Todo empieza como si escucharas dentro de ti esos truenos lejanos que anuncian tormenta. Te pica un poco la garganta, enseguida tus mucosas nasales se inflaman y tus ojos lagrimean. Te acuestas y en mitad de la noche te despiertas con la cabeza llena de zumbidos calientes. Sales de la cama y un desequilibrio en tus sentidos te hace vacilar por unos segundos.
Es el resfriado, que llega como lo hacen los pájaros emigrantes o los primeros frios del invierno, señales del rodar del tiempo. Como es domingo y tienes mucha somnolencia, te quedas en la cama. Lees algo, pero sobre todo dormitas. Recuerdas entre nieblas tus resfriados de infancia, eran una fiesta, no ibas al cole y te pasabas el día acostado, leyendo aquellos comics maravillosos del “Capitán Trueno” o “Roberto Alcázar y Pedrín”. Tu mamá no dejaba de estar pendiente de ti, lo que aumentaba mucho la gloria de aquellos momentos. “Ponte el termómetro”, te decía a la vez que te lo alargaba. Tú la mirabas con ese amor de ternerillo que un niño siente hacia su madre, sujetabas bajo tu axila el depósito de mercurio, sentías su frío sobre tu carne templada por la fiebre. Ese frío, que ahora mismo eres capaz de rememorar con precisión absoluta, estaba lleno de lo que a ti te parecía pureza. Luego ella te preparaba un gran vaso de zumo de naranja, recién exprimidas para ti. Nunca después en tu vida, que ya es larga, has probado zumos de naranja tan buenos como aquéllos.
Tu vida, sí, tan preciosa, quiero decir tan llena de momentos valiosísimos… A lo largo del día, entre sueños febriles, se te van apareciendo personas a las que nunca podrás dejar de querer. Sus miradas, sus sonrisas, a veces hasta el tono de sus voces. Han salido de los pliegues de tu cerebro para hacerte compañía. Te das cuenta en tu principio de delirio de que siguen estando contigo. Piensas en lo simple que puede ser el vivir, en el tesoro que es tu memoria, en lo poco que hace falta para ser feliz, si tú quieres.
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