles que ocupan
simultáneamente el espacio total, tanto el material como el inmaterial.
Inevitablemente estos móviles interfieren, a veces uno empuja a otro, en otras ocasiones
hay dos o más que chocan, o se acercan o alejan. Un
determinado móvil puede explotar fragmentándose en mil pedazos que se alejan
unos de otros, o mil móviles pueden implosionar llevados por una atracción
irresistible, fundiéndose en un solo móvil integrado.
Esta situación afecta a todos los
órdenes de la naturaleza, desde el atómico al cosmológico, pasando por los
órdenes planetarios y dentro de la Tierra por los órdenes de las distintas
esferas que la componen, y dentro de la Biosfera terrestre por protistos,
vegetales y animales. También afecta a órdenes que son inmateriales, como los
campos de fuerza físicos o las actividades cerebrales. Y a los órdenes que
podrían considerarse estrictamente espirituales, como el de las ideologías, las
culturas, las civilizaciones, las vivencias y los valores individuales, lo
filosófico, lo ético, lo religioso, lo místico. Como clamaba Heráclito, panta rei, todo fluye, y este fluir no
es sino movimiento turbulento, lleno de choques y huidas, de encuentros y
desencuentros.
Un ejemplo muy claro de esta
situación está en la Geología. Desde Wegener la historia geológica de la Tierra
puede interpretarse y describirse mediante el concepto de las Placas Tectónicas.
Cuando la Tierra era todavía muy joven, la Corteza terrestre fue el resultado
del enfriamiento de unos materiales que se solidificaron en un solo continente
ancestral, el Gondwana, que flotaba sobre el Manto, mucho más caliente y por
ello más fluido y viscoso. Al irse enfriando, este Gondwana fue cuarteándose en
varias Placas que, flotando como lo hacían sobre el Manto, empezaron a derivar
sobre él como barcos sin gobierno, separándose unas de otras y dando así
nacimiento a los Continentes. Los cuales, con el paso de millones de años de
navegar sin descanso, habiendo aumentado la distancia entre ellos, tomaron
rumbos más y más caóticos, de modo que
algunos se alejaban y otros se acercaban entre sí. Así, la Placa Norteamericana
se aleja de la Europea, la Sudamericana
de la Africana, mientras que esa misma Placa Sudamericana y la Placa de Nazca,
situada en el océano Pacífico, llevan mucho tiempo chocando y empujándose la
una a la otra. En este gigantesco choque geológico, Nazca se escurre por debajo de Sudamérica,
empujándola hacia arriba y plegando su borde marítimo. Así es cómo se ha
generado y se sigue generando la inmensa cordillera de los Andes.
En esta enorme e incansable
colisión se producen lo que, vistos a escala planetaria, podrían considerarse
pequeños incidentes locales. Un trozo nazqueño de corteza lleva tiempo
apretándose contra otro sudamericano. Tanto se han apretado que se tensan y flexionan
más y más hasta que en un momento imprevisible se produce una rotura y ¡plaf!,
lo que sigue es un terremoto catastrófico. O se abre una grieta que deja paso
al magma de las capas inferiores del Manto y lo que nace es un nuevo volcán, o
una cadena de volcanes próximos.
Donde quiero llegar con esta
alegoría geológica es a que lo que a nosotros los humanos nos parecen inmensas
catástrofes, como un gran terremoto o una gran erupción volcánica no son, a
escala geológica, sino acontecimientos muy secundarios.
Y quiero llegar a eso porque algo
parecido sucede con las civilizaciones. El enfrentamiento de la civilización
occidental de corte cristiano con la civilización islámica lleva ya en marcha catorce siglos, casi desde
que el Islam nació. Durante este tiempo en España floreció durante siete siglos
una avanzada cultura islámica, en Al Andalus; los turcos conquistaron y luego
perdieron una parte importante de Europa Oriental; ahora los islámicos invaden
pacíficamente Europa a través de la inmigración; y el terrorismo de origen
islámico es una amenaza permanente. Pero todo esto, además de la Primavera
Árabe y otros fenómenos recientes, no son, cuando vistos desde una escala
histórica, sino incidentes locales. Lo permanente es el enfrentamiento, que es
atracción, entre la placa europea y la islámica, un enfrentamiento que
posiblemente durará mucho tiempo.
Algo parecido empieza a verse
entre Occidente y China. Las dos civilizaciones, puestas en contacto, aprietan
la una contra la otra, generando conflictos que a nosotros humanos nos parecen
muy importantes pero que a escala histórica no son sino incidentes locales. Así
la alta competitividad manufacturera china, basada en salarios bajísimos y
férrea disciplina social, que está resultando en una profunda y dolorosa crisis
económica en Europa. O incidentes que irán a más como la revuelta actual en
Hong Kong, derivada de que las democracias de corte occidental son una forma de
organización que hace la vida mucho más agradable a los ciudadanos que una
autocracia como la china. Etcétera.
Si nos acostumbramos a evaluar
los conflictos del mundo con esta escala histórica, nos será mucho más fácil
entenderlos y, a partir de aquí, afrontarlos.
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