Antes de partir para Chiloé
intento dejar organizada mi nueva biblioteca, donde de entre mis libros
innumerables recojo una selección de los que me parece que tendré que releer o consultar.
A medida que los voy recolocando en las nuevas baldas, me doy cuenta de la
gigantesca cantidad de palabras que los humanos hemos parido desde que
aprendimos a hablar, de los escritos innumerables que hemos dejado impresos
para siempre en una multitud de libros.
Súbitamente, se apodera de mí la
sensación de que hay demasiadas palabras rodando por el mundo. Lo penetran todo
como un viento huracanado, llegan tumultuosas hasta el rincón más íntimo. Con
frecuencia nos confunden, a veces hasta nos enloquecen de miedo o de ira. Pero
sobre todo, lo que hacen permanentemente es despistarnos, ensordecernos, cegarnos.
Que piense esto un hombre como yo,
que intenta ser un constructor de sueños y esperanzas mediante las palabras,
¡es, sencillamente, decepcionante!
Lo que nos hizo definitivamente a
los humanos dueños (que debería ser hermanos mayores) de los animales y por
ello de las tierras y mares que habitamos, fue el poder de la palabra, esa
inocente asignación de nombres que derivó en el lenguaje, la construcción de
símbolos y el pensamiento abstracto.
Y ahora nos vemos cercados por un
desaliento confuso, aunque todavía suficientemente lúcidos para comprender que
estamos convirtiendo las palabras en ruidos interesados, como los que emite una
selva tropical a la hora del crepúsculo: un estridente croar de batracios junto
al aullar de simios que parecen sombras entre los árboles junto al grigrear de
insectos innumerables junto al graznar de loros multicolores. Todo a la vez.
Caótico, desordenado, sin dirección. Todo fundido en un complejo bramido de vida.
Nada más.
Me detengo un momento a pensar que quizá exagero. Pero no. Nunca antes en la historia han estado los humanos sometidos a un vendaval igual de palabras habladas y escritas, a través de los medios de comunicación, las redes sociales y la movilidad e interpenetración de todos con todos y contra todos
¿Seremos los humanos capaces de recuperar el
valor sagrado de las palabras sencillas, estaremos todavía a tiempo? Esas tan
indispensables para nosotros como el oxígeno que respiramos. Amor, esperanza,
desprendimiento, valor… por el lado de las buenas; egoísmo, miedo, odio,
indiferencia… por el de las malas; bueno y malo como adjetivos calificativos de
lo que uno mismo hace.
¿Seremos capaces de volver a
articular con ellas un lenguaje que nos permita entendernos unos a otros? ¿Ese lenguaje
universal que subyace común bajo las pieles de todos los idiomas y que estamos
corrompiendo y degradando, perdiéndolo como dicen que se perdió en Babel?
¿Por qué no vamos a serlo? Pero
para ello no nos bastará con hablar y escuchar, viajar y experimentar. Tendríamos también que aprender
a leer y recordar, recuperando así la
capacidad de abstracción y el sentido del tiempo. Para que nuestro embobamiento
con el futuro pueda compensarse con un conocimiento del pasado. Porque, aunque
no queramos creerlo, el hacia dónde vamos depende mucho, muchísimo, del desde dónde
venimos. Lo que no nos cierra ningún horizonte, sino que nos da peso, lastre,
como a una nave, para que los vientos tornadizos de la verborrea no nos arrastren hacia sus
caprichos.
2 comentarios:
Hay tiempos en los que se siente que hay tantas palabras; y tantas nuevas palabras, que uno ya no quiere descubrirlas... Y se vuelve a los viejos clásicos, o a lo que leyó de niño... Cuando me pasa, suelo volver a recorrer palabras; libros de hace mucho tiempo. Allí hay una especie de refugio.
Ciertamente. Muchas de las palabras que hoy escuchamos o leemos, me atrevería a decir que la mayoría, vienen con la intención de manipularnos. Para que compremos, para que votemos, para que nos sintamos informados de las desgracias de los demás (lo noticiable) y lleguemos a creernos, en nuestras madrigueras, lo mejor del mundo. En definitiva, para domesticarnos. Sí, es cierto, somos animales (racionales) y por eso una oportunidad para los domesticadores. Esto es muy antiguo. En los principios la religión normativa domesticó nuestro Hulk (nuestro subconsciente) y la fuerza del estado todo lo demás. Ahora otras fuerzas han ocupado aquellos espacios y me atrevería a decir que es más peligroso, porque son fuerzas más sutiles y menos maternales, como te descuides te cogen desprevenido. Por eso, como dices, una lectura antigua, una buena novela, te deja solo con tu libertad. Se te da para que tú la recrees, y aquí está el goce de sentirte tú mismo, nada más.
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