El día ha sido muy caluroso, empieza a caer la tarde y desde el puerto de Málaga se ven venir las traíñas. Han estado todo el día pescando al cerco y vuelven cargadas de boquerones frescos, cada una con el motor al límite de sus posibilidades, en una carrera feroz por ser la primera en llegar a la lonja, pues mientras antes se venda el pescado mayor será el precio conseguido. Cada barco es sobrevolado por un tropel de aves marinas excitadas, blanquigrises gaviotas y pardas pardelas, que ven glotonas el brillo de los pececitos plateados por el sol, estibados en cajas ya dispuestas sobre la cubierta de cada barco. Caen en picado sin tropezar unas con otras, milagrosamente, y cuando parece que se van a estrellar sobre la tablazón remontan el vuelo, subiendo casi verticales hasta que se les agota el impulso y se estabilizan en un suave planeo, desde el que picarán de nuevo. Gritan y graznan, en un desorden lleno de ganas de vivir, como si le imploraran a los marineros un poco de comida, entreteniéndose curiosas en las estelas que los barcos van dejando, imaginándose quizá que algunos de los blancos remolinos de espuma que cortan el agua son peces, lanzándose sobre ellos hasta que, un instante antes de atraparlos en falso, se dan cuenta que no eran sino el producto de sus fantasías.
Las traíñas se han abarloado primero, confusamente, en el muelle de la lonja, y han descargado sus mercancías en un tropel de cajas de boquerones y hombres saltando desde un barco a otro y, finalmente, al muelle. A medida que se han ido consumando las ventas la confusión ha disminuido, y finalmente los barcos se han dirigido al muelle de afuera, donde dormirán y se prepararán para la faena del día siguiente. Muy pronto este muelle se ha llenado de olor a comida recién hecha. Los jureles y las anjovas capturados junto con los boquerones se usan ahora para preparar la comida de las tripulaciones. Guisos de papas con pescado, trozos de anjova adobados y fritos, sopas hechas con el jugo de las cabezas y mucho pan, recién comprado éste por marineros que han ido corriendo hasta la misma entrada del puerto. Confusión, algarabía, hambre, entrechocar de cucharas y platos de aluminio, conversaciones en voz baja, algún que otro grito o risotada, incluso un arranque de cante por Marchena o por Huelva. Finalmente, todo se ha hecho silencio. Los hombres están cansados.
Hacia el lado de la mar, el muelle está protegido por una escollera de ciclópeas piedras grises, que se acumulan unas sobre otras dejando rendijas y escondrijos que suelen ser cobijo de ratas. Cuando se ha hecho de noche, unas sombras extrañas han empezado a moverse entre el muelle y estas grandes piedras. Son figuras humanas, van vestidas de oscuro y calzan zapatos o babuchas que no hacen ruido. Se deslizan sobre las grandes losas de cemento como si fueran fantasmas, y aunque son numerosas no hablan entre ellas. Se trata de mujeres que han venido a prostituirse con los pescadores a cambio de un poco de comida o dinero. No son putas, lo hacen para vencer al hambre que quiere matar a sus familias, abandonadas a su suerte en esta feroz postguerra civil que va a acabar con todos los principios morales.
Málaga ha sufrido muchísimo desde aquel fatídico año 1936. Al no tomar parte en el alzamiento militar de Franco, que sí había triunfado en toda Andalucía occidental, la ciudad se convirtió en uno de los primeros objetivos de las tropas franquistas. Ello forzó a que Málaga quedara bajo el control de la extrema izquierda, la más combativa, dentro de la cual había elementos revolucionarios que estaban dispuestos a todo. De manera que a medida que se acercaban las tropas de Franco aumentaba intramuros la persecución de la gente de derechas, en el curso de la cual los izquierdistas cometieron muchas tropelías, que además hicieron públicas, para que sirvieran de escarmiento. El caso es que el común de la gente, en su mayoría inocente, estaba horrorizado. Cuando se hizo inminente la conquista de la ciudad por los franquistas, los izquierdistas corrieron la voz de que las represalias iban a ser feroces. Los moros, con fama de salvajes y asesinos, venían en vanguardia, de manera que mucha gente de Málaga, casi toda la que tenía lazos familiares con los republicanos, huyó aterrorizada por la carretera de Almería, mezclada con los asesinos izquierdistas, que se ocultaban entre ella.
La represalia de los franquistas fue, en efecto, feroz, pero no solo en la ciudad. Las columnas de civiles que huían por la carretera costera fueron bombardeadas en varias ocasiones por barcos y aviones. Llegaron por fin a Almería, dejando en el camino muchas bajas, y sobrevivieron el resto de la guerra como buenamente pudieron.
Cuando la guerra civil terminó, esta gente fue volviendo a Málaga, que seguía viviendo como una ciudad conquistada y castigada. Los que mandaban allí eran hijos y hermanos de muchos que habían sido asesinados por los izquierdistas, y no perdonaban. De modo que la ciudad soportaba una durísima represión, bajo condiciones de estricta supervivencia.
Muchos hombres habían muerto en la guerra, otros permanecían huidos o estaban presos. De manera que muchas mujeres y niños estaban abandonados a su suerte, teniendo que inventarse cada día los caminos y métodos mediante los que poder sobrevivir. Había mujeres a las que no les quedaba otra salida que prostituirse. De todas las edades, desde niñas con menos de quince años hasta abuelas con más de cincuenta.
Uno de los pocos sitios de Málaga donde hay algo de dinero y comida es el puerto. Los carabineros que guardan su entrada son tolerantes con estas mujeres, y las dejan pasar, lo que ellas hacen con la cabeza baja, avergonzadas. Esperan a que esté totalmente oscuro para acercarse a las traíñas.
Desde la orilla del muelle hablan en voz baja con las tripulaciones. Los marineros pueden elegir. A algunos les gustan jovencitas, a otros más bien pochas, gorditas y redondas. Los menos valoran las bocas y los ojos asustados, los más las piernas bien torneadas y los pechos llenos. Aquello es un mercado perverso en el que el cuerpo de una mujer, ese que está hecho para dar vida y amor, se ha convertido en una simple mercancía.
En cuanto a ellas, hacen lo imposible por ver, a través de la espesa oscuridad del muelle, el rostro y el aspecto del hombre con el que están negociando un trato. Lo que más desean es que sea limpio. Luego que no sea muy viejo. Finalmente que las trate con respeto. Con esto se contentan.
Ellas regatean su precio con una ferocidad que nace de su desesperación. Entregarse por menos de lo que podrían llegar a darles es peor que morir. No se van con un hombre hasta que no han guardado bien en una talega, que luego esconderán bajo sus faldas, el alimento y el dinero pactados a cambio de sus cuerpos, porque normalmente reciben las dos cosas, y el regateo está en determinar cuánto de una y de otra.
Cerrado y confirmado el trato, cada una se adentra con su cliente en busca de un hueco entre las piedras enormes de la escollera, sobre las que rompen las olas, allá abajo. No están ocupadas mucho tiempo, sino el preciso para que el hombre se desahogue. Y cuando el macho se va, trepando por las piedras con las piernas abiertas mientras que se abrocha los pantalones, ellas se acercan a la mar, saltando de una piedra a otra, para enjuagarse, y muchas querrían que en aquellos momentos el reloj implacable del tiempo corriera hacia atrás de nuevo, hasta antes de empezar la guerra, cuando sus hombres, sus padres, sus hermanos, sus maridos, estaban todavía con ellas y nada se había perdido.
Después, ya muy tarde en la noche, van saliendo del puerto en grupos de dos o tres, vecinas, amigas o conocidas, camino de sus casas, con la comida y el dinero que los suyos necesitan. Una jovencita va acordándose del novio que se le murió en la guerra. Una mujer mayor, de los dos hijos que perdió. Otra, del marido que no sabe dónde está, ni si volverá alguna vez.
Mañana será otro día, es decir, un día más. Y que no les falten a estas mujeres los pescadores de las traiñas, ya que todos los otros, el mundo entero, las ha olvidado.