Aquel grupo de niños de seis años en un colegio de monjas tendría unos treinta alumnos. Entre ellos estaban Pereira, delgaducho, desgarbilado, bajito, con expresión casi permanente de pena en un rostro de orejas enormes; y Bermudez, el típico niño gordito con complejo de gordo. Pereira intentaba pasar desapercibido, cuando se sentía observado por alguien lo miraba con el gesto servil del que pide permiso para seguir viviendo. Bermudez soportaba con malhumor su exceso de peso y las bromas de sus compañeros de clase, que cuando se sentían crueles, y eso en los niños es frecuente, le gritaban: “Gordete, caracolete, que tiene el culo como un bombete”, cuyo significado exacto Bermudez desconocía, pero que le resultaba irritante por humillante.
Un día, durante el recreo de media mañana, los demás niños tenían a Pereira acorralado en un estrecho círculo y le gritaban, “¡Pe…rei…ra!...¡Pe…rei…ra!...”, con risas crueles y algún que otro empujón. El pobre Pereira no sabía qué hacer, era la imagen misma de la miseria, miraba a sus compañeros con una sonrisa suplicante que pedía que lo dejaran en paz, mientras que intentaba torpemente esconder sus manos en los bolsillos del babi. Si hubiera podido esconderse todo él, entero, en alguno de esos bolsillos, lo habría hecho.
Bermúdez, que era uno de los mejores estudiantes de la clase, se había entretenido con la Hermana Celina, su profesora, y salió al patio de recreo unos minutos después que sus compañeros. Cuando lo hizo ya estaba en marcha el acoso a Pereira. Bermudez se sorprendió, pero enseguida, al ver la indefensión de Pereira, la sorpresa se le trocó en indignación. Aunque gordito, Bermudez era un niño valiente. Atravesó a empujones el muro de niños vociferantes y se situó junto a Pereira, en el centro del círculo. Empezó a increpar a sus compañeros, incluso a empujar a alguno. “¡Sois unos cobardes!”, les decía, “¡dejad a Pereira en paz!”
Tanta fue su resolución que uno de los líderes de aquel montón de niños crueles, uno de esos que siempre los hay entre los niños, capaz de moverlos hacia la exhibición de lo más vulgar y mezquino que se esconde en sus almas infantiles, cambió el lema y empezó a gritar: “¡Ber…mu…dez!... ¡Ber…mu…dez!...” Como era un líder y su voz sobresalía entre las demás, casi al instante, tras unos segundos de vacilaciones y silencios, los gritos contra Pereira se convirtieron en aullidos contra Bermudez.
Esto fue lo que pasó. Pereira, no sintiéndose ya el objetivo de la crueldad colectiva, se fundió con la masa vociferante, dejando a Bermudez solo en el centro del círculo. Éste se sentía indignado, pero también satisfecho por haber salvado a Pereira. Empezó a pasear su mirada despreciativa sobre aquella masa de pequeños gamberros, cuando sus ojos se quedaron fijos en algo que no acababa de creerse: Pereira, como uno más de aquellos niños, vociferaba con expresión feliz que tenía destellos de crueldad: ““¡Ber…mu…dez!... ¡Ber…mu…dez!...”
Así que Bermudez atravesó a empujones aquel círculo infame y se metió en la clase, para esperar allí, solo, a que el recreo terminara. La sorpresa se le había cambiado en decepción, pero no respecto a Pereira, sino a todos los niños. Decepción respecto a la naturaleza humana.
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Luego Bermudez, hecho ya un hombre, se ha acordado a veces de esta pequeña anécdota miserable. Ha pensado que quizá él, que era entonces un niño gordito y solitario, se tomaba las cosas demasiado en serio. Que la protección que le brindaba a los niños normales el sentirse uno más en la colectividad, le faltaba a él. Pero también ha concluido, a veces, que aquella mañana se encontró por primera vez, frente a frente, con el mal, con una de las innumerables facetas del mal.
Muchos años después, Bermúdez estaba trabajando en su primer libro largo y ambicioso, que era, como la mayoría de los primeros libros largos y ambiciosos, una indagación sobre el misterio del Mal. Allí dejó escrito:
“El Bien es la Plenitud del Ser más las fuerzas del Bien. El Mal es las fuerzas del Mal. Los humanos somos seres limitados dotados de libertad. La libertad es lo que nos permite ser receptivos tanto a fuerzas del Bien como a fuerzas del Mal; ser, también, capaces de generar tanto fuerzas del Bien como fuerzas del Mal”.
Estas definiciones le resultaban, siempre que las releía, muy relajantes. Creía en ellas. Ponían de manifiesto que Bien y Mal no son conceptos opuestos a la manera de Heráclito, sino cosas bien distintas. Les pasa lo mismo, por explicarlo con un ejemplo más claro, que al Amor y el Odio. El Odio no es lo opuesto al Amor. Odio y Amor no tienen nada que ver el uno con el otro. Lo opuesto al Amor es el Desamor, mucho más doloroso que el Odio para el que tiene que sufrirlo, por cierto.
En todo caso, Bien y Mal incluyen multitud de fuerzas y masas muy heterogéneas. Unas empujan hacia la Plenitud del Ser y por eso son buenas. Otros se alejan de esa Plenitud y por eso son malas. Aunque la Plenitud del Ser, por su parte, siempre estará haciéndose, nunca será completa, por muy claro que esté lo que significa, si es que lo está.
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