Vivió en el S. XVI, en una España que a la vez que era un Imperio se debatía angustiada en un sinfín de guerras y conflictos: la lucha inacabable contra el Turco en el Mediterráneo (uno de sus hermanos murió en ella), las guerras de religión en Europa, la sangría migratoria hacia América (siete de sus nueve hermanos varones se fueron a las Indias, de los que cinco jamás volvieron, uno de ellos murió en guerras con los Araucanos, otro desapareció), la acción terrible de la Inquisición (su abuelo paterno fue judaizante, obligado a llevar el sambenito en Toledo y a dejar esta ciudad por Avila).
Teresa era una joven hipersensible y brillante, a la que su padre metió en un monasterio cuando su madre murió. Podía haber llevado una vida acomodada de monja piadosa y rica, pero lo abandonó todo para fundar conventos de carmelitas descalzas: una renovación rigurosa y entusiasta, llevada a cabo por ella, de la orden del Carmelo. Y su vida fue una continua lucha, hasta la extenuación, fundando conventos de sus hijas espirituales por todos los rincones de España, peleando contra un sinfín de incomprensiones e intrigas, ella, una pobre mujer, con la sola fuerza de su personalidad y su carisma. Escribió además muchísimo, y cuando uno lee hoy sus obras se sorprende al encontrarlas tan llenas de vida.
Nadie, pues, como Teresa, para proponerla como arquetipo de mujer de acción, de lucha y compromiso. Y sin embargo, sabía recogerse, y es una de las figuras cimeras del misticismo cristiano. Escribió Las Moradas, una guía espiritual para llegar a lo hondo del pozo metafísico y encontrarse allí con Dios, o con Jesús, como ella habría dicho, con el Crucificado. Un versillo suyo recoge muy bien lo central de la tensión mística:
Teresa era una joven hipersensible y brillante, a la que su padre metió en un monasterio cuando su madre murió. Podía haber llevado una vida acomodada de monja piadosa y rica, pero lo abandonó todo para fundar conventos de carmelitas descalzas: una renovación rigurosa y entusiasta, llevada a cabo por ella, de la orden del Carmelo. Y su vida fue una continua lucha, hasta la extenuación, fundando conventos de sus hijas espirituales por todos los rincones de España, peleando contra un sinfín de incomprensiones e intrigas, ella, una pobre mujer, con la sola fuerza de su personalidad y su carisma. Escribió además muchísimo, y cuando uno lee hoy sus obras se sorprende al encontrarlas tan llenas de vida.
Nadie, pues, como Teresa, para proponerla como arquetipo de mujer de acción, de lucha y compromiso. Y sin embargo, sabía recogerse, y es una de las figuras cimeras del misticismo cristiano. Escribió Las Moradas, una guía espiritual para llegar a lo hondo del pozo metafísico y encontrarse allí con Dios, o con Jesús, como ella habría dicho, con el Crucificado. Un versillo suyo recoge muy bien lo central de la tensión mística:
Vivo sin vivir en mí,
Y tan alta vida espero,
Que muero porque no muero
Y tan alta vida espero,
Que muero porque no muero
La foto de la derecha reproduce un éxtasis de Santa Teresa, tal y como lo concibió Bernini. Un ángel va a atravesar su corazón con una lanza, como hizo el soldado romano con Jesús en el Calvario, pero Teresa está totalmente arrebatada de sí misma, inundada de Dios.
Junto a Teresa de Jesús, no puede dejar de mencionar a Juan de la Cruz, carmelita descalzo como ella, compañero de muchas de sus fatigas, hombre sensible y contemplativo donde los haya y a la vez obligado a la acción. Juan hizo un gigantesco esfuerzo literario por hacernos comprender el fondo de sus experiencias místicas a través de la poesía, cuyas estrofas explicó a su vez en larguísimas disgresiones teológicas. Hay unos versos suyos que expresan muy bien en qué consiste la plenitud del recogimiento, ese momento en el que el místico se arroja sin dudas a lo hondo de su pozo metafísico:
En una noche oscura,
con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada,
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.
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