En el NW de Chiloé, sector Pumillahue, comuna de Ancud, he encontrado un bello ejemplo de cómo funciona la solidaridad entre los campesinos chilotes. Este sector, junto con el colindante de Duhatao, estuvieron muy mal comunicados con el resto del mundo hasta hace relativamente poco tiempo. Mucha gente se desplaza todavía por sus caminos a caballo, y es raro ver por allí instrumentos de labranza mecanizados, siendo las yuntas de bueyes las que ejecutan la mayoría de las faenas agrícolas. El hábitat es disperso, como muestra la foto que encabeza esta entrada, del lado Norte de la ensenada de Pumillahue.
Hace pocas semanas un hombre que cortaba leña en el bosque tuvo un accidente desgraciado, que por otra parte es relativamente frecuente entre los leñadores chilotes. Al tratarse de bosques muy espesos y cerrados, las ramas gruesas de algunos árboles crecen sometidas a la tensión de otras ramas de árboles contiguos que les oponen resistencia. Cuando el leñador corta con la motosierra una rama que está empujando a otra, y no ha podido verlo por la espesura del bosque, la rama ahora liberada se mueve empujada por su elasticidad y alcanza con un trallazo tremendo a cualquier objeto que se le ponga por delante. Esto fue lo que le pasó a un hombre de Duhatao: el golpe le produjo fracturas múltiples en una pierna, que hubo que someter a intervención quirúrgica y lo mantendrán imposibilitado de trabajar durante algunos meses.
Pero resulta que este hombre, considerado buena persona y trabajador por sus vecinos, también ha sido bohemio y algo más soñador de lo que conviene en la práctica. Es soltero y quizá como consecuencia de ello nunca pensó en ahorrar. De manera que el accidente lo dejó sin ropa y sin un solo peso con el que poder mantenerse. Inmediatamente la solidaridad de sus vecinos se ha puesto en marcha. Un hombre para el que trabajaba con frecuencia lo ha alojado en su casa y le dará de comer hasta que se recupere; también le ha conseguido una silla de ruedas. Y una asociación de mujeres de Pumillahue, que tiene el sugestivo nombre de “La Hormiga”, quizá queriendo contraponerse a la Cigarra de la fábula de La Fontaine, le ha conseguido una buena cantidad de ropa usada y ha vendido papeletas entre los convecinos para un curanto guisado por ellas, que se han comido todos juntos en celebración y por el que han recaudado para el leñador accidentado más de 200.000 pesos. De este modo rápido y sencillo, el problema ha quedado encauzado y definitivamente arreglado. Solidaridad campesina y chilota.
Habría mucho que hablar de esta solidaridad que constituye uno de los valores fundamentales de las pequeñas comunidades campesinas dispersas por el territorio de Chiloé. Yo he visto aquí, en estos días tan individualistas y apresurados como son los de la época que vivimos, las mingas en acción durante la recogida de las papas. Para los que sean foráneos, una minga es cualquier acción emprendida en común por los convecinos de una comunidad sin que medie ninguna remuneración. Aquello del “hoy por ti, mañana por mí”. En la región que estoy describiendo, el espíritu de la minga sigue vivo, puedo atestiguarlo. El resultado de una minga particularmente admirable puede verse en el patio del museo de Ancud. En el año 2005, una ballena azul vino a morir en la ensenada de Pumillahue, y los vecinos, animados por las impulsoras entusiastas de CCC, una ONG dedicada a la protección de la ballena azul en Chile, organizaron una minga para sacar del mar y trasladar hasta el museo, hueso por hueso, el gigantesco esqueleto de este animal.
¿Cuáles pueden ser las raíces culturales de este espíritu solidario? Quizá habría que buscarlas en la cultura amerindia ancestral, la de los Williches, en sus modos de vida tradicionales. Quizá también en una de las características más importantes de las comunidades campesinas chilotas, su autosuficiencia, esa que dice que tus problemas, los generales y los particulares, te los tienes que resolver tú mismo con la ayuda de tu comunidad, o tu comunidad con tu ayuda. Unas comunidades que, por cierto, nunca tuvieron amos protectores y opresores; en esto también pudo influir la presencia prolongada de los jesuitas en las islas.
En cualquier caso, lo que cuento es una lección bonita para los que están encerrados en una cultura urbana, donde la multitud te aplasta. Aquí, donde ni siquiera hay alcaldes o alguaciles en las aldeas, y las únicas instituciones permanentes son la escuela con maestro, la capilla sin cura y el cementerio, tu comunidad te protege.
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