viernes, 13 de enero de 2017

La partida

Estación espacial internacional
Próximo ya a partir, me va llegando ese momento en que me llena una extraña soledad. Experimento algo parecido a esos entrenamientos sin gravedad que les hacen a los astronautas. El avión en que los meten es mediano y todos sus mamparos interiores están acolchados. Acelerado al máximo, se eleva muy alto, hasta meterse bien dentro de la estratosfera. De súbito se lanza en un picado muy pronunciado. La tremenda, creciente aceleración, hace que todos sientan el vértigo de una gigantesca montaña rusa, sus vísceras, aplastadas por la enorme pesantez, querrían escapárseles por la boca. Y cuando ya casi no pueden aguantar más, el avión hace un brusco giro y arrumba hacia lo alto, como si quisiera fugarse para siempre de las miserias de este planeta. En el interior de la aeronave acaba de producirse una falta local de gravedad. Todos flotan, podrían hasta volar dentro de aquella reducida cabina, se han liberado por fin de la pesantez que los ha acompañado desde que fueron concebidos. La sensación tiene que ser tremenda, imborrable. La misma que esos astronautas experimentarán más tarde cuando habiten durante meses en una estación espacial, orbitando sin tregua alrededor de la Tierra.

Pues algo así es lo que siento yo en estos días próximos a mi partida, pero en el territorio de las emociones, los afectos, las afinidades. Pronto voy a dejar de ser una mezcla entre chilote adoptivo y eremita para volver a ser lo que durante la mayor parte de mi vida he sido. Pero no, no será  volver a ser, sino empezar de nuevo a serlo. En esos pocos días que voy a pasar entre mis dos mundos quizá llegue a tener la sensación de que no pertenezco, de verdad, a ninguno. Flotaré en mi espacio interior, atraído simultáneamente por fuerzas que tiran de mí en direcciones distintas.

Pero sería tonto ponerme trágico. Creo que lo que estoy sintiendo es esa necesidad, que comparto con millones de personas, de que alguna vez este disperso y heterogéneo mundo nuestro llegara a convertirse, de verdad, en un solo mundo, y que de este modo uno dejara de sentir el dolor de partir pero a la vez perdiera también para siempre la necesidad de hacerlo. Un mundo feliz, justo, casi beatífico.

Cuando lo pienso más a fondo, en verdad, en verdad, un mundo así ¿es posible? Y si lo fuera, ¿no podría llegar a ser lo más parecido que uno puede imaginarse al infierno? Por eso, finalmente, acepto como naturales  el dolor de las partidas y la incertidumbre de las llegadas.

Y me brota esa maravillosa poesía de León Felipe que nunca he olvidado:

<<Ahora de pueblo en pueblo,
Errando por el mundo.
Luego de mundo en mundo,
Errando por el cielo,
Lo mismo que esa estrella fugitiva.
¿Después?
¡Después ya lo dirá esa estrella misma!
Esa estrella romera que es la mía.
Esa estrella que corre por el cielo sin albergue,

Como yo por la vida.>>

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