Hace ya días que me reencontré
con mis queridos Tiuques. Casi nada más llegar yo a Duhatao, en cuanto vio
movimientos dentro de la casa acudió el primero de ellos, señal cierta de que
pese a haber transcurrido un año sin verme todavía me recordaba. Ahora ya
vienen unos cuantos, son gente metódica, se atienen a unos rigurosos horarios
de visita. Como en toda relación con alguien a quien se quiere siempre se están
descubriendo cosas nuevas, yo he observado ahora que mucho más que el pan les
gustan a mis amigos Tiuques las cortezas de este queso artesanal tan sabroso que se hace en la región de Ancud.
De modo que cada día abundan más estas cortezas en los platos que les preparo,
y cada día son también un poco más anchas las cortezas que le voy quitando al
queso que me como. Ellos y yo nos lo pasamos bien con estos tiras y aflojas.
También he tenido otro encuentro
feliz con un viejo conocido. Cuando llegué por primera vez a Duhatao había en
Punta Tilduco una pareja de chivos cimarrones, escapados de una piara de chivas
a las que no quisieron seguir cuando se las llevaron a otra parte. Vivían en lo
más agreste de aquellos barrancos, y todas las tardes, cuando me veían pasar en
mis paseos, se asomaban por entre la espesura del monte como si quisieran
saludarme. Hace dos años, cuando volví por aquí, habían desaparecido. El año
pasado mis hijos consiguieron ver y fotografiar al más joven de los dos, de capa
blanca, pero yo no. El más viejo, de capa colorada y cuernos mefistofélicos,
seguía desaparecido. Ayer bajé con la señora Marta y su hijo Sebastián a dar
una vuelta por el matorral costero y ella divisó al chivo blanco desde muy
lejos. Lo que en realidad vio fue una diminuta manchita blanca, como tantas
otras, perdida en la inmensidad de los verdes lejanos. Pero ésta se movía, como
puede moverse un pequeño ácaro blanco sobre un trozo de tela verde. Y ella se dio
cuenta.
La señora Marta con su hijo al fondo, avanzando entre las quilas |
El paseo con la señora Marta por
el monte bajo fue en muchos aspectos un descubrimiento, como mucho de lo que se
relaciona con ella. El matorral es cerradísimo, dominado por una quila
francamente hostil al visitante, a la que hay que atravesar a golpe de machete.
Entremezclada con nalcas enormes, de una de las cuales la señora Marta troceó
con el machete un tallo gigantesco que nos comimos como aperitivo; estaba
bastante bueno, fresco como una ensalada. También con chupones, toda clase de
espinos y arbustos pugnando inútilmente por sobresalir de aquella maraña.
Avanzar es difícil, a veces hay que hacerlo reptando por debajo de las quilas,
fácilmente se pierde el rumbo. Pero la señora Marta no perdió en ningún momento
su intrépida moral de combate, para ella aquello era un paseo que podía
considerarse hasta divertido. Toda una experiencia.
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