miércoles, 28 de diciembre de 2016

El terremoto de Chiloé del 25 de diciembre de 2016

He querido esperar unos días antes de escribir mis impresiones sobre este terremoto, que tuvo su epicentro en el mar, al SW de Quellón y NW de Melinka, alcanzando una intensidad de 7,6 Richter. ¿Por qué esta espera? Quizá porque es mi primer terremoto de consideración, una experiencia que comparto con la mayoría de los chilotes nacidos después de 1960, cuando el terrible seísmo que centrado en Valdivia se abatió sobre el Sur de Chile, cuyo tsunami acompañante causó un daño terrible en Ancud. Aunque ya estaba yo en Chiloé cuando el terremoto de Febrero del 2010, que asoló al centro de Chile pero aquí en el Sur apenas se notó.

Tengo que empezar diciendo que vivir los escasos momentos que duran los movimientos de un terremoto es una experiencia que imprime carácter, es decir, imborrable. No por cantidad, sino por calidad. Porque, ¡diablos! si algo sentimos los humanos como sólido es la tierra que pisamos, y cuando esta tierra se comporta, de súbito, como un gigantesco y rocoso pedazo de jalea, encima del cual te encuentras tú, totalmente indefenso, se te viene abajo la mayoría de los esquemas que constituían, por expresarlo de alguna manera, tu carta de navegar por este planeta.

El domingo 25 de diciembre amaneció un bonito día. A las diez y media de la mañana yo asistía a la misa que estaba celebrando en la catedral de Ancud el obispo de la diócesis, monseñor Juan María Agurto. Todo transcurría con normalidad hasta que, ¿cuándo? Pienso que acababa de darse la Comunión pero, aunque parezca increíble, mi memoria es incapaz de reconstruir el momento exacto, como si el disco duro de mi cerebro haya sido reformateado por lo que vino después. El caso es que todo empezó a temblar, en un movimiento lento y sostenido que iba en ascenso. Creo que en aquellos segundos iniciales el sentimiento que predominaba en todos los que estábamos allí era de incredulidad. Ante la inmediatez de los acontecimientos, razonar se hacía imposible, pero la realidad terminó imponiéndose con su crudeza. El temblor, un trepidar de todo lo que en circunstancias normales es inmóvil, iba a más. Curiosamente, y esto no creo que se me olvide nunca, el movimiento anormal de las cosas venía acompañado de un bramido indescriptible, profundo y sostenido, que parecía salir de lo hondo de las entrañas de nuestra madre Tierra, aunque me llegaba desde todas las direcciones. El obispo se mantenía firme en el altar, aparentemente expectante, como todos nosotros. En las décimas de segundo que transcurrían con muchísima lentitud el terremoto, que así lo habíamos identificado ya, iba yendo a más, a más, a más. Ya no pudimos aguantarnos. Alguien empezó a dirigirse hacia la puerta, pero sin pánico, tal y como si la misa hubiera acabado, quizá intentando convencerse de que todo aquello era solamente un mal sueño. Y los demás empezamos a seguirle. El obispo se mantenía firme en el altar, mirando cómo empezábamos a salir. Yo tuve por unos instantes la sensación de que hacíamos mal yéndonos y dejándolo allí, al menos eso me parece recordar ahora, pero no por ello me detuve, mis pies y mi cabeza se movían por entonces en universos muy distintos. Y de pronto, tan inesperadamente como había empezado, el movimiento cesó y con él los bramidos que nos llegaban de lo profundo. Don Juan María se dirigió a nosotros y nos pidió calma, lo que nos hizo volver automáticamente a nuestros sitios. Todos, empezando por monseñor, estábamos manifiestamente impresionados. Pero lo que tampoco se borrará nunca de mi memoria es que, en el apacible marco de tranquilidad que había poseído a casi todas las cosas, las grandes lámparas del templo, que colgaban del techo sostenidas por lo que parecían largos cables de acero, seguían oscilando pesadamente, en largos movimientos pendulares que se mantenían señalando lo que acababa de pasar. He intentado reconstruir en mi memoria la dirección que tenían estas oscilaciones de las lámparas; cruzaban el templo de costado a costado, en un eje SE/NW, más o menos perpendicular a la línea que une Ancud con el epicentro del terremoto, lo que no entiendo, porque la onda sísmica debería llegarnos a nosotros casi desde el mismo Sur. En cualquier caso: aquellas solemnes oscilaciones  de las grandes lámparas colgantes, convertidas en extraños péndulos de Foucault, no las olvidaré jamás.

El obispo empezó a hacer algunas consideraciones sobre lo que acabábamos de vivir. “Nosotros estamos a salvo”, vino a decir, “pero ¿qué puede haber pasado o estar pasando en otros sitios de Chile?” Nos invitó a rezar. Alguien en el templo hablaba por un celular. El obispo, desde el altar, le gritó, “¿Hay noticias, qué dicen?”  Y se oyó la voz, “En Quellón”, solamente eso, y todos comprendimos dónde había golpeado la tragedia.

Salimos a la calle. Empezaba a sonar con fuerza sostenida la sirena de alarma de tsunami de la Municipalidad. Casi a la vez sonó en mi celular una alarma similar, establecida como norma en todo Chile por la ONEMI (Oficina Nacional de Emergencias del Ministerio del Interior).

Finalmente apenas hubo daños, ninguna pérdida de vidas humanas. Chile es un país bien preparado para enfrentar los riesgos telúricos que se le derivan de estar en el mismísimo borde de ataque en el que el viejo continente ancestral, el Gondwana, se enfrenta con las mares primigenias y sus fondos. Creo que este riesgo telúrico impregna la cultura de Chile y la dota de unos valores que otros pueblos no tienen en tanta medida, como son la solidaridad, la entereza ante la desgracia y hasta una cierta bravura.


Cuando ya íbamos a salir de la catedral monseñor Agurto, todavía desde el altar, nos dirigió unas palabras de ánimo. No recuerdo su contenido exacto, pero no olvidaré el grito que repitió dos veces, “¡Fuerza, …, fuerza!” Ese grito que he oído cuando el terremoto de 2010, en su forma de “¡Fuerza Chile!” y que brota del mismo corazón de una gente admirable, los chilenos, que nunca se van a resignar a ser víctimas pasivas de la desgracia.

La catedral de Ancud por fuera y por dentro. En la imagen de la derecha pueden verse las grandes lámparas que cuelgan del techo

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