miércoles, 19 de octubre de 2011

Oficial de derrota

La fragata "Sabina". De 40 cañones, 24 en el puente (12 en cada banda) 3 o  4 en la popa  y 10-12 carronadas sobre la cubierta.


Todos tenemos algún recuerdo que hemos recibido de nuestros padres y que se remonta muchos años en la historia de nuestra familia. El que más aprecio yo es una carta de navegación del Atlántico Meridional, impresa en Londres en 1810 pero editada por el jefe de escuadra de la Real Armada Española. Entre otras curiosidades, presenta el hecho de estar referenciada todavía en sus 0 grados de longitud al Meridiano de Cádiz, que no al de Greenwich, siendo este último el que se convertiría, muy pocos años después, en la referencia obligada para todos los marinos.


La carta del Atlántico Meridional.En el centro se ven las derrotas que se dirigen hacia el Índico. Arriba de ellas, más apretadas unas contra otras, las de vuelta.

Esta carta es una reliquia porque navegó durante muchos años a través de los océanos Atlántico e Indico con su misterioso dueño, como demuestra el que estén trazadas sobre ella, a lápiz, las derrotas de dos fragatas españolas, la “Victoria”, entre los años 1836 y 1838, y la “Sabina”, entre 1841 y 1849. Todas estas derrotas cubren parte del viaje de ida y vuelta entre Cádiz y Manila, aunque en una de ellas (1849) la vuelta es hacia La Habana. Las de ida cruzan en general el Ecuador por el punto medio entre las costas de Guinea y Brasil, y desde allí bajan con rumbo SSW hasta que encuentran los vientos del Oeste, lo que sucede en algún punto entre las latitudes del Cabo Frío brasileño y el Río de la Plata, y entonces arrumban hacia el Cabo de Buena Esperanza sudafricano, para entrar resueltamente en el  Índico. Las de vuelta arrumban desde este Cabo directamente hacia aquél punto medio ecuatorial entre Guinea y Brasil, y desde allí hacia el Norte, para ya en el Atlántico Septentrional, encontrar en las islas Azores los vientos del Oeste y arrumbar desde allí hacia Cádiz.

A mí todo esto me ha parecido siempre extraordinariamente romántico, quizá porque nunca he llegado a saber quién fue el dueño de estas cartas. Yo las heredé del padre de la madre de mi madre (uno de mis bisabuelos maternos), Enrique Ruiz se llamaba. Este bisabuelo mío pudo nacer hacia 1850 y fue profesor de Matemáticas en la Universidad de Sevilla, aunque era oriundo de Cantabria, en el Norte de España, que siempre fue tierra de marinos. Enrique era dueño de muchísimos objetos relacionados con las navegaciones que se describen en la Carta, que luego se repartieron entre todos sus descendientes. Yo jugaba en mi casa siendo muy niño con un gran catalejo naútico, de latón, procedente sin duda de aquellas fragatas, y mi madre sigue teniendo una gran caja de costura china, de madera pintada en negro, lacada y esmaltada con pájaros multicolores, llena de preciosos instrumentos para coser y bordar hechos de marfil. También hay en la familia algunos mantones de Manila, bordados en una seda finísima, verdaderas obras de arte. Y cartas naúticas de todas las escalas imaginables que cubren sobre todo los mares filipinos y malayos.

Por todo lo anterior, así como por las fechas de las derrotas marcadas en la Carta, yo deduzco que el marino que fue su dueño debió ser el padre o un tío muy próximo de Enrique, quizá su padrino, que por esta relación tan estrecha con él le legó tantos objetos personales. El caso es que los hermanos de mi bisabuelo Enrique tuvieron destinos agitados. Procedían de Potes, en Santander. Enrique terminó en Sevilla, pero uno de sus hermanos emigró a Argentina, donde todavía hoy mantenemos nosotros contacto con sus descendientes, otro emigró a Brasil, donde el contacto se perdió en la generación de mi madre, y otro lo hizo a algún sitio en América donde desapareció para siempre, porque incluso Enrique y sus demás hermanos le perdieron la pista. 

Vuelvo a ese marino que puede haber sido mi tatarabuelo. Las fragatas en que navegó eran todavía barcos enteramente a vela, como demuestran las derrotas que siguieron a través del Atlántico, condicionadas a los vientos. Muy pronto los barcos de hélice, movidos a vapor, desplazarían casi completamente a los veleros y cambiarían las rutas, haciéndolas más directas. Eran estas fragatas barcos de guerra, es decir, formaban parte de la Armada española. De la “Sabina” hay bastantes referencias, combatió contra Nelson, estuvo en Trafalgar y finalmente naufragó, muchos años después, en las costas de Sudáfrica, quizá volviendo de uno de sus viajes a Manila. No creo que mi presunto tatarabuelo fuera el capitán de ninguno de esos dos barcos. Me baso para pensarlo así en que cuando dejó de navegar en la fragata “Victoria” se llevó sus propias cartas a la fragata “Sabina”. Posiblemente no era más que el oficial de derrota, el piloto responsable de calcular y trazar sobre la carta los rumbos de su barco, que llevaba en su equipaje sus cartas, sus lápices, su catalejo y posiblemente su sextante u octante. Quién sabe.

A mí esta hipótetica condición de oficial de derrota de mi presunto tatarabuelo me ha parecido siempre fascinante. Por muchísimas razones. La primera de todas, por lo que presupone de haber sido un simple marino, puro y duro, no relacionado con complejas funciones de mando o combate, sino centrado en navegar, cruzar muchos mares y dejar atrás muchas olas, nada menos que eso.




Derrotas de las fragatas "Victoria" (1837) y "Sabina" (1841), vistas más de cerca que en la carta de arriba. Cada segmento recto representa lo que se ha navegado en una singladura, normalmente las 24 horas transcurridas entre dos mediodías.


La palabra DERROTA está llena de un extraño encanto.  En su acepción más general, que es militar, una derrota es el hecho de ser vencido por tu enemigo, que te obliga a emprender la fuga. En su acepción naval, la derrota es el rumbo que sigue un barco, pero como la palabra adquirió este significado cuando todos los barcos eran de vela, la derrota es por su naturaleza una línea quebrada, que zigzaguea en busca de su destino definitivo adaptándose a los cambios de dirección del viento.

Algo parecido sucede en nuestras vidas. Casi todos las navegamos en busca de un puerto, cada uno tiene pensado el suyo, pero lo hacemos ciñéndonos a los vientos (las dificultades) que nos van llegando, siguiendo una derrota, o lo que es lo mismo, una sucesión de derrotas, de pequeños o grandes fracasos, que nos obligan a ir modificando nuestros rumbos.

Creo que en esta forma de ser nuestra navegación está buena parte de la sal de la vida. Aquella vieja canción de Nat King Cole decía: “voy por el mundo cruel de fracaso en fracaso”, y lo hacía lamentándose de la condición humana. Pero no es así: navegamos por el océano de la vida de derrota en derrota, eso es cierto, pero cada cambio de rumbo, por impuesto que nos sea, es un seguir avanzando, una nueva oportunidad, un rodeo que nos permite ceñirnos por vías indirectas a nuestro camino.

Nadie, nunca, podrá poner una muralla que cierre todos nuestros rumbos posibles hacia el mar abierto. 

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