domingo, 14 de junio de 2015

Hospital de día



La gran sala rectangular está dividida por una serie que parece inacabable de filas transversales en las que se disponen los pacientes oncológicos para recibir sus tratamientos. Un lado de esta sala es a todo lo largo pasillo de comunicación. El lado opuesto está cubierto por grandes ventanas que llenan de luz todo el recinto.

Cada paciente se sienta en un cómodo sillón, junto a una compleja bomba peristáltica, unido por las venas de su brazo a los caudales múltiples de esta bomba. En una silla más espartana puede sentarse el familiar que lo acompaña. Los enfermeros circulan con rápida eficacia por todo el recinto, regulando los flujos de soluciones anticancerígenas, abriendo flujos nuevos, cerrando flujos que ya se han agotado, atentos a las alarmas sónicas que disparan de vez en cuando las bombas. Son amables, precisos, eficientes. De vez en cuando circula también un carrito llevado por un par de voluntarios de alguna asociación de ayuda contra el cáncer, que reparte gratuitamente sándwiches y zumos entre los pacientes, además de simpatía y palabras que, sin mencionar la enfermedad, lo son de aliento.

En tu primer día allí tienes una sensación parecida a la que tuviste en tu primer día en la escuela, o en la universidad, incluso el día en que te pusiste por primera vez el uniforme de soldado para iniciar tu servicio militar. Esa sensación de que has cruzado un puente, pero precisamente uno de los pocos puentes importantes que van dibujando los trazos de tu vida. Cuando eras niño fue tu madre la que te dejó, abandonado por primera vez en tu corta vida, a la puerta del colegio. Luego cruzaste muchos otros puentes solo. Cuando partiste para tus grandes viajes de aventura fue tu mujer la que te dio el último beso. Ahora es tu hija mayor la que te acompaña.

Te das cuenta de que estás allí para aprender. No para que lo haga tu mente, pero sí tu cuerpo, que va a ser sometido a una rígida disciplina con la que se espera ayudarle a  ganar el pulso que va a jugarle al cáncer.

Al cáncer, sí. No a tal o cual cáncer, sino a un cáncer genérico, casi divino como lo fueron los dioses paganos, que es el gran protagonista de aquel hospital de día y que comparten todos los pacientes. Ese cáncer con numerosos rostros y apariencias que es el gran perturbador, el destructor del delicado equilibrio corporal, la equilibrada homeostasis, que constituye la esencia natural de lo humano.

Te llama la atención no ver por allí, siendo tu país tan extrovertidamente religioso, alguna cruz colgando de la pared o alguna imagen de la Virgen. Pero cuando lo piensas comprendes que aquel hospital de día es una suerte de extraño templo, sí, pero exactamente  opuesto en significado a una iglesia. En ésta se rinde culto a Dios, en aquél a un ente maligno, el cáncer. Y el culto que se le rinde al cáncer en el hospital de día consiste en un ceremonial de destrucción, una liturgia de guerra a muerte.

Aunque finalmente entiendes que tanto a la iglesia como al hospital acudimos los humanos en busca de refugio contra el mal. En la iglesia lo trascendemos, lo sublimamos, lo perdonamos y nos lo es perdonado; es la aproximación religiosa al problema. En el hospital le salimos al encuentro, le cortamos el paso, lo neutralizamos y hasta lo destruimos; es la aproximación técnica, esa que está en la base de la medicina y la ciencia.

Los pacientes lo somos de todas las edades, aunque abundamos más los viejos, no en balde el cáncer es un destructor de imperios decadentes. Y el tratamiento que se nos da en aquella batalla campal es la quimioterapia, una suerte de artillería en la que los proyectiles machacan inmisericordes el terreno a batir, que es nuestro cuerpo, donde las rebeldes células cancerosas corren y crecen enloquecidas, de un lado para otro, sin cubrirse, siendo así más fáciles de destruir que nuestras células sanas, entre las que inevitablemente hay también víctimas colaterales.

Esta destrucción artillera de la quimioterapia lo es a distancia, al ritmo de encuentros aleatorios en los que la muerte de la población total de rebeldes células cancerosas sigue una cinética exponencial. Lo que significa que nunca hay garantía absoluta de dar en todos los blancos, de destruir totalmente a los rebeldes. Y si algunos supervivientes de entre estos rebeldes rebrotan, habrá que bombardearlos de nuevo. Pero toda esta aniquilación es en buena medida indiscriminada y al hacer daño también a las células sanas no puede repetirse indefinidamente.

Pienso en todo esto. Lo que la quimioterapia te da no es, salvo en casos muy contados, la curación total, sino simple tiempo de vida.

Tiempo de vida, sí, tiempo de vida. Pero siendo los humanos como somos mortales de necesidad, ¿no es éste precisamente el gran objetivo, la gran victoria, de la medicina? 

2 comentarios:

Paola Arciniegas dijo...

"Esa sensación"... Tan bien transmitida, apreciado Olo. Cosas para las que se debe tener valor, pero que aunque aparentemente se enfrenten en soledad, es verdad solo en parte. Allí está El Altísimo, nuestro Padre cuidándonos; los seres queridos; aún los que ya no se encuentran en éste mundo, y todos aquellos que nos desean bien...

olo dijo...

Pues sí. La soledad es siempre aparente. Nunca dejan de acompañarte presencias a las que tú no has llamado.