Nacido en la Viena imperial anterior a la I guerra mundial, y en el seno de una familia aristocrática de origen judío, fue educado como católico, aunque en su juventud fue agnóstico. Su reconversión al cristianismo tuvo lugar en el curso de la Gran Guerra, y en ella fue determinante la lectura de una introducción a los Evangelios escrita por León Tolstoi. Antes de esta época difícil, en la que combatió voluntariamente en las zonas más avanzadas y de mayor riesgo, ya había trabajado en Cambridge junto a Bertrand Russell y destacado como una gran promesa filosófica. Precisamente durante los últimos años de la guerra y estando a su final prisionero de los italianos, fue cuando terminó de escribir su primera gran obra, el Tractatus logico-philosophicus, que conmovió los cimientos de la filosofía del S. XX. A partir de entonces, y hasta su muerte en 1951, fue considerado uno de los genios filosóficos de Occidente.
Tenía una personalidad angustiada y vivió una vida muy intensa, de entrega total a lo que hacía y en lo que creía. Fue un pensador hasta la extenuación, llegando en sus épocas de mayor creatividad filosófica a temer morir por los esfuerzos que estaba realizando. Pero fue mucho más que un pensador. Pudo haber tenido una vida fácil, porque su familia era multimillonaria y su cátedra en Cambridge estaba garantizada gracias a su brillantez. Pero no lo hizo. No solo combatió en la I guerra mundial como un soldado valeroso, de lo que pudo haberse librado, sino que después de ella renunció a toda su fortuna y a la cátedra en Cambridge, haciéndose maestro de escuela y trabajando como tal durante varios años en una zona rural de Austria. También pasó mucho tiempo retirado en una cabaña aislada en un fiordo noruego, pensando y, quién sabe, quizá contemplando. Finalmente volvió a Cambridge, pero llegada la II Guerra Mundial dejó la Universidad y trabajó como voluntario en un hospital de la zona más bombardeada de Londres, porque quería compartir los riesgos con los millones de personas que sufrían los efectos terribles de la guerra.
Wittgenstein fue el fundador de la filosofía analítica, a la que también se ha llamado positivismo lógico, una corriente filosófica que quiso negar el valor de cualquier filosofía metafísica, centrando su atención en el lenguaje y su significado. La mayoría de los filósofos analíticos mantuvieron que la filosofía limitaba con la ciencia, y que su único destino viable era cientifizarse totalmente, dejando en el baúl de los recuerdos toda la filosofía trascendental que, desde los griegos, había constituido la columna vertebral del pensamiento occidental. Pero Wittgenstein, y aquí está su gran aportación a la esfera de lo místico, mantuvo que la filosofía no solo limitaba, por un lado, con la ciencia, sino que también lo hacía, por el otro, con lo inefable, es decir, con lo místico.
Hay dos citas de Wittgenstein en la parte general de estos apuntes que deberían leerse ahora, por lo clarificadoras. Mencionaré para terminar otra de una carta que le escribió a un colega, hablando de su Tractatus:
"Quise escribir en el prefacio de mi libro, aunque luego no lo hice, que constaba de dos partes: una es todo lo que contiene, la otra todo lo que no he escrito en él. Y precisamente esta segunda parte es la verdaderamente importante.(…) En pocas palabras, respecto a todo eso de lo que muchos parlotean, yo me he definido en mi libro permaneciendo en silencio." (Carta a Ludwig von Ficker, octubre 1919)
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