Despedida en 1925 de un barco de emigrantes en Vigo, rumbo a
América (Faro de Vigo)
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He tenido una experiencia singular. Hablaba con alguien en
la calle de cómo de mal están las cosas en España. Era este alguien mucho más
joven que yo. Me decía que estaba planteándose marchar al extranjero, abrirse
un camino en otro sitio, por lejos que estuviera. O eso… o la revolución, no
veía otras alternativas. Le pregunté si él creía que los españoles estaban
dispuestos a hacer una revolución. Se detuvo un momento a pensarlo y me reconoció que no.
Así que no le quedaba otra salida que emigrar. Pero se
resistía a dar el paso. “¿Por qué tengo que irme yo de una tierra a la que
quiero, en la que me siento a gusto, donde está todo mi pasado? ¿Por qué tengo
que regalarle esta tierra mía a los que no van a tener la necesidad de irse,
por qué esta injusticia?”
En ese momento comprendí que ni él ni muchos como él
conseguirían irse hasta que no se libraran del rencor. Y de muchas cosas más. Hasta
que solo les quedara en su equipaje la esperanza, tanto que les bastara con una
maletita muy pequeña para ponerse en camino.
Claro que llegar a ese estado de ánimo es difícil. Más que
difícil: desgarrador. A no ser que tengas la suerte de dejar aquí gente a la
que quieras mucho, de la que nunca jamás podrás olvidarte. Equivalente esta
gente a un ancla pesada con una buena cadena.
Entonces quizá te encuentres con que no llegues nunca a
estar definitivamente en ninguna parte. O que seas toda tu vida nada menos que
un puente.
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