Estación espacial internacional |
Próximo ya a partir, me va
llegando ese momento en que me llena una extraña soledad. Experimento algo
parecido a esos entrenamientos sin gravedad que les hacen a los astronautas. El
avión en que los meten es mediano y todos sus mamparos interiores están acolchados.
Acelerado al máximo, se eleva muy alto, hasta meterse bien dentro de la
estratosfera. De súbito se lanza en un picado muy pronunciado. La tremenda,
creciente aceleración, hace que todos sientan el vértigo de una gigantesca
montaña rusa, sus vísceras, aplastadas por la enorme pesantez, querrían escapárseles
por la boca. Y cuando ya casi no pueden aguantar más, el avión hace un brusco
giro y arrumba hacia lo alto, como si quisiera fugarse para siempre de las
miserias de este planeta. En el interior de la aeronave acaba de producirse una
falta local de gravedad. Todos flotan, podrían hasta volar dentro de aquella
reducida cabina, se han liberado por fin de la pesantez que los ha acompañado
desde que fueron concebidos. La sensación tiene que ser tremenda, imborrable.
La misma que esos astronautas experimentarán más tarde cuando habiten durante
meses en una estación espacial, orbitando sin tregua alrededor de la Tierra.
Pues algo así es lo que siento yo
en estos días próximos a mi partida, pero en el territorio de las emociones,
los afectos, las afinidades. Pronto voy a dejar de ser una mezcla entre chilote
adoptivo y eremita para volver a ser lo que durante la mayor parte de mi vida
he sido. Pero no, no será volver a ser,
sino empezar de nuevo a serlo. En esos pocos días que voy a pasar entre mis dos
mundos quizá llegue a tener la sensación de que no pertenezco, de verdad, a
ninguno. Flotaré en mi espacio interior, atraído simultáneamente por fuerzas
que tiran de mí en direcciones distintas.
Pero sería tonto ponerme trágico.
Creo que lo que estoy sintiendo es esa necesidad, que comparto con millones de
personas, de que alguna vez este disperso y heterogéneo mundo nuestro llegara a
convertirse, de verdad, en un solo mundo, y que de este modo uno dejara de
sentir el dolor de partir pero a la vez perdiera también para siempre la
necesidad de hacerlo. Un mundo feliz, justo, casi beatífico.
Cuando lo pienso más a fondo, en
verdad, en verdad, un mundo así ¿es posible? Y si lo fuera, ¿no podría llegar a
ser lo más parecido que uno puede imaginarse al infierno? Por eso, finalmente,
acepto como naturales el dolor de las partidas y la
incertidumbre de las llegadas.
Y me brota esa maravillosa poesía de León Felipe que nunca
he olvidado:
<<Ahora de pueblo en pueblo,
Errando
por el mundo.
Luego
de mundo en mundo,
Errando
por el cielo,
Lo
mismo que esa estrella fugitiva.
¿Después?
¡Después
ya lo dirá esa estrella misma!
Esa
estrella romera que es la mía.
Esa
estrella que corre por el cielo sin albergue,
Como
yo por la vida.>>
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