Chiloé se parece muchísimo a la Galicia de mi España natal, no en balde los españoles le dieron nada más conquistarla el nombre de Nueva Galicia. Las dos tienen el bosque y la mar como elementos vertebradores del paisaje, y solo se diferencian en lo telúrico, porque en Chiloé la tierra tiembla con frecuencia mientras que Galicia se asienta sobre firmes rocas de granito paleozoico. Tanto una como otra son supersticiosas, es decir, capaces de descubrir en sus paisajes las muchas maravillas que forman parte del mundo de la fantasía, y de encontrar explicaciones legendarias, también consoladoras, para las muchas cosas de la vida que son por su naturaleza inexplicables.
Los bosques de ambas tierras están llenos de antropomorfismos, puesto que los árboles tienen muchas veces apariencia humana: troncos como cuerpos, ramas que son sus brazos, ramillas que son sus dedos, cabezas barbudas hechas de hojas de poe, ojillos maliciosos fraguados de cicatrices de ramas perdidas, bocas torcidas en sonrisas pícaras dibujadas por arrugas de las cortezas. Particularmente es así en los frecuentes días de niebla del Chiloé en que vivo, cuando no llego a ser capaz de diferenciar lo que veo de lo que imagino, o lo que temo. En días así es cuando puedo llegar a encontrarme con un Trauco, ese sátiro de los bosques chilotes, que cruza veloz como una huiña la huella estrecha y perdida por la que voy caminando. Oigo el roce de sus vestidos de quilineja contra el follaje del sotobosque, pero eso es todo. Intento oler el hedor inconfundible que según mi vecina la señora Marta, tienen los Traucos, pero solo me llegan los aromas de las hojas del melí, y el dulce olor fermentado de las hojas secas de quila, que van pudriéndose en el suelo que piso.
La mar brava y rocosa del Chiloé que se abre al Pacífico, como la Costa da Morte de la Galicia que lo hace al Atlántico, también es capaz de alimentar las fantasías más marineras. Allí confluyen la piedra más firme con las olas más enormes, que se rompen en espumas bravías y tronantes. Agarrados a la parte submarina de las rocas, oxigenados por la espuma, crecen muchos animalitos extraños y vegetan las algas, entre las que destaca el larguísimo cochayuyo. Sus tallos tienen pies que se fijan con firmeza a las paredes de piedra, ellos mismos se cimbrean al compás de las olas que vienen y van, el conjunto forma como la larga y hermosa cabellera de una mujer mitológica, la Pincoya, la reina de la mar chilota, que cuida de todas las criaturas que viven en ella y recoge caritativamente los cuerpos de los marinos ahogados para llevarlos a descansar eternamente en el Caleuche, la nave fantasma. Yo he visto más de un día asomar el rostro de una bellísima mujer bajo las largas melenas de cochayuyo, a pesar de que las rocas sobre las que éstas se insertan parecen a veces cabezas de demonios. Bellísimo es este rostro en sus ojos, en el color de su piel y en la expresión de su boca. Y al verlo he comprendido por qué la señora Blanca, mi otra vecina, a pesar de que no cree en la mayoría de las supersticiones chilotas, vio un día, siendo niña, a la Pincoya bañándose desnuda entre las rocas que cierran por el Norte la caleta de Puñihuil, y todavía no ha podido olvidarse de su extraordinaria belleza.
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