En septiembre de 1938, fecha que firma la carta que se reproduce en esta
entrada, se está ya en el tercer y último año de la guerra civil española.
Desde un punto de vista estrictamente militar, el ejército de Franco tiene
asegurada la victoria, pues solo quedan en manos de la República Cataluña,
Madrid y el cuarto de España que se extiende entre Madrid y el extremo sudeste
de la Península. Pero la II República, gobernada por Negrín, no se rinde a la
espera de que la Guerra Mundial se inicie y el conflicto español se
internacionalice.
La carta la escribe un hombre culto desde una cárcel de un pueblo de la
provincia de Sevilla. Es una petición de auxilio a un amigo influyente que vive
en esta última ciudad. Dice así:
<<Me encuentro detenido por el comandante militar de esta villa y
a disposición del Sr. Auditor de Guerra de esta región a virtud de denuncia
presentada esta tarde por el director de la Caja de Ahorro de la Diputación
provincial al comandante de este puesto de la Guardia Civil en la que dice que
en conversación tenida con él esta tarde menosprecié el Bando del General con
relación a los préstamos hechos a los cultivadores de trigo suponiéndome un
rojo quizá peligroso.
Los hechos acaecidos son los siguientes:
Esta tarde un pegujalero de ésta que tiene recibido un préstamo de
cuatrocientas pesetas me abordó diciéndome que habían estado dos señores a
hacer efectivo el préstamo que recibió y en el caso de no hacerlo a reclamar el
trigo declarado en la comarcal como recolectado por él y que hace unos días
había tenido necesidad de venderlo para pagar los gastos de siega de dicho
trigo y acarreo de las gavillas a la era; pero que tenía un poco (sic) de maíz,
que por causa de la lluvia de estos días había retrasado su singrane, y en
cuanto estuviera en condiciones de venta la efectuaría y con su importe y cien
pesetas que le habían sobrado de la venta del trigo tenía sobradamente para
abonar la cantidad que le reclamaban y que estaba dispuesto a abonarla.
Que a pesar de este expuesto los mencionados señores, con frases poco
tranquilas, le habían manifestado que había cometido un delito vendiendo el
trigo y que iría a la cárcel si no otra cosa peor que seguramente le ocurriría,
poniéndose el pobre hombre en un estado de ánimo que daba compasión y me
suplicó que me esperara un momento porque los estaba esperando para que yo con
más tranquilidad les expusiera los motivos que había tenido para vender el
trigo y sus propósitos de reunir el dinero con el maíz y pagar la obligación
por completo.
No se hicieron esperar y entonces yo limitándome a exponerles la situación
angustiosa de aquel hombre que para recolectar ochocientos setenta y cinco
kilos de trigo que fue todo lo que vendió y pudo recolectar de cinco fanegas de
tierra había tenido necesidad de gastar en siega y acarreo de mieses a la era
trescientas pesetas quedándole tan solo cien pesetas que les ofrecía de momento
y además la promesa de liquidar por completo con el maíz que tenía pasados tres
o cuatro días, y que merecía otra consideración si se tenía en cuenta que este
hombre de no haber tenido formalizada esa operación le hubiera salido más
ventajoso abandonar el pegujal y no proceder a su recolección que en el actual
año resultaba ruinoso; a esta consideración contestaron que de haber realizado
ese hecho lo hubieran fusilado.
Otras consideraciones que me permití hacerles referente a lo recientemente
legislado respecto a aplazamiento y fraccionamiento de préstamos del crédito
agrícola no quisieron escucharlas y en forma brusca se retiraron.
Vista esta actitud y apreciada por mí en sus justos términos, aconsejé al
interesado viera la manera de adquirir dinero a cuenta del maíz que tenía, en
cantidad suficiente para liquidar la obligación por completo y así lo hizo, lo
encontró y la pagó.
A las dos horas de esto me vi sorprendido por requerimiento de comparecer
al cuartel de la Guardia Civil para notificarme la denuncia, contestándole con
gran asombro mío pues en los diez minutos escasos que yo hablé con aquellos señores,
no hubo la menor incidencia que pudiera justificar el hecho que realizaban y
que a la hora en que a mí me requerían ya ellos habían abandonado el pueblo.
El hecho de hacer la denuncia no puedo atribuirlo más que a un acto
realizado con ligereza y poco meditado porque no ocurrió en nuestra
conversación nada que pueda justificarlo.
El procedimiento que usarán con el atestado, según me dicen es remitirlo
mañana a la Auditoría y esperar órdenes al Comandante militar respecto a mi
detención, y espero que V. gestione de quien corresponda se solucione este
asunto lo más rápidamente posible pues yo estoy perplejo con lo ocurrido.
No tengo para qué decirle, puesto que V. lo sabe de sobra, cuáles son mis
ideas de toda la vida, mi vida y aficiones políticas, mi conducta con el
Movimiento, el tributo que le llevo rendido y demás circunstancias que V.
conoce, que me ponen ideológicamente de los rojos a mayor distancia de la que
nosotros estamos de la luna.
Le saludo
Septbre 1938>>
No hay nada de extraordinario en esta carta, que tiene sin embargo el valor
inmenso de la autenticidad. No se escribió para que la leyera yo, quedó
enterrada bajo mucho polvo y papeles viejos hasta que casualmente la encontré entre
las ruinas de la que fue casa de mis padres. Desde el momento en que la leí me
pareció preciosa: refleja un estado de vida y un estado de ánimo, es un
testimonio fresco, veraz, de cómo se vivían cotidianamente en España aquellos
tiempos trágicos. Es, en muchísimos sentidos, historia químicamente,
filosóficamente, dialécticamente, emocionalmente pura. Todo eso me conmueve.
1938 fue un mal año agrícola. Además los campos de España estaban arrasados
por la guerra, y las conquistas que la España franquista iba haciendo la llevaban
a tener más y más bocas que alimentar. El trigo, base del pan, componente
básico de la dieta española, adquiría así una enorme importancia social. Los
cultivadores de trigo, como el pegulajero (pequeño labrador) al que la carta se
refiere, estaban obligados a vender toda su producción al Estado a un precio
intervenido. El mercado de los alimentos estaba sometido a un programa de
racionamiento, cada familia tenía una cartilla con la que retiraba de los comercios
a un precio asequible los escasos alimentos básicos que le estaban autorizados.
Como contrapartida a todo esto se había desarrollado en la zona franquista el
llamado estraperlo, un mercado
clandestino de alimentos en el que estos nunca faltaban pero había que pagarlos
a precios altísimos. Todo ello hacía que algunos agricultores vendieran a
algunos panaderos el trigo por libre, con el que se hacía pan que luego se comercializaba
de estraperlo. Este podía haber sido el caso del pegujalero en cuestión, que
ahora se veía sometido a la presión de los que le habían prestado dinero para
que cultivara trigo, en definitiva, del Estado. Pero es probable que, siendo un
pequeño agricultor, solo pretendiera sobrevivir a los desastres de la guerra. Quizá
es esto lo que justifica que el autor de la carta que comento diera la cara,
por así decirlo, en su defensa.
Por debajo de la situación narrada emerge con toda su frescura viva la
realidad de una guerra que, como todas las guerras, se caracteriza por que la
fuerza de la razón ha sido sustituida por la razón de la fuerza. Los derechos
humanos han sido suspendidos indefinidamente, en tanto lleguen la victoria o la
derrota. No existe una justicia independiente, todos los poderes, ejecutivo,
legislativo y judicial, están en manos de la autoridad militar competente. Una
situación que lleva a que cualquiera que forme parte de la estructura del Estado
se crea autorizado para exhibir un poder tan absoluto como arbitrario, de vida
o muerte. Como lo hacen en esta historia los representantes de la Caja de
Crédito, que amenazan al pobre pegujalero “con
frases poco tranquilas” haciéndole
ver “que había cometido un delito vendiendo el trigo y que iría a la cárcel
si no otra cosa peor que seguramente le ocurriría”, poniéndolo así en “una situación angustiosa” que lleva al
anónimo escritor de esta carta a emprender con gallardía su defensa, lo cual
hace que los de la Caja le mencionen la posibilidad del fusilamiento ante una
rebeldía abierta. Todo lo cual conduce a que el defensor se encuentre encarcelado indefinidamente, por
eso pide ayuda a un amigo influyente, capaz de cortocircuitar un sistema
arbitrario, haciéndole ver además que está “ideológicamente de los rojos a mayor
distancia de la que nosotros estamos de la luna”.
Testimonio directo, sí, de la realidad de una
guerra, éste de hoy tomado de su retaguardia. Mi padre, que la vivió entera
como teniente médico en el bando franquista, me contó muchas más anécdotas de
las que él fue testigo. Como la mayoría de los españoles era apolítico, la
guerra civil le partió la vida por la mitad. Una guerra que fue, por otra
parte, una vergüenza y una tragedia histórica para España, en la que los dos
bandos incurrieron en una responsabilidad histórica semejante, unos por provocarla,
los otros por llevarla a su término terrible. En la que ambos bandos se
mancharon de sangre inocente. Y de la
que fueron finalmente responsables las revoluciones y contrarrevoluciones que
ya estaban en marcha en Europa y que desembocaron en la II Guerra Mundial.
Como en tantas guerras civiles que se suceden
continuamente a lo ancho del mundo. Como en Siria, Sudán o el Sahel, por
mencionar algunas de las más próximas. Los que las sostienen, permiten y
alimentan están casi siempre muy lejos de los teatros bélicos y a veces ni
siquiera son plenamente conscientes de su responsabilidad inductora.
Les pasa en esto como al Diablo. ¿Alguien puede creer
que el Diablo, cuando se contemple en el espejo de su palacio infernal, piense
de sí mismo que es un mal bicho?
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