He querido esperar unos días antes de escribir mis
impresiones sobre este terremoto, que tuvo su epicentro en el mar, al SW de
Quellón y NW de Melinka, alcanzando una intensidad de 7,6 Richter. ¿Por qué
esta espera? Quizá porque es mi primer terremoto de consideración, una
experiencia que comparto con la mayoría de los chilotes nacidos después de
1960, cuando el terrible seísmo que centrado en Valdivia se abatió sobre el Sur
de Chile, cuyo tsunami acompañante causó un daño terrible en Ancud. Aunque ya
estaba yo en Chiloé cuando el terremoto de Febrero del 2010, que asoló al
centro de Chile pero aquí en el Sur apenas se notó.
Tengo que empezar diciendo que vivir los escasos momentos
que duran los movimientos de un terremoto es una experiencia que imprime
carácter, es decir, imborrable. No por cantidad, sino por calidad. Porque, ¡diablos!
si algo sentimos los humanos como sólido es la tierra que pisamos, y cuando
esta tierra se comporta, de súbito, como un gigantesco y rocoso pedazo de
jalea, encima del cual te encuentras tú, totalmente indefenso, se te viene
abajo la mayoría de los esquemas que constituían, por expresarlo de alguna
manera, tu carta de navegar por este planeta.
El domingo 25 de diciembre amaneció un bonito día. A las
diez y media de la mañana yo asistía a la misa que estaba celebrando en la
catedral de Ancud el obispo de la diócesis, monseñor Juan María Agurto. Todo
transcurría con normalidad hasta que, ¿cuándo? Pienso que acababa de darse la
Comunión pero, aunque parezca increíble, mi memoria es incapaz de reconstruir
el momento exacto, como si el disco duro de mi cerebro haya sido reformateado
por lo que vino después. El caso es que todo empezó a temblar, en un movimiento
lento y sostenido que iba en ascenso. Creo que en aquellos segundos iniciales
el sentimiento que predominaba en todos los que estábamos allí era de incredulidad.
Ante la inmediatez de los acontecimientos, razonar se hacía imposible, pero la
realidad terminó imponiéndose con su crudeza. El temblor, un trepidar de todo
lo que en circunstancias normales es inmóvil, iba a más. Curiosamente, y esto
no creo que se me olvide nunca, el movimiento anormal de las cosas venía
acompañado de un bramido indescriptible, profundo y sostenido, que parecía
salir de lo hondo de las entrañas de nuestra madre Tierra, aunque me llegaba
desde todas las direcciones. El obispo se mantenía firme en el altar,
aparentemente expectante, como todos nosotros. En las décimas de segundo que
transcurrían con muchísima lentitud el terremoto, que así lo habíamos
identificado ya, iba yendo a más, a más, a más. Ya no pudimos aguantarnos.
Alguien empezó a dirigirse hacia la puerta, pero sin pánico, tal y como si la
misa hubiera acabado, quizá intentando convencerse de que todo aquello era
solamente un mal sueño. Y los demás empezamos a seguirle. El obispo se mantenía
firme en el altar, mirando cómo empezábamos a salir. Yo tuve por unos instantes
la sensación de que hacíamos mal yéndonos y dejándolo allí, al menos eso me
parece recordar ahora, pero no por ello me detuve, mis pies y mi cabeza se
movían por entonces en universos muy distintos. Y de pronto, tan inesperadamente
como había empezado, el movimiento cesó y con él los bramidos que nos llegaban
de lo profundo. Don Juan María se dirigió a nosotros y nos pidió calma, lo que
nos hizo volver automáticamente a nuestros sitios. Todos, empezando por
monseñor, estábamos manifiestamente impresionados. Pero lo que tampoco se
borrará nunca de mi memoria es que, en el apacible marco de tranquilidad que
había poseído a casi todas las cosas, las grandes lámparas del templo, que
colgaban del techo sostenidas por lo que parecían largos cables de acero,
seguían oscilando pesadamente, en largos movimientos pendulares que se
mantenían señalando lo que acababa de pasar. He intentado reconstruir en mi memoria
la dirección que tenían estas oscilaciones de las lámparas; cruzaban el templo
de costado a costado, en un eje SE/NW, más o menos perpendicular a la línea que
une Ancud con el epicentro del terremoto, lo que no entiendo, porque la onda
sísmica debería llegarnos a nosotros casi desde el mismo Sur. En cualquier
caso: aquellas solemnes oscilaciones de
las grandes lámparas colgantes, convertidas en extraños péndulos de Foucault, no
las olvidaré jamás.
El obispo empezó a hacer algunas consideraciones sobre lo
que acabábamos de vivir. “Nosotros estamos a salvo”, vino a decir, “pero ¿qué
puede haber pasado o estar pasando en otros sitios de Chile?” Nos invitó a
rezar. Alguien en el templo hablaba por un celular. El obispo, desde el altar,
le gritó, “¿Hay noticias, qué dicen?” Y
se oyó la voz, “En Quellón”, solamente eso, y todos comprendimos dónde había
golpeado la tragedia.
Salimos a la calle. Empezaba a sonar con fuerza sostenida la
sirena de alarma de tsunami de la Municipalidad. Casi a la vez sonó en mi
celular una alarma similar, establecida como norma en todo Chile por la ONEMI
(Oficina Nacional de Emergencias del Ministerio del Interior).
Finalmente apenas hubo daños, ninguna pérdida de vidas
humanas. Chile es un país bien preparado para enfrentar los riesgos telúricos
que se le derivan de estar en el mismísimo borde de ataque en el que el viejo
continente ancestral, el Gondwana, se enfrenta con las mares primigenias y sus
fondos. Creo que este riesgo telúrico impregna la cultura de Chile y la dota de
unos valores que otros pueblos no tienen en tanta medida, como son la
solidaridad, la entereza ante la desgracia y hasta una cierta bravura.
Cuando ya íbamos a salir de la catedral monseñor Agurto,
todavía desde el altar, nos dirigió unas palabras de ánimo. No recuerdo su
contenido exacto, pero no olvidaré el grito que repitió dos veces, “¡Fuerza, …,
fuerza!” Ese grito que he oído cuando el terremoto de 2010, en su forma de “¡Fuerza
Chile!” y que brota del mismo corazón de una gente admirable, los chilenos, que
nunca se van a resignar a ser víctimas pasivas de la desgracia.
La catedral de Ancud por fuera y por dentro. En la imagen de la derecha pueden verse las grandes lámparas que cuelgan del techo |