lunes, 1 de agosto de 2011

Monjes y ermitaños (2).- San Antonio Abad, el eremita egipcio, padre del monaquismo



Los siglos III y IV son de los más trepidantes que un humano occidental haya tenido la oportunidad de vivir. A lo largo de ellos tiene lugar la decadencia del Imperio Romano y la consolidación del Cristianismo. 
Las controversias intelectuales son muy intensas. En el siglo III Plotino, filósofo pagano, abre con el neoplatonismo una vía fecunda para la teología cristiana, también para el misticismo. Inspirados en Plotino pensadores cristianos como Orígenes desarrollan una visión tricotómica del ser humano, compuesto de cuerpo, alma o mente y espíritu, de la que la teología cristiana, en siglos posteriores, destronará al espíritu haciéndolo una dependencia del alma. Siguen sin resolverse durante estos dos siglos  problemas teológicos fundamentales, como el de la naturaleza divina o humana de Cristo, con el arrianismo, que proclama lo segundo, en pleno apogeo. En el siglo IV el Imperio Romano se cristianiza con Constantino y San Agustín romaniza y neoplatoniza el cristianismo. El Oriente mediterráneo, políticamente romano y con Alejandría como centro cultural y religioso, bulle también de ideas, contradicciones y conflictos, aunque siempre fue más místico, más espiritual, que el Occidente. Han pasado ya más de dos siglos sin que haya tenido lugar esa segunda venida de Cristo que en el siglo I se creía inminente y que suponía el fin de los tiempos. En estas circunstancias,  muchos cristianos orientales sienten el hambre de Dios y dan el paso decisivo de apartarse del mundo para buscar al Cristo y a la vez esperarlo en la soledad del desierto. Son los eremitas, también llamados ermitaños o anacoretas, primera manifestación de la vocación contemplativa en la Iglesia cristiana.

El movimiento eremítico es en sus comienzos desordenado y romántico. Evoluciona caóticamente, llevado por el viento de Dios. Florece en Egipto y el Asia Menor. Produce una figura carismática, San Antonio Abad, que lo encauza y consolida, estableciendo una conexión estructural entre el eremita puro y el monje conventual, que en el futuro lo será entre eremitismo y monaquismo. Explicaré en esta entrada las razones poderosas que lo llevaron a ello. San Antonio Abad es una figura fundamental del Cristianismo, venerado tanto en las iglesias cristianas occidentales, encabezadas por la católica, como en las iglesias ortodoxas orientales como en la iglesia copta de Egipto, fundada por San Marcos pero de la que San Antonio y otros Padres del Desierto son un pilar fundamental.


San Antonio Abad.- Zurbarán.
En lo que sigue llamaré a San Antonio Abad como Antón, para diferenciarlo del otro gran San Antonio, el fraile portugués que terminó en Padua, al que muchas mujeres jóvenes siguen pidiéndole un novio bueno. Fue Antón un egipcio nacido en una familia de agricultores ricos cerca de Heracleópolis Magna, ciudad importante del Egipto grecorromano, próxima a lo que hoy es El Cairo. Teniendo escasos veinte años decidió dejarlo todo y huir al desierto para encontrarse con Jesús. Seguía así la senda que el mismo Jesús y Juan el Bautista habían dejado trazada, pero además quería ser estrictamente fiel al consejo evangélico: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mateo, 16:24). 

Antón no fue al desierto para sumergirse en la naturaleza y disfrutar de su belleza y su inocencia, sino para luchar, desde la soledad y la libertad que el desierto le daba, contra sí mismo, contra sus miserias de hijo de Adán. Esta beligerancia de Antón se apoyaba en un aspecto fundamental de la cosmovisión cristiana, el de su concepción del tiempo.
En la mayoría de las cosmovisiones, desde el animismo, pasando por el chamanismo, Platón y toda la filosofía griega, los grandes imperios religiosos americanos (aztecas, mayas, incas) y las grandes religiones de Asia (hinduismo, budismo), cuando el cuerpo humano muere su alma o espíritu se reencarna en otro cuerpo, lo que hace que el tiempo humano sea cíclico. Pero en el judeocristianismo y en el islamismo que de ellos se deriva, el tiempo humano es lineal, tanto para cada individuo como para el conjunto de la humanidad. El individuo nace único, vive una vida única y muere para renacer espiritualmente único en una vida eterna, lineal e infinita, sin reencarnación posible. La humanidad, a su vez, es creada por Dios en el sexto día del Génesis, como acto final de un largo proceso evolutivo, lineal en su esencia. Deja de ser inocente ya en su primera generación, con Adán y Eva; vive en la Historia linealmente, como civilizaciones que se van sucediendo unas a otras; hasta que cuando lleguen por fin los tiempos apocalípticos, los de la segunda venida del Cristo, el mundo se acabe con un Juicio Final y la humanidad siga viviendo una eternidad espiritual, lineal y tan infinitamente larga como la que vive cada individuo. Esta concepción lineal del tiempo la hereda el progresismo laico del Siglo de las Luces, del que los occidentales de hoy somos herederos directos. Pero hay diferencias importantes entre el tiempo lineal cristiano y el ilustrado: el primero está orientado por Dios y hacia Dios, mientras que el del progresismo contemporáneo no tiene faro que lo guíe, es un progreso a ciegas basado solamente en la capacidad innovadora de la ciencia y la técnica, por lo tanto mucho más arriesgado y angustioso. Además es un tiempo truncado que se acaba definitivamente con la muerte. 

Su concepción lineal del tiempo y su fe cristiana  hacían que Antón afrontara la vida en el desierto como una batalla que tenía una meta clara, ganarla, superando las miserias de su condición humana y acercándose a Dios. Pero Antón se encontró con una peligrosa sorpresa: al separarse de los demás y encerrarse en la soledad del sí mismo descubrió que un humano puede ser por dentro mucho más complicado, prodigioso y tenebroso que todo el mundo que lo rodea. Vivió lo que en la historia de la Iglesia y en el arte de la Pintura universal se han llamado las Tentaciones de San Antonio. A Antón estas tentaciones lo convirtieron en santo, y para los pintores han sido una fuente continua de inspiración, incluso para artistas no devotos, como RopsDalí  o el hiperrealista chileno recientemente fallecido Claudio Bravo
Las Tentaciones de San Antonio.- Jeronimus Bosch (1520)
Ya que el problema que se le planteó a Antón es, llevado en él a un máximo de crispación,  el mismo problema fundamental de la naturaleza humana. Lo humano, en efecto, no es simple ni homogéneo, está hecho de fuerzas y territorios de naturaleza muy diversa que pelean entre sí. Para Freud se trata del Id contra el Ego contra el Superego contra el Id. Para el cristianismo y muchas otras cosmovisiones de origen religioso, del Cuerpo contra el Alma/Mente contra el Espíritu contra el Cuerpo.  Para Antón el conflicto lo creaban los demonios que lo ponían frente a todas las tentaciones posibles, esas que son reflejo de la limitación del individuo humano, la lujuria, la avaricia, la gula, la soberbia, la pereza, el descontrol emocional. Unos demonios que no solo lo tentaban, también lo hacían sufrir física o psicológicamente cuando Antón resistía sus seducciones. Expresando el problema planteado en el lenguaje de hoy, era necesaria una gran estabilidad psicológica y fortaleza de carácter para afrontar lo mucho duro y alucinante de la vida eremítica.  Para el que esté interesado en profundizar en las hazañas de este santo y héroe antiguo, hay una biografia  de él que merece la pena, escrita por su amigo San Atanasio, patriarca de Alejandría y luchador contra el arrianismo.

Las Tentaciones de San Antonio.- Pieter Bruegel (1534)



Antón vivía como eremita en alguno de los sepulcros innumerables que dejaron las culturas faraónicas en los cerros que rodean el valle del Nilo. Otros muchos eremitas vivían también por aquellos contornos, y el carisma de Antón lo hizo convertirse en una suerte de líder natural de todos ellos, asistiendo a los más desequilibrados y llevando a la mayoría al feliz cumplimiento de su vocación de anacoretas. De manera que aunque cada uno de ellos siguiera viviendo en su ermita, aislado de todo, la vigilancia paternal de Antón los unía en un algo común que los iba convirtiendo, poco a poco, de anacoretas en monjes. Lo que Antón descubrió fue que un eremitismo sin control podía resultar en locura, que los eremitas debían por eso congregarse en agrupaciones más o menos laxas que en su extremo más integrado devenían en monasterios, poblados por monjes sometidos a unas reglas rigurosas de vida en común, basadas en los tres consejos evangélicos: pobreza, castidad y obediencia
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Desde los tiempos de Antón, la vocación contemplativa dentro de las iglesias cristianas, la católica, la ortodoxa y la copta, se ha ejercido en algún punto intermedio entre dos polos extremos: el monaquismo, muchas veces practicado en estado puro, y el eremitismo, que para ser viable ha debido acompañarse siempre de algunas dosis de monaquismo. La orden cartujana, a la que está dedicada esta serie, se caracteriza por combinar en partes equivalentes el monaquismo con el eremitismo, siendo una de las que en los tiempos actuales está más cerca de lo puramente eremítico, es decir, de la soledad y el silencio.




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