Recogerse hacia fuera es empezar a contemplar.
En general, con respecto al mundo que nos rodea, podemos adoptar una de tres posibles actitudes: interaccionar con él, ignorarlo o contemplarlo. Las dos primeras se corresponden con los ámbitos corporal y mental de nuestra naturaleza. Actuamos y reaccionamos frente a multitud de sensaciones y cogniciones a través de las cuales nos estimula continuamente el mundo exterior. Ignoramos, a la vez, la mayoría de ese mundo que nos rodea. Pero también lo contemplamos, aunque naturalmente no seamos conscientes de ello, porque la contemplación pertenece al ámbito de lo espiritual que hay en nosotros. Así, contemplamos cuando miramos con todo nuestro amor a esa persona querida que duerme, o cuando nos quedamos atónitos, como si se hubiera descorrido el velo de un misterio, ante esa obra de arte que de pronto, desde la pared de un museo o en mitad de la calle, nos ha calado.
La contemplación puede ejercitarse, de hecho la humanidad viene haciéndolo así desde tiempos muy remotos, y al hacerlo nos vamos despojando de todas nuestras constricciones mentales y corporales, liberándonos hacia fuera de esas partes de nosotros mismos, recogiéndonos así hacia el interior de nuestro pozo metafísico. Esta es, pues, la segunda gran vía hacia el recogimiento.
El mandala de la foto superior es un ejemplo de contemplación activa. Es una estructura efímera, fabricada con granos de arena coloreados. Los monjes tibetanos practican, a la vez que lo van haciendo, el recogimiento hacia fuera, que culmina en el momento en que el mandala es terminado.
Pero todo lo que nos rodea está abierto a nuestras posibilidades de contemplación. Lo importante no es el objeto que contemplemos, sino nuestra actitud al hacerlo. Debemos concentrarnos totalmente en él, volcarnos en su examen, pero desde una postura totalmente pasiva, es decir, más abriéndonos a la exploración de nuestro yo por el objeto que explorando activamente ese objeto nosotros mismos. Intentaré explicarme con un ejemplo: he aquí que estoy utilizando como objeto de mi contemplación la fotografía de un paisaje; recorro con mi mirada todos sus elementos, este árbol, ese camino que serpentea hacia arriba, aquellas montañas lejanas; pero en verdad no soy yo el que recorre el paisaje, sino que estoy dejando que el paisaje me recorra a mí: que el árbol se apodere de toda mi sensibilidad estética, que el camino ocupe toda mi tensión hacia el futuro, que las montañas lejanas llenen toda mi fantasía; que todos ellos a la vez vacíen mis ojos y todos mis sentidos de cualquier otra sensación, y mi mente de cualquier otra vivencia.
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