La conversión le llega a los 28 años, de una forma inesperada, casi brutal. Este convertirse a la fe en Dios desde una vida como mínimo agnóstica es una característica de muchos de los místicos europeos del S. XX. En el caso de Foucauld, que es un hombre al que le gusta llevar las cosas al límite, su conversión lo hace encerrarse durante siete años en un monasterio trapense en Siria, donde vive como un monje contemplativo. Pero ese no es su camino. Se va entonces a Nazaret, donde vive durante tres años como hortelano y recadero de un monasterio de monjas clarisas. Tampoco le llena, aunque en Nazaret tiene unas vivencias del Jesús humilde y callado que lo fue durante el 90% de su vida, que lo marcarán para siempre. Vuelve a Francia, donde se ordena sacerdote, y enseguida parte para Argelia, intenta entrar en Marruecos sin conseguirlo, y se dirige al Sahara, primero a Beni Abbes, para terminar en Tamanrasett, la patria de los Tuareg del Hoggar, donde en 1905, con 47 años, inicia una vida como un eremita muy especial, hasta que en 1916 muere asesinado por unos bandidos.
El eremitismo de Charles Foucauld es especial por lo que tiene de mezcla con una acción extenuante, ésa que nunca lo ha abandonado. Vive en una casucha que él mismo se ha construido, los pocos tuareg que se le acercan en aquellas soledades lo aceptan como un morabito, un hombre santo, pero también saben que es un baba, un sacerdote cristiano, y lo rehuyen. Él quiere vivir con los tuareg, entregarles todo su amor a Cristo en forma de bondad, estar presente sin protagonismos, esperando el momento en que le pidan algo o en que lo necesiten. Su carisma es el de Jesús de Nazaret. Su trabajo de carpintero es el de elaborar un diccionario Tamachek-Francés y recopilar todos los materiales escritos en Tifinag, siendo uno y otro el lenguaje hablado y escrito de los Tuareg. Y lo lleva a cabo con todas sus fuerzas.
Es la vida de un místico, aunque no ha dejado largos escritos de espiritualidad, sino una profusión de cartas a un sinfín de amigos lejanos. Sus quehaceres son una continua preparación para el recogimiento, y en los larguísimos momentos de soledad absoluta que ha vivido allí a lo largo de once años, ha tenido que sentirse caer muchas veces en su propio pozo, y encontrarse allí en lo hondo con su amadísimo Jesús de Nazaret. Eso, seguro.
Nos ha legado muchos textos cortos que testimonian la clase de maestro espiritual que fue. Citaré como ejemplo unas frases de la carta que escribió a un amigo:
“Hay que pasar por el desierto y vivir allí para recibir la gracia de Dios. Es en el desierto donde uno se vacía, tirando todo lo que no sea Dios y dejando esa casita que es nuestra alma lista para que Dios la llene por entero.(…) Hace falta ese silencio, ese recogimiento, ese olvido de todo lo creado, en medio de los cuales Dios establece su reino y da forma al espíritu interior.” (Carta al padre Jeromo, 19 mayo 1898).
Murió con el deseo de crear la fraternidad de los Hermanitos de Jesús, que siguieran su carisma, el de Jesús de Nazaret, pero lo hizo atrozmente solo. Sin embargo hoy, noventa años después de su muerte, habiendo sido beatificado recientemente porque, ya se sabe, los místicos no son gente que inspire desde el principio la confianza de la Iglesia, más de quince mil personas repartidas por todo el mundo se consideran hijos espirituales suyos, encuadrados en instituciones que se reclaman sus herederas. A los Hermanitos de Jesús no es fácil encontrarlos, a no ser que se les busque por los rincones más remotos, olvidados y desheredados del mundo. Siguen el mandamiento que Charles de Foucauld expresaba en otro escrito suyo:
“Todos somos hijos del Altísimo. Todos…el más pobre, el más repugnante, un recién nacido, un viejo decrépito, la persona menos inteligente, la más abyecta, un idiota, un loco, un pecador, el mayor pecador, el más ignorante, el último de los últimos, aquél que más nos repugna en lo físico o en lo moral es un hijo de Dios, un hijo del Altísimo.”(Œuvres Spirituelles)
Viven sus hijos como él vivió, en una suerte de vida contemplativa impregnada de preocupación y ocupación por esos abandonados de los demás junto a los que están. Su oración fundamental, la que define su comunidad de hijos de Charles de Foucauld, es la que ellos llaman Oración del Abandono, y reúne todos los requisitos del abandono místico en Dios, de la caída sin condiciones en el pozo metafísico. Dice así:
““Padre mío, me abandono a Ti. Haz de mí lo que quieras. Lo que hagas de mí te lo agradezco. Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal que tu voluntad se haga en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más, Dios mío. Pongo mi vida en tus manos. te la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón, porque te amo y porque para mí amarte es darme, entregarme en tus manos sin medida, con una infinita confianza, porque tu eres mi Padre.”
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