Se acabó la paz de Chiloé. El
vuelo de Iberia entre Santiago y Madrid se retrasa por avería cuatro horas, lo
que me hace perder mi enlace con un vuelo a Sevilla. Ahora, a las 7:15
chilenas, 11:15 españolas, espero en la Terminal 4 del Aeropuerto de Barajas un
enlace que no saldrá hasta las 18:00 españolas. Dispongo pues de mucho tiempo
para pensar y observar a un público que está de paso, los aeropuertos son
siempre así, sitios de paso fugaz, de tiempo que se cuenta en minutos u horas
en vez de días, meses o años, porque es un tiempo mecanizado, inhumano.
Durante el largo vuelo
transoceánico he tenido sentada junto a mí una joven oriental, absorta durante
la mayor parte de la noche en la pantalla de su smartphono, al que desde
aquella cabina de pasajeros sumergida en la estratosfera puede conectar por el
wifi de que dispone la aeronave con el mundo entero. Ella no para de teclear y
hablar hasta que ya por la mañana, muy cerca de Madrid, cae rendida por fin al
sueño. Me llama la atención, observándola de reojo, que la pantalla de su
smartphono está ocupada por una enorme foto de ella misma, sobre la que se van
superponiendo los distintos textos. Como iluminado por esta observación,
comprendo que los smartphonos son instrumentos peligrosamente solipsistas.
Puesto que, dando la impresión de que nos comunican instantáneamente con todos
los seres queridos, los amigos y conocidos, el mundo entero, lo que en verdad
hacen es encerrarnos dentro de nosotros mismos. Porque la comunicación a través
del smartphono es absolutamente abstracta y virtual. Nos comunicamos con algo
en dos dimensiones que no huele y a lo que no podemos tocar ni sentir como un
todo. Esto es muy útil cuando algún ser querido o amigo está obligadamente
lejos. El problema está en que quizá algunos jóvenes se estén acostumbrando a
que la pantalla del smartphono sea la parte más importante del mundo.
Ello puede suponer un cambio radical de situación, del estar-en-el-mundo,
cuyas consecuencias sobre los valores humanos que dan consistencia a la
sociedad son imprevisibles.
Cuando volamos es ya habitual que
la tripulación nos advierta una y otra vez, cuando se acercan el despegue y el
aterrizaje, que apaguemos nuestros celulares porque si les dejamos emitir sus
señales radioeléctricas éstas pueden interferir con los sistemas de navegación
de la aeronave. Oyendo esto caigo en la cuenta, una vez más, de que nuestros
aparentemente inocentes celulares son potentes transceptores que emiten y
reciben continuamente ondas radioeléctricas. Mi cerebro se plantea enseguida
una pregunta absolutamente lógica: si tenemos que proteger de las ondas
radioeléctricas que emiten nuestros celulares a los instrumentos de las
aeronaves que nos transportan, ¿qué pasa con nuestros cerebros, mucho más
sutiles, poderosos y delicados que aquéllos? ¿Qué efecto puede tener en los
cerebros de nuestros jóvenes la contaminación radioeléctrica que emiten
continuamente sus celulares?
Como para todas las tecnologías
que en el mundo han sido, para ésta de los celulares también se han publicado
estudios tranquilizantes que sugieren la inexistencia de efectos patológicos
detectables sobre los cerebros humanos sometidos a emisiones radioeléctricas como las de los celulares. Pero ¿qué pasará a
largo plazo? ¿Cómo se verán afectados los cerebros que van a estar sometidos durante
toda su vida a estas radiaciones? Temo que se producirán efectos, difícilmente
detectables porque nuestro conocimiento de las complejidades del cerebro humano
es todavía incipiente.
¿Quiero significar con esto que
deberíamos renunciar a las poderosísimas tecnologías de comunicación que ahora
tenemos? No, de ninguna manera. Lo mismo que los humanos empezaron a perder los
pelos del cuerpo cuando aprendieron a abrigarse con pieles, hasta que se
quedaron casi totalmente lampiños, y lo mismo que perdieron olfato, vista y
tacto a medida que mejoraban sus armas y se desarrollaban sus cerebros, ahora
las ondas radioeléctricas los cambiarán también.
¿En qué dirección? Yo no lo sé.
Solo sé que, de modo parecido a los espartanos, deberíamos intentar educar a
los jóvenes en la templanza en el uso de todo lo que tienen a su alcance, y en
el valor de lo real: lo visto, oído, palpado, gustado, amado o razonado por uno
mismo, sin necesidad de intermediarios radioeléctricos o de terminales capaces
de darle a uno, de modo inmediato, toda la información que aparentemente
necesita.
Aunque hago esta recomendación, me
siento bastante pesimista respecto a que los humanos seamos capaces de parar
voluntariamente nuestra propia evolución, que ha sido, es, será y seguirá
siendo darwiniana.
Pero no solo darwiniana. Aquí
está la esperanza. Los humanos hemos sido capaces de evolucionar culturalmente
a mucho mayor velocidad que lo hace el simple ímpetu darwiniano. Tenemos
lenguaje, pensamiento, conciencia, libertad, memoria. Todo esto se integra en
la palabra cultura. Nuestra evolución cultural deberá ayudarnos a corregir el
rumbo ciego a que nos lleva el destino.
P.S. Un breve recuerdo de la
festividad que celebran hoy los cristianos, la muerte de Jesús en la Cruz,
preludio necesario de una vida eterna para todos. Ése es el misterio, largamente anunciado y prometido.
3 comentarios:
Apreciado Olo, hay varios estudios que si hablan de una afectación de la salud por el uso de celulares... Pienso igual que ud., en cuánto debemos ser moderados... No pienso igual que ud., en tanto a la evolución, bueno tengo la certeza de la creación por parte de El Creador valga la redundancia... Habrá avances tecnológicos, descubrimientos y demás pero las almas son las mismas y son buenas en esencia. Con la materia es distinto...
Yo entiendo la Creación como lo propuso Simone Weil, Dios se retira generosamente para dejar paso a un Universo comprensible por la razón científica. Al retirarse, Dios nos da lo más preciado que tenemos, la libertad, que es a la vez azar y necesidad, que trae consigo la inevitable contradicción heraclitea del Bien junto al Mal. Este retirarse de Dios es para los creyentes temporal (nuestro Universo es hijo del Tiempo) e introduce la necesidad de la Salvación final, no solo de los humanos, sino de todo el Universo, tal y como lo sintió Teilhard de Chardin.
Pero como el tema que usted, querida Paola, plantea, me parece digno de ser tratado un poco más a fondo, le he dedicado la entrada que sigue a ésta en mi blog, "Ciencia y Religión".
Apreciado Olo, muchas gracias... Hasta ahora paso por acá, así que por favor disculpará mi demora en responder : )
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