sábado, 12 de mayo de 2012

Vida y muerte en el gran hospital. (2).- La vivencia del tiempo por el enfermo: tan largo, tan corto.

El gran hospital es un castillo enorme cuyas almenas son las innumerables ventanas que se abren en sus muros. Detrás de cada una de ellas hay una habitación en la que dos enfermos luchan contra la enfermedad y la muerte. Por el lado interior, estas habitaciones se disponen a lo largo de pasillos inacabables, cuyos suelos pulidos y limpios están recorridos permanentemente por gente que viene y va, bulliciosos en las horas de visita, poblados solo por los murmullos y pasos diligentes del personal sanitario el resto del día. A veces una camilla transporta a un paciente de ida o vuelta desde los quirófanos o salas de radiología. El rostro de este desdichado suele ser inexpresivo, su mirada está perdida en ninguna parte, quizá el paciente la tiene vuelta hacia dentro, hacia ese "sí mismo" que pugna ahora entre ser y no ser.

Las ventanas inumerables equivalen a las almenas de  esa fortaleza contra la muerte
que es el gran hospital. Tras cada ventana yacen dos enfermos esperando la curación.
Estos pasillos de hospital se llenan de misterio durante la madrugada, una vez que los enfermeros han administrado a cada paciente su tratamiento de medianoche. Las puertas de casi todas las habitaciones quedan con una rendija abierta, la mayoría de las luces se apagan, ha llegado el momento del descanso. Pero a muchos enfermos les es imposible conciliar el sueño. El pasillo se puebla entonces de rumores, toses, llantos, gritos aislados, que emanan de las habitaciones, ofreciéndonos la oportunidad de escuchar una música que rara vez hemos oído.

Imaginémonos agazapados  en un rincón de una de éstas.

Desde las cabeceras de las dos camas nos llega el murmullo del fluir de líquidos y el barbotear de gases por tubos escondidos, que marcan como el tictac de un reloj el tiempo que pasa. Desde el pasillo y quién sabe cuánto más allá de él, voces lejanas, gritos cuyos significados se nos escapan, sollozos, risas nerviosas, pasos apresurados, toses, carraspeos. A través de las paredes permean en tonos graves los ronroneos de motores escondidos tras muros y techos. Se ven reflejos de luces que al otro lado de la ventana, en el mundo exterior, se encienden o se apagan, pero sobre todo se ven las sombras que llenan la habitación semioscurecida, sus volúmenes tenebrosos.

La puerta se abre y cuando lo hace es siempre de golpe, por sorpresa. Una enfermera vestida de blanco entra con pasos silenciosos y voz amable, eficiente, apresurada, fugaz. Controla la correcta perfusión de sueros y medicamentos. Cuando termina y sale, vuelven a la habitación la oscuridad y el silencio, con ellos el sentimiento en los que intentan descansar dentro de ella de que el tiempo está detenido, a la espera de un desenlace. Es imposible dormir.

Están internadas en esta habitación dos mujeres.

Una se llama Mercedes, tiene 85 años y padece de una neumonía que puede resultar en  una embolia pulmonar. La noche le trae todo el terror de la oscuridad. Sueña pesadillas y delira miedos. “¿Dónde está mi niño?... ¿Dónde mi nuera?... ¿Dónde estamos?...”, grita una y otra vez. Siendo como es una anciana, el tono de su voz es el de una joven casi niña, misterios de la noche en el hospital. En esos mismos momentos, uno de sus nietos, soldado en Afganistán, vuela hacia España con un permiso de una semana, para verla antes de que muera, porque no pudo ver a su otra abuela cuando también murió. El muchacho, que viene de la guerra, probablemente sabe ya que la hora más importante de la vida es la hora de la muerte.

La otra mujer que intenta dormir en esa misma habitación se llama Lola y es una veterana del sufrimiento. Como siempre antes, está decidida a seguir luchando ahora. Cuando amanezca la van a operar, una intervención incierta y larga. Llora en silencio, amparada por la oscuridad, confiada en que nadie pueda notarlo. Piensa en que tiene que lavarse y peinarse cuidadosamente cuando amanezca, antes de que el camillero venga por ella para llevarla al quirófano, en cómo lo hará. Luego piensa en sus hijos, sus amores, sus animales, su casa, sus plantas, su hogar, los recuerdos de toda una vida que éste alberga. Lo que ama le queda muy lejos, difuminado en una niebla de incertidumbres. Se da cuenta de su soledad, deja de llorar, abre ligeramente los labios y aspira un aire que quisiera fresco, pero que es húmedo y caliente.

El tiempo va pasando inexorable, los que intentan dormir dentro de aquella habitación que es ya una celda quisieran por una parte que ese tiempo pasara fugaz, por otra que retrocediera hasta aquel punto en que eran felices sin saberlo. Pero todo es en vano. La oración surge espontánea de lo más hondo de sus almas, como si fuera el llanto de un niño perdido en mitad de la noche.

De alguna forma sutil y hasta civilizada, la atmósfera de aquella habitación está saturada de un sufrimiento que a veces se condensa en lágrimas. Todo lo cual es sencillamente, lamento decirlo, terrible.

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En la habitación donde yacen dos enfermos pernoctan también sus dos acompañantes, casi siempre mujeres, familiares cercanas de los pacientes. Ayudan a estos en sus necesidades, siendo apoyo esencial de los enfermos en intimidades a las que el personal de enfermería nunca  podría llegar. También son de alguna manera las sombras de los enfermos, con los que comparten su posición en el espacio y el tiempo, asi como sus angustias, aunque no sus sufrimientos, por eso pueden ayudarlos.

Enfermos y acompañantes, que soportan juntos  en toda su crudeza el paso de la enfermedad, experimentan una vivencia del tiempo muy singular, bien distinta a la de los restantes humanos,   médicos, enfermeros, visitantes, que también pueblan el gran hospital. Una acompañante me lo expresó así: “El tiempo que llevo en el hospital, que ha rebasado ya el mes, me ha resultado a la vez muy largo y muy corto”.

Aquello me sonó enseguida como una iluminación. Muy largo y muy corto. Pero ¿cómo puede ser así? En aquella declaración había una revelación importante sobre lo que es el tiempo humano. No estaba explícita, yo la olfateaba pero era necesario trabajarla. Eso es lo que he venido haciendo, para presentar ahora aquí mis resultados.

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El tiempo vivido por el enfermo en el hospital, que no es el tiempo físico que mide el reloj, sino la vivencia por el enfermo de ese tiempo interior que mana desde lo más profundo de él mismo y que termina haciéndose un río por el que navega como una barquichuela su propia vida, es a la vez muy largo y muy corto. ¿Cómo es posible esta simultaneidad de contrarios? Quizá porque la vivencia del tiempo precede a la lógica, a la causalidad. No es sino una intuición y puede tener toda la complejidad contradictoria de las intuiciones, que es la misma que la de los sueños.

¿Por qué pues ese tiempo largo y corto a la vez?
1).- Largo quizá porque el enfermo, no controlando el transcurrir rutinario de su tiempo en el hospital, que está organizado por médicos y enfermeros, intuye  ese transcurrir como inacabable.
2).-Corto porque a la vez están ocurriendo acontecimientos excepcionales que se precipitan sobre el enfermo, tomándolo por sorpresa, que son extraordinarios por su gravedad o por las consecuencias sobre su vida. Se trata de mejorías, agravamientos, complicaciones  o soluciones de su salud, que se manifiestan como crisis súbitas, inesperadas. Esta sucesión de sorpresas es la que hace que el transcurrir del tiempo interior de ese enfermo sea también extraordinariamente rápido, fugaz.

Se trata por consiguiente de un tiempo extraño, contradictorio, surrealista a su manera. Que no le permite al enfermo aburrirse, pero tampoco rebelarse contra ese tiempo atroz. Que abre las puertas de la sensibilidad del enfermo al fatalismo, la resignación y el miedo. Pero que también deja paso a la esperanza, la cual toma frecuentemente  la forma de una decisión firme de luchar contra la enfermedad, de no dejarse vencer por ella. En esta disposición esperanzada radican muchas de sus posibilidades de sanación.

Hay que decir, por último, que este tiempo extraño, ambivalente y contradictorio, no solo lo viven en toda su plenitud los enfermos en los hospitales, sino también los prisioneros de una condena larga en una cárcel peligrosa, los soldados en las guerras, en general todos los que, de una manera radical, han dejado de ser dueños de sus propias vidas.

Más todavía: esta es la estructura básica del tiempo interior de cualquier humano, en el que se enfrentan permanentemente lo pasado con lo presente y lo por llegar, aunque en la vida corriente, sin grandes problemas, se note menos que en el dramatismo de una enfermedad. Así,  el cuarentón que está en la plenitud de su vida y al que le han ido las cosas bien, intuye su tiempo en presente y confía en que sabe quién es y por qué está aquí, pero las angustias del pasado y del futuro lo acechan agazapadas, esperando una oportunidad de exhibir sus contradicciones. Mientras que el niño que todavía carece de pasado, intuye unas veces con angustia, otras con ensoñaciones, muchas con una mezcla contradictoria de ambas, su futuro, que le preocupa y le interesa.  Y el viejo que ya empieza a carecer de futuro  siente cada día con un poco más de fuerza el peso de su pasado, destacándose con nitidez creciente lo bueno y lo malo que haya podido haber en él, en forma de contradicciones y desencuentros.

Porque para un humano, sean cuales sean su condición y su empeño, es imposible llegar a controlar (a manipular) su tiempo de vida. Este tiempo interior, que el humano percibe como una lluvia imprevisible de vivencias, no es sino un amasijo de intuiciones totalmente inmunes a su voluntad individual.  Es el río en que ese humano nada, intentando mantenerse a flote, manoteando con brazos voluntariosos desde que nace hasta que muere.

Aquí debo dejar por hoy este asunto apasionante. Pero en la próxima entrada miraré a mis conclusiones bajo la luz de lo que han pensado algunos filosofos y descubierto algunos artistas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Querido Olo, muy interesante tus actuales entradas sobre la vida y muerte en los hospitales, me imagino vendra mas adelante, algo para aquellos humanos que han decidido pasar su vida en ese mundo que es el hospital, algunos(as), en especialidades mas duras, que luchan contra el cancer o con niños gravemente enfermos, o que atienden la locura y el desbalance de la psiquis.
A veces uno puede pensar que hay formas mas alegres de ganarse la vida, la aquitectura, la música u otras artes.
Pero la medicina también aunque dura, puede ser hermosa.
cariños....

olo dijo...

En efecto, hablaré de los nobles oficios sanitarios, médicos y enfermeros.