Somos hijos del Sol, por eso los
humanos más primitivos lo adoraban. Hermanos de los demás animales y plantas, engendrados
por la misma estrella, de modo que toda la naturaleza viva comparte el tic-tac
fundamental que es la sucesión del día y la noche.
Hay formas de resistencia que
prolongan su sueño sin morir durante lo que puede ser muchísimo tiempo solar:
las esporas en los microbios y las plantas inferiores, las semillas en las
plantas superiores, los estados hibernantes en muchos animales de sangre fría y
algunos de sangre caliente que viven en climas imposibles, como los osos en sus
montañas heladas durante el invierno.
En cuanto a los humanos, nuestras
formas de resistencia, nuestras excepciones al implacable tiempo solar, solo
pueden ser culturales. Nos mantenemos vivos, aunque ocultos, en los buenos ánimos
que gracias al amor hemos dejado en los demás. En el recuerdo concreto o difuso
que de nosotros persiste en otros, ese que se alberga en lo más poderoso que un
humano tiene, su memoria.
Este mecanismo de supervivencia
es tan indirecto, tan sutil, que lleva inevitablemente a que lo más sólido y persistente de nuestra naturaleza humana tenga que ser espiritual. Así lo muestran la imagen
que Narciso dejó reflejada para siempre en el estanque, el vaho húmedo y cálido
que una joven soñadora exhaló en el espejo para dibujar sobre él un corazón, aquel
beso, aquella promesa, aquel consuelo, aquella carta, aquel apoyo, aquella lealtad, todos aquellos recuerdos imborrables…
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