Dejé hace unos días a mis tiuques negándose a comer un
durísimo y correoso durazno seco. Pero poco después llegaron los jotes de
cabeza negra y dieron buena cuenta de él.
Yo tenía una cuenta pendiente con mis tiuques, pero seguía
sin pan. Eché mano de una de esas barritas que equivalen a una comida y que
mucha gente usa para adelgazar y yo para llevarlas en la maleta cuando emprendo
un viaje largo o incierto, por lo que pueda pasar. Era de sabor
chocolate,
agradable para un urbanita como yo pero sin duda exótico para un tiuque de
campo. Corté dos trozos y los puse en el
barandal de mi terraza. Los dos tiuques llegaron al rato, picotearon la
golosina pero también la rechazaron. A poco llegaron a su vez los jotes de
cabeza negra. Estos comen de todo, es frecuente verlos en los roquedos donde
habitan los lobos marinos porque también se alimentan de sus cacas, comen lo
que buenamente pillan, comerían hasta piedras si no hay otra cosa. Se posaron
en mi terraza y engulleron los pedacitos de barra de chocolate, a pesar de que
me apostaría el cuello a que no habían probado un sabor intenso de chocolate en
su vida.
Esta belleza de los jotes me recuerda a la segunda categoría
de belleza descrita por Plotino. Si la primera es la belleza de las formas, una
belleza estática, escultural, la segunda es la belleza de los movimientos, de
la acción con dirección, una belleza dinámica, proyectiva. Si la primera pide
ser admirada, la segunda atrae, inspira, estimula a imitarla.
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