viernes, 10 de mayo de 2013

La enfermedad es una lámpara

La cueva, lo escondido
Si algo hay que agradecerle a la enfermedad es cómo pone de manifiesto que en el ser humano hay algo que va más allá de lo corporal.

Algo que es capaz de distanciarse de un cuerpo que ha empezado a funcionar mal. Ese algo es capaz de ver a su cuerpo como un compañero de viaje. Se siente orgulloso de él cuando el cuerpo hace progresos en su lucha contra la enfermedad y se decepciona, como si un amigo lo hubiera traicionado, cuando el cuerpo retrocede ante los embates con que la enfermedad lo acosa.

Gracias a la existencia de ese algo mal definido, que podría ser la mente, el alma (que no es sino una mente destinada a la inmortalidad), el espíritu (ese misterio inefable) o todos ellos a la vez, el ser humano es capaz de superar las leyes estrictamente naturales y hacer o pensar cosas que a él mismo lo asombran, cosas inverosímiles o por lo menos muy improbables.

Entre estas cosas casi imposibles está la de vencer a la enfermedad. Ya sé que el cuerpo dispone de mecanismos de defensa muy potentes y que además está la ciencia médica. Pero por encima y por debajo de todos ellos, rodeándolos, existe en el enfermo lo que Schopenhauer llamaba la voluntad de vivir. Manifestación ésta de esa quintaesencia de lo humano a la que intento referirme aquí. Según el mismo Schopenhauer, siempre acompañada por el aburrimiento, que no es sino la negación heraclitea de esa voluntad de vida
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Voluntad de vivir frente a aburrimiento, los dos polos entre los que se sitúa no solo la enfermedad, sino todos los aspectos de una vida humana. Detrás de ellos, invisible, escondido, camuflado, ese misterio de lo humano que continuamente los engendra.

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