martes, 28 de enero de 2014

Las ballenas azules de Puñihuil

Ayer, amablemente invitado por mi amigo Francisco Altamirano, salí en su bote desde la caleta de Puñihuil (la famosa pingüinera, una de las atracciones turísticas más simpáticas y concurridas de Chiloé) para ver ballenas azules. Encontramos pronto a una pareja, a la que seguimos y fotografiamos durante un buen rato. Impresionan las dimensiones de estos animales, absolutamente gigantescos cuando comparados con nosotros, así como la ausencia total de peligrosidad que transmiten. Las ballenas no son bestias salvajes, sino simplemente ballenas, lo mismo que nosotros los humanos no somos ángeles racionales ni dueños de la creación, sino simplemente hombres. Ellas tienen unos cerebros tan desarrollados anatómicamente como los nuestros. También tienen una intensa vida social, abuelas, madres e hijas conviven durante muchos años y parecen mantener estrechas relaciones de dependencia y lealtades sólidas. Todos los veranos vienen a Chiloé unas 200-300 ballenas azules, que se alimentan aquí de un krill que no es antártico, sino posiblemente resultado de las corrientes y los afloramientos intensos que las grandes mareas provocan en el mar interior de Chiloé,  y que sale al Pacífico para alimentar a las ballenas por la boca del Guafo (desde el Golfo de Corcovado) al Sur de la isla y por el canal de Chacao (desde el Golfo de Ancud) al Norte, llevado por la corriente de la bajamar.

Vecinas mías en Duhatao son dos mujeres extraordinarias, Bárbara y Elsa, que comandan una ONG dedicada al estudio y protección de las ballenas azules de Chile. Trabajando junto con los pescadores chilotes de la caleta de Puñihuil han hecho algunas cosas grandes. Una de ellas fue organizar una minga que sacó del mar una ballena azul que había venido a morir a la ensenada de Pumillahue, cuyo esqueleto impresionantemente gigantesco está ahora, junto con una reproducción a tamaño natural de la goleta "Ancud", en el patio del Museo del mismo nombre. Merece la pena verse. Otra hazaña, desarrollada a lo largo de muchos años, ha sido racionalizar y ordenar el aprovechamiento turístico de la colonia de pingüinos de Puñihuil, haciéndolo compatible con la protección y el bienestar de los animales, una actividad de la que viven muchas familias y en la que los chilotes están demostrando su capacidad de organizarse en cooperativas.

En fin, vuelvo a las ballenas. Merece la pena verlas emerger cada tres o cuatro minutos para espirar grandes soplos de aire agotado e inspirar aire fresco, sumergiéndose enseguida de nuevo para seguir comiendo. Los diez pasajeros que íbamos en el bote estábamos extasiados. Cada avistamiento era un nuevo encuentro de nosotros los humanos con la naturaleza en el colmo de su majestad. Encuentro que, curiosamente, a mí me sabía a reencuentro, en el sentido de que aquellas ballenas inmensas estaban mostrando algo que me era muy familiar, muy íntimo, algo ya conocido por mí, vivido quizá desde antes de haber yo nacido. ¿La manifestación de la vida, del vivir, de lo viviente, a una escala tan grande que era imposible no verla? Quizá.


El caso es que no queríamos marcharnos, que hubiéramos seguido allí horas y horas, viéndolas emerger y sumergirse, una  y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, como una manifestación tan colosal como amigable, también tan bella y tan viva, de lo que es auténticamente el transcurrir.

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