Tanto en la entrada anterior como en ésta, referidas ambas a
acontecimientos que tuvieron lugar en España durante 1938, en plena guerra
civil, quiero referirme a cómo la gente de a pie, los humanos pobres y
mayoritariamente inocentes, son víctimas de las guerras inducidas por los
forcejeos entre ideologías que, en última instancia, poco tienen que ver con
las realidades de carne y hueso que esa gente humillada y maltratada vive.
Hoy narraré otra historia real, la de un hombre de mar que se vio
sometido, siendo todavía casi un niño, a los embates de la tormenta más
terrible que sufrió en toda su vida, la cual casi acaba con él. La superó
gracias a su valor. Esta aventura vital de Antonio Orcha me la contó su propio
hijo, Pepe, también hombre de mar y gran pescador, que ha sido protagonista de
una de las narraciones marineras escritas en este blog, “Gente de la mar (8).-
Boxeo a bordo”.
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El 18 de julio de 1936 Antonio Orcha tiene diecinueve años y ha
venido siendo tesorero de la CNT, el sindicato anarquista, en Sanlúcar de
Barrameda, desde los catorce, porque es uno de los pocos de sus militantes que
sabe escribir y tiene alguna idea de números. Guarda la caja con el dinero de
la central sindical en su casa, debajo de la cama de su madre, donde
permanecerá intocada, después de que revoluciones y guerras pasen por encima de
esta familia, durante muchos años, hasta entrado el siglo XXI.
En Sanlúcar el alzamiento del ejército de Franco ha triunfado, de
manera que Antonio y su hermano
mayor José, entre otra mucha gente de
izquierda, han sido encerrados preventivamente en el castillo de Santiago, la
vieja fortaleza medieval de los duques de Medina Sidonia. Son momentos de
enorme confusión. El golpe de estado diseñado por el general Mola ha fracasado
en Madrid, Barcelona y otras muchas regiones españolas. Allí donde ha
triunfado, se ha llevado por delante toda la estructura del estado, y grupos
paramilitares de derechas se mueven
caóticamente intentando imponer el nuevo orden a través del terror.
A los pocos días, las autoridades responsables del castillo ponen
en libertad a Antonio, al comprobar que es casi un niño, pero a José lo envían
al penal del Puerto de Santa María, donde nunca llegará, porque unos
incontrolados lo fusilan a mitad de camino, dejándolo tirado en la cuneta. Son
momentos terribles. A los pocos días, Antonio está una mañana en la plaza del
Cabildo de Sanlúcar y es reconocido por un falangista, que quiere llevárselo
detenido nuevamente al castillo donde, le dice, ahora no lo va salvar ni la
Virgen de la Caridad, que es la patrona del pueblo. Pero Antonio saca su
pistola y le dice al falangista que se atreva a detenerlo. Mal debe ver éste la
situación, porque se echa para atrás y le dice a Antonio que se esconda, pues
lo están buscando para matarlo.
Faluchos aparejados con vela latina, típicos barcos de pesca en la España mediterránea y suratlántica del siglo XIX y mitad del XX |
Antonio ha tenido una vida difícil. Se quedó huérfano a los cuatro
años y a los ocho, todavía lo recuerda, su madre lo llevó una noche a Bajoguía
para que se embarcara, pues los barcos de pesca, las parejas que entonces les
llamaban, porque pescaban extendiendo una red entre dos de ellas, solían zarpar
de madrugada. Eran barcos, y los llamo así porque tenían cubierta, aparejados
con una gran vela latina, y casi ninguno de ellos tenía motor. Antonio se
embarcó en las que pescaban la sardina, que llegaban a las costas de Marruecos,
a veces tan lejos como Agadir, pasando hasta meses en la mar y conservando las
sardinas que pescaban bajo capas de sal, que una vez en puerto se prensaban en
barricas de lo que se llamaban sardinas arenque.
De manera que en 1936 Antonio es, pese a su juventud, un
curtidísimo hombre de mar. Ante las amenazas de muerte opta por intentar huir.
Se juntan unos cuantos de los activistas de izquierda perseguidos y se
organizan para que un falucho los recoja en Chipiona y navegue con ellos hasta
Tánger, donde estarán a salvo. Pero alguien da el chivatazo, porque la noche de
la partida los emboscan en la misma playa y tienen que salir huyendo por
piernas, salvándose afortunadamente todos. Antonio vuelve corriendo a casa de
su madre y se esconde en un pozo, medianero con la casa del vecino, dentro del
que permanece seis meses, en el curso de los cuales vienen a buscarlo,
inopinadamente, más de una vez, sin encontrarlo nunca.
La maquinaria de un estado empieza a organizarse en la España
franquista, y un día llega una carta del servicio de reclutamiento conminando a
Antonio para que se incorpore a filas. Él teme que en cuanto salga a la calle,
si sus enemigos lo ven antes de que llegue a las oficinas militares, lo
arresten y fusilen, pero también piensa que si consigue alistarse tendrá una
oportunidad de salvar su vida. Su hermana Luisa trabaja como sirvienta en casa
del comandante de Marina, don Carlos Delgado, al que le cuenta la situación en
que está Antonio. Este señor lo acompaña, el día de la citación, a la oficina
de reclutamiento, que está instalada en la estación de ferrocarril del barrio
Alto, pues los jóvenes alistados saldrán de allí mismo para incorporarse al
ejército. Cuando el listero nombra a Antonio, los guardias civiles allí
presentes, puesto que figura en algunas listas de busca y captura, quieren
detenerlo. Pero el comandante de Marina interviene y ordena que lo embarquen en
el tren, que Antonio está bajo su responsabilidad. De este modo consigue romper
el cerco a que estaba sometido, salvándose, y en el futuro dará el nombre de
Carlos a uno de sus hijos, en agradecimiento y recuerdo de este buen hombre.
Antonio Orcha en 1938, tras recibir sus galones de sargento de ametralladoras. |
Pasa algún tiempo en Ceuta recibiendo instrucción militar. Es
corpulento, y lo envían al frente destinado a manejar la ametralladora pesada
que apoya a una compañía de infantería. Como su expediente ha viajado con él y
es sospechoso, por anarquista, de combatir mal e intentar huir al enemigo,
continuamente lo vigila su sargento, que en combate suele estar detrás suya con
la pistola montada y casi todos los días le da unas cuantas bofetadas y
puntapiés, tratándolo con desprecio. Pero Antonio es valiente. Como casi todos
los soldados en casi todas las guerras, combate sin pararse a pensar dos veces
en quién tiene por delante, pues sabe que de eso depende su propia
supervivencia. Lo hace bien y por eso un día le dan permiso para ir a Sanlúcar,
pero nada más llegar tiene que volverse al frente, porque lo denuncian y se
encuentra en una situación en la que teme que, a pesar de su uniforme, puedan
matarlo. De nuevo en la batalla, se ven un día copados por tres ametralladoras
enemigas que, con fuego cruzado, los están diezmando. Antonio coge su
ametralladora y se arrima a los nidos de las de los rojos, barriéndolos y
salvando así a su compañía de la situación comprometida en que estaba. Por esta
acción de guerra lo ascienden nada menos que a sargento.
En cuanto le ponen los galones, reta al que había venido siendo su
sargento y amargándole la vida. Salen de la tienda de campaña y pelean. Se dan
una paliza de padre y muy señor mío, y a partir de ahí, son amigos y seguirán
siéndolo hasta que el otro sargento muera, meses después, en combate.
El comandante de su batallón vuelve a darle permiso para que vaya
a Sanlúcar a celebrar su ascenso. Antonio no quiere, porque todavía teme que lo
detengan y lo maten. Pero el comandante le dice que se lleve la pistola y le da
un salvoconducto por si lo detiene la guardia civil. Y desde que llega al
pueblo con sus galones y su pistola, nadie más se atreverá nunca a meterse con
él.
El Monte Mallaeta en los 1950's y el fondeadero de Bajoguía, entonces puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda |
Terminada la guerra, empieza enseguida a patronear barcos de
pesca. Un armador del Puerto de Santamaría le da un barco a medias, el Paco Villajoyosa, que mandará hasta
1965, en que se lo echan entre los dos a cara y cruz y le toca a Antonio. Luego
manda un barco de Sanlúcar, el Río
Guadalquivir, en el que pesca por Marruecos, Mauritania y Senegal. Y
después se convierte en armador, empezando a comprar sus propios barcos, el Josefa Gomis, el Monte Mallaeta y por último el Cari.
Durante su vida en la mar, es un hombre duro y ejemplar, el
primero en el trabajo y el riesgo, como todos los buenos patrones, de resultas
de lo cual pierde un ojo y casi una
mano.
El ojo lo pierde arrastrando frente a Cabo Juby, en el Sahara, un
día que arde la mar, como dicen los
marineros de Sanlúcar, porque sopla un ventarrón del norte que le da la vuelta
a las olas. Tienen la mala suerte de que el arte se enganche en unas rocas del
fondo. Inician una serie de maniobras delicadas para recuperarlo. Consiguen
halar del arte por su final, por el copo, y cuando lo van izando a bordo uno de
los cabos que tira de él se rompe, falta
como dicen en la mar, y el extremo roto cruza la cara de Antonio reventándole
el ojo izquierdo. Pese a ello, Antonio quiere reiniciar la maniobra de recuperar
el arte, pero su tripulación no le hace caso y ponen rumbo a Las Palmas de Gran
Canaria, donde lo ingresan en el hospital.
El accidente en que casi se queda manco es parecido. Ahora están
arrastrando frente al cabo Blanco, frontera entre el Sahara Español y
Mauritania, o en el 21, como dice la gente de la mar, que distingue los
caladeros africanos por el paralelo en que se sitúan. Van a chorrar, es decir, a cobrar el arte.
Antonio está junto a la maquinilla que, a popa del puente, hará todo el trabajo
de izado. Otra vez se enroca súbitamente el arte y, como consecuencia, falta un
cabo que le golpea en el codo y está a punto de arrancarle el brazo. Tienen que
desembarcarlo en La Güera y desde allí llevarlo en avión a El Aiún y luego a
Las Palmas donde consiguen salvarle un brazo izquierdo que se le queda, no
obstante, chungo para siempre.
En esta línea sigue moviéndose su vida, siempre en aguas lejanas y
el primero en las faenas de riesgo. Antonio se hace famoso entre los patrones
por enrolar en su tripulación a los marineros que nadie quiere, por rebeldes o
pendencieros, a los que sabe darles una oportunidad y sacarles partido, pues
muchas veces son, además de difíciles, gente capaz de trabajar bien si se la
motiva. Es un patrón duro, pero también justo, excepto con su propio hijo, con
el que a veces se pasa de exigente porque quiere convertirlo en todo un hombre.
También es compasivo con los marineros más viejos, a los que dispensa de las
faenas más duras y protege cuando la mar hace difícil el trabajo en cubierta.
Es, por último, un hombre de palabra, como siempre lo ha sido esa gente de la
mar que, sola entre las olas y los vientos, no puede protegerse de la
naturaleza y el destino detrás de ningún papel.
Sus hombres temen sus malos humores, producto de sus preocupaciones.
Por eso se sienten seguros y cómodos cuando, en un buen día de pesca, con mar
bonancible, Antonio baja una de las ventanas del puente y asomándose con los
brazos hacia fuera, empieza a canturrear la única canción que se le conoce, El Novio de la Muerte, el famoso canto de la Legión española:
Nadie en el
cuerpo sabía,
Quién era
aquél legionario,
Tan audaz y
temerario,
Que a la
Legión se alistó.
Nadie sabía
su historia,
Mas la
Legión suponía,
Que una pena
le roía,
Como un lobo
el corazón.
Y al regar con
su sangre la tierra ardiente,
Murmuró el
legionario con voz doliente:
Por ir a tu
lado a verte,
Mi más leal
compañera,
Me hice
novio de la muerte,
La estreché
con brazo fuerte,
Y su amor
fue mi bandera.
Porque todos saben que cuando Antonio canta estas estrofas, por
muy trágicas que sean, es que las cosas van bien y el futuro próximo, el único
que es razonable considerar entre las incertidumbres de la mar, se presenta
risueño.
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