Preparados ya cuerpo y mente, llega el momento de alcanzar el brocal de nuestro particular pozo metafísico para arrojarnos dentro. Hay dos formas alternativas de hacerlo. La primera es un movimiento hacia el centro de nosotros mismos, y la desarrollaré hoy.
En este movimiento, empezamos dejando atrás la oración y la meditación con las que nos hemos preparado. Cerramos los ojos si estamos en reposo, bajamos la vista al suelo si caminamos. E iniciamos el trabajo paciente de ir desconectando todos los circuitos de nuestra actividad corporal y mental.
No se trata de quedarnos dormidos. Mantenemos viva una tensión, la de aspirar a caer como un plomo hacia las honduras de nuestro pozo, pero nada más. Intentamos relajarnos. Si algo corporal o mental llama nuestra atención lo apagamos, cambiando ligeramente de postura en el primer caso o tornando temporalmente a algún mantra en el segundo.
Nos dejamos ir, llevados nada más que por el ansia de disolvernos, apagando pacientemente todo lo que haya permanecido encendido, o lo que se reenciende, excepto la atención automática a dar los pasos y evitar los obstáculos, si es que estamos caminando. Con el afán permanente de no llegar a sentir ningún afán, de disiparnos, de sumergirnos en la nada.
Es imposible predecir hasta donde puede llevarnos este proceso. Puesto que somos gente corriente y no grandes místicos, es probable que no lleguemos a alcanzar un recogimiento pleno, que resulte en un desistimiento total de nosotros mismos. Pero lo que alcancemos será siempre, si actuamos con honestidad, verdadero recogimiento interior, y tendrá sus efectos.
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