lunes, 27 de mayo de 2013

El salto

A pocas horas de dar el salto, tras haber dormido muy poco, con la boca seca y el corazón herido, te vas llevándote contigo el miedo y el remordimiento como equipaje, temiendo que pueda pasar algo en tu ausencia, sin esa paz interior que es el mayor de los tesoros a que un hombre puede aspirar, sabiendo sin embargo que tienes que hacerlo, soñando también en reencontrarte con esa tierra que, nunca lo pudiste sospechar, terminaría siendo la tuya.

Pero ¿es que un miserable ser humano tiene derecho a considerar no ya una tierra, sino cualquier otra cosa, como definitivamente suya?

No, evidentemente no, pero sí, definitivamente sí, a condición de que la quiera. Es el amor desinteresado, ese misterio, lo único que puede justificar cualquier pretensión.

¿Acaso es éste tu caso? No lo sabes, desconfías de ti mismo, temes no conocerte. Como tantísimos semejantes tuyos te mueves por el mundo a impulsos, yendo a ninguna parte, viniendo de ningún sitio, buscando algo que no sabes ni qué forma tiene ni lo que esconde. Es la búsqueda en sí misma, por ella misma, quien te basta. No eres sino un miserable aventurero más, de los muchos que andan sueltos por tierras y mares, en una locura que quizá esconda una parte de lo mejor de lo humano.

Tú, pese a todo, sigues confiando en que pase la tempestad del miedo y cuando llegues a tu casa, frente al mar inmutable, todo cambie y encuentres siquiera ese instante de paz que estás necesitando. Quizá es por esa confianza que has sido capaz de ponerte en marcha. Da lo mismo, ya no puedes volverte atrás. Tu suerte está echada.












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