<<Y llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.>> (Mateo, 18:2,3)
Esta referencia del Evangelio de San Mateo se corresponde con la gran sorpresa que me dio la Cartuja. Esperaba encontrar monjes y eremitas sesudos, silenciosos, concentrados en sí mismos, pendientes solo de la consideración de los sagrados misterios, la oración y la contemplación. Los cartujos lo eran, sin duda. Pero en la base de esta forma de ser, sustentándola, estaban personas sorprendentemente inocentes, que manifestaban sin ningún recelo la alegría y la ingenuidad de los niños. Esta fue una de las experiencias más sorprendentes que viví en la Cartuja, quizá la que más ha persistido dentro de mí, también la que más admiración y respeto me produjo entonces. A las pocas horas de dejar la Cartuja para siempre, volvía yo en un autobús de línea para Madrid, atravesando la hermosa y austera Castilla la Vieja. Recuerdo que hicimos una parada en la ciudad de Lerma, en una plaza situada bajo la imponente fortaleza palacio del duque del mismo nombre, cargada de historia. Algunos pasajeros bajamos a tomar un café; no había mucho ruido en aquella plaza, porque los castellanos son gente de pocas palabras, pero a mí me pareció que me rodeaba un estruendo. En ese momento me di cuenta de lo que había dejado atrás: el silencio y la inocencia, la soledad y la pureza, fundidos los cuatro en un cemento común. Silencio y soledad, un entorno eremítico en el que solo se puede sobrevivir con inocencia y pureza. Considero que estas dos son las cualidades más notables que los cartujos tienen.
Desde entonces, es decir, durante la mayor parte de mi vida, me ha rondado por la cabeza una idea que ahora que soy abuelo rebrota una y otra vez con insistencia: la etapa más perfecta de la vida de un individuo humano es la niñez. ¿En qué sentido perfecta? Explicarlo exigiría un espacio que aquí no tengo; baste decir que cuando el paso del tiempo te obliga a abandonar la niñez dejas de ser un individuo único y te conviertes en un espécimen de Homo sapiens. Las responsabilidades y exigencias que te impone tu especie (que es tu nación, tu pueblo, tu familia, tus padres, tus hijos, tus compañeros y amigos) caen encima tuya como una pesada losa. Pierdes tu libertad esencial, ésa de la que gozabas cuando eras un niño, la de tu imaginación, tu fantasía, tu capacidad de asombro, tu poder de amar sin condiciones, pierdes todo eso, o lo empiezas a perder poco a poco, a medida que tu niñez se va desgastando. Es cierto que se trata de un desgaste deseado, porque estás en el mundo para consumirte como una lámpara de aceite, dándolo todo, al menos eso es lo esencial de la visión cristiana (ese tiempo lineal) de la vida. Pero cuando consideras tu vida desde el recuerdo de la plenitud de tu niñez, solo puedes considerarla como un proceso de pérdida.
Esta es mi visión de las cosas. Pero los cartujos me enseñaron que la niñez puede recobrarse. La inocencia de los cartujos no es una inocencia virginal, innata y nunca perdida, sino que es una inocencia reencontrada, derivada de su manera de vivir en la Cartuja. La comunidad de cartujos de Miraflores lo era de hombres maduros, muchos de los cuales habían tenido vidas complicadas. Cuando yo los visité, el padre procurador habia pertenecido al Cuerpo Diplomático durante bastantes años, conociendo muchos países del mundo en estas tareas; el padre prior había sido cura párroco en un pueblo de Castilla durante la mitad de su vida, antes de dejarlo todo para ingresar en la Cartuja. Entre la comunidad de padres había uno que había llegado a ser capitán de la Legión Extranjera española, un cuerpo de élite que nació en el Norte de África y operaba habitualmente en el Sahara; otro había sido periodista. Entre los hermanos, dos venían de las ermitas de Cordoba, donde habían sido ermitaños hasta que su comunidad fue disuelta; todavía vestían su hábito pardoscuro de origen. ¿Cuántas historias más tendrían aquellos hombres, cuya mayoría yo no llegué a conocer? El caso es que la inocencia de aquellos cartujos no era una prolongación de la que tuvieron cuando niños, sino un hallazgo, una adquisición trabajosa, ellos dirían que a causa de la gracia y el amor de Dios.
Acabo ya estas consideraciones que van siendo demasiado largas. Rememoraré ahora un par vivencias que me pusieron de manifiesto la inocente ingenuidad de los hermanos y padres cartujos de Miraflores, con la esperanza de remachar con estos ejemplos lo que he querido transmitir.
Empezaré con el Hermano Bruno, fotografiado por Ortiz Echagüe a la izquierda. Antes de visitar la Cartuja ya conocía yo su rostro a través de esta foto y sabía algo de él por lo que Antonio González había escrito en las "Estampas Cartujanas" y publicado en la prensa.
Hermano Bruno era un campesino vasco, que se expresaba con dificultad en todo lo que no fuera su euskera natal y que tenía una pierna artificial, lo que en aquellos tiempos de escasa riqueza en España quería decir una pata de palo, como las de los piratas antiguos. Además, dentro de la Cartuja tenía fama de santidad.
Dejé escrito en la entrada anterior (nº 3) de esta serie que en mi primera noche en la Cartuja entré enseguida en la iglesia para la liturgia de Maitines, ocupando una silla del coro de los Padres. A los Hermanos les era imposible verme desde su coro, tal y como se muestra en las fotos de la entrada anterior. Cuando los Maitines terminaron emprendí el camino de vuelta hacia la hospedería, sin hablar con nadie, siguiendo las instrucciones del Maestro de Novicios. El recorrido era complejo, varias puertas y pasillos que tuve que ir rememorando trabajosamente, bajo la luz mortecina de escasas ampolletas eléctricas. Pronto quedé completamente solo, porque la hospedería estaba lejos de los dormitorios de los Hermanos y las celdas de los Padres. Con trabajo pude llegar hasta el pequeño claustro al que se abría la puerta de la hospedería.
En ese mismo momento se apagaron las luces y todo el monasterio quedó completamente a oscuras. Recordé que el Padre Maestro de Novicios me había dicho que la electricidad del monasterio provenía de un grupo electrógeno que era apagado pocos minutos después de que concluyeran los Maitines. Aun así, me puse un poco nervioso, porque en aquel claustro, casi a tientas, no conseguía dar con la puerta de la Hospedería.
Estaba perdido, tanteaba las paredes del corredor con mis manos pero la puerta de la hospedería no aparecía. Pasaban los minutos y mi vista se iba acostumbrando a la oscuridad; el patio del claustro estaba débilmente iluminado por la luz de una luna menguante o creciente, que habría salido hacía poco. No sabía qué hacer.
De pronto me pareció escuchar unos pasos lejanos. Sí, eso eran, pero a medida que se acercaban percibía yo que eran también unos pasos extraños. Sonaban como si procedieran de un cuerpo con una sola pierna. Tuve entonces una premonición: los pasos que yo oía eran de la pierna que le faltaba al cuerpo que se me iba acercando, ¡eran los pasos de una pata de palo! Enseguida me convencí de que solo podía tratarse del Hermano Bruno y esta convicción, dado mi estado de nervios, se me hizo certeza.
Ahora debo describir cómo es un claustro: un patio más o menos grande, de planta cuadrada, ceñido por cuatro corredores o pasillos, uno a lo largo de cada uno de sus cuatro lados. Yo estaba en el corredor dónde sabía que se encontraba la puerta de la hospedería, aunque no diera con ella. Los pasos se me acercaban por un corredor perpendicular al mío, de modo que el que se me acercaba y yo no podíamos vernos. La escasa luz de luna iluminaba la parte de los corredores muy próxima al patio, nada más.
Me encaminé hacia la esquina de los dos corredores, para darle el encuentro a quien yo estaba convencido que era el hermano Bruno. Cuando sobrepasé la esquina, el que venía estaba ya muy cerca de mí. Lo vi y en efecto, era el hermano Bruno, de manera que me paré ante él y le dije: "Buenas noches, Hermano Bruno". El buen cartujo, como era de esperar, se paró en seco y me miró con ojos asombrados. Entonces sucedió lo que jamás me habría podido esperar: dio la vuelta y salió corriendo, huyendo de mí. Su carrera era la de un hombre que tiene una pierna artificial, una pata de palo: a trompicones. Pero rápidamente se me alejó y desapareció en la oscuridad. Enseguida dejé de escuchar sus pasos, probablemente porque había abandonado el claustro a través de otra puerta.
Si el Hermano Bruno se llevó un susto, no fue menor el mío. El hecho de que aquel buen monje huyera aterrorizado de mí se reflejó en mi ánimo. Luego he comprendido que no sabiendo que aquella noche acababa de llegar a la Cartuja un hombre procedente del mundo exterior, se sorprendiera de mi aparición, hasta la creyera fantasmal o demoníaca, quién sabe. El caso es que yo me conmoví también, y me llevó algún tiempo calmarme.Quizá fuera la soledad y el silencio de aquel claustro, unido al convencimiento de que no podía pedir ayuda a nadie, lo que me trajo la calma. Con la ayuda de un encendedor fui registrando las paredes oscuras, hasta que dí con la puerta de la hospedería, entré en mi cuarto y por fin descansé.
La segunda anécdota que quiero relatar ocurrió otra madrugada durante la liturgia de Maitines. Su protagonista fue un padre cartujo viejecito, parecido físicamente a quien aparece en la foto de la derecha que fue padre vicario en Miraflores cuando Ortiz Echagüe hizo sus fotos, pero ya no estaba en la Cartuja cuando yo la visité.
He descrito en la entrada anterior de esta serie que los padres cartujos iban turnándose en el facistol para dirigir el canto del oficio de Maitines. Aquella madrugada, hacia la mitad de la liturgia, le llegó el turno a un padrecito viejo. La comunidad entera de padres estaba como siempre llena de devoción, la atmósfera era de una gran espiritualidad. El padrecito empezó a entonar sus salmos, a los que contestaba el resto. De pronto, en uno de ellos, al padrecito debió faltarle aire y se le escapó un gallo ("nota falsa y chillona que emite quien canta", según el Diccionario de la Academia). La comunidad le contestó como si no hubiera pasado nada. Cuando el padrecito estaba entonando su siguiente recitación, uno de los padres rompió en una risa incontenible, que en el silencio de aquella iglesia no pudo pasarle desapercibida a nadie. Estas situaciones tienen a veces un carácter contagioso, ese fue el caso allí: uno a uno primero, en masa a continuación, la mayoría de los padres cartujos se incorporaron a un ataque de risa colectivo, que duró algunos segundos, deteniéndose el rezo. Luego siguió un silencio que se prolongó por unos instantes, hasta hacerse ensordecedor. Enseguida el padrecito cartujo repitió su entonación, y el rezo de Maitines se reanudó normalmente, con la misma devoción de antes, como si no hubiera pasado nada.
He traído aquí estas dos anécdotas para poner de manifiesto que los cartujos que yo conocí en Miraflores eran como niños, siguiendo el consejo de Jesús. En ningún otro momento o lugar de mi vida me he encontrado una atmósfera humana tan pura, tan inocente. Por eso me dolían los oídos y algo más cuando volvía en el autobús camino de Madrid.
Ya lo he dicho, pero para terminar lo repito: lo verdaderamente sorprendente, aunque obvio, es que aquellos cartujos no eran unos niños, sino hombres que se habían vuelto como niños, y esa era una gracia que se la debían al espíritu de la Cartuja, que quería ser, en definitiva y antes que otra cosa, el de Jesús en Nazaret.
Composición de rostros de padres cartujos de Miraflores (recortada de fotos de Ortiz Echagüe) |
Nota sobre las fotografías de esta entrada:
Todas las fotos de esta entrada son obra de José Oriz Echagüe (Guadalajara 1886 - Madrid 1980), sin duda uno de los mejores fotógrafos que ha tenido España. Fueron tomadas de la 2ª edición (1947) de "Estampas Cartujanas", Antonio Gonzalez, Editorial Bilbaína.
3 comentarios:
Precioso relato, y preciosas fotos. Lo he leído y las he disfrutado escuchando cantos de Taizé. Me ha hecho todo mucho bien.+
Gracias.
Paz y bien.
Gracias por esta entrada.
En Cristo
También yo he leído el blog escuchando cantos de Taizé. Concretamente ahora el Magnificat. Gracias por este blog.
Paz y Bien. +
Que Dios te bendiga.
Desde Valencia.
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