Nació en 1909 y solo vivió 34 años. Como de muchos otros grandes místicos, hemos conocido su obra tras su muerte, y está compuesta de multitud de cartas y trabajos cortos. Aún así, la estatura de Simone Weil como maestra espiritual del S. XX no cesa de crecer. Hay en ella algo más que el simple y profundo misticismo, un testimonio de vida y una luz intelectual que, al menos para mí, la convierten casi en un ángel.
Sus padres eran judíos agnósticos, y en el más pulcro agnosticismo fue educada Simone, como su hermano André, que llegaría a ser uno de los matemáticos más ilustres del siglo XX. La naturaleza de Simone fue siempre frágil, asolada por terribles dolores de cabeza. Sin embargo estudió filosofía en la Ecole Nomal Superieur, donde fue la segunda de su promoción, con nada menos que Simone de Beauvoir como número tres. Dedicó su vida a la enseñanza de la filosofía en la escuela secundaria…junto con la más intensa acción, que le llevó a trabajar como obrera en la fábrica de Renault y a venir a España en 1936 como miembro de las Brigadas Internacionales. Porque Simone tenía una enorme preocupación social, y era una persona de izquierdas, sin que a su compromiso político se le pudieran poner apellidos.
Un día, con ocasión de una visita a Asís, se dio un tropezón espiritual, porque tuvo, sin que jamás hubiera podido sospecharlo, una experiencia mística que la convirtió a la fe en Cristo Jesús. Se trató de una conversión interior, es decir, no se dio de alta en nada, pero tomó la costumbre, entre otras cosas, de recitar con frecuencia un poema metafísico inglés que le había mostrado un amigo. Ella misma nos cuenta lo que le sucedió poco después:
Un día, con ocasión de una visita a Asís, se dio un tropezón espiritual, porque tuvo, sin que jamás hubiera podido sospecharlo, una experiencia mística que la convirtió a la fe en Cristo Jesús. Se trató de una conversión interior, es decir, no se dio de alta en nada, pero tomó la costumbre, entre otras cosas, de recitar con frecuencia un poema metafísico inglés que le había mostrado un amigo. Ella misma nos cuenta lo que le sucedió poco después:
(…) en el momento culminante de las violentas crisis de dolor de cabeza, me he dedicado a recitarlo poniendo en él toda mi atención y abriendo el alma a la ternura que encierra, (…). Fue en el curso de una de esas recitaciones, (…) cuando Cristo descendió y me tomó (…). En este súbito descenso de Cristo sobre mí, ni los sentidos ni la imaginación tuvieron parte alguna; sentí solamente, a través del sufrimiento, la presencia de un amor análogo al que se lee en la sonrisa de un rostro amado. (A la espera de Dios, Trotta eds).
A partir de entonces, Simone Weil pone toda su vida al servicio de esta conversión. Aunque los amigos que la acompañan en esta andadura son todos católicos y algunos sacerdotes, Simone no acepta el bautismo. Ella se siente más ligada al catolicismo que a cualquier otra doctrina, pero tiene serias dudas sobre la Iglesia Católica como institución, y considera además que su carisma es ser cristiana desde fuera,
No veo cómo evitar la conclusión de que mi vocación es ser cristiana fuera de la Iglesia. La posibilidad de tal vocación implicaría que la Iglesia no es tan católica de hecho como lo es de nombre, y que deberá serlo algun día, si está destinada a cumplir su misión (Carta a un religioso, Trotta eds).
En muchos de sus escritos mostrará una mezcla muy singular de crítica profunda a la Iglesia como institución con un cariño inmenso a la misma, como depositaria del mensaje de Cristo, a quien ella tanto ama. Pero Simone está convencida de que la mayoría de las grandes religiones son igualmente válidas y responden al mismo carisma, que es también el de esa multitud de ateos que lo son porque para poder ser religiosos se les ha exigido que traicionen a su inteligencia, y no han podido hacerlo.
Esa inteligencia que en la vida de SimoneWeil ha ido tan de la mano de su espíritu, de su personalidad mística, como ella misma lo expresa en estas bellísimas palabras:
Esa inteligencia que en la vida de SimoneWeil ha ido tan de la mano de su espíritu, de su personalidad mística, como ella misma lo expresa en estas bellísimas palabras:
Cuando la inteligencia, habiendo hecho silencio para dejar que el amor invada toda el alma, comienza de nuevo a ejercerse, se descubre conteniendo más luz que antes, más aptitud para captar los objetos, las verdades que le son propias. (Carta a un religioso, Trotta eds).
Llegada la II Guerra Mundial, los padres de Simone, por su condición de judíos, huyen a USA y consiguen arrastrar a Simone con ellos. Pero por muy poco tiempo. Ella quiere volver a Francia, estar allí junto a los franceses que sufren bajo Hitler. Consigue volver a Inglaterra y alistarse con de Gaulle. Quiere que la introduzcan en Francia, para formar parte de la resistencia. Pero desarrolla una tuberculosis, entrando en la culminación de la desdicha que ha sido su vida, esa desdicha que para Simone es un signo de Dios y la mejor posibilidad de encontrarlo. No quiere comer, porque cree que ayunando puede compartir el sufrimiento de los que están en Francia. Y muere en un hospital inglés.
Terminaré mi semblanza de esta santa laica, una de las grandes místicas del siglo XX, con un fragmento de su ensayo sobre El amor a Dios y la desdicha:
Este desgarramiento por encima del cual el amor supremo tiende el vínculo de la unión suprema, resuena perpetuamente a través del universo, desde el fondo del silencio, como dos notas separadas y fundidas, como armonía pura y desgarradora. Esta es la palabra de Dios. La creación entera no es sino su vibración. Es esto lo que oímos a través de la música humana cuando, en su mayor pureza, nos atraviesa el alma. Es esto lo que más claramente captamos a través del silencio, cuando hemos aprendido a escuchar el silencio. Quienes perseveran en el amor oyen esta nota en el fondo de la degradación a que les ha llevado la desdicha. A partir de ese momento ya no pueden tener ninguna duda. (A la espera de Dios, Trotta eds).