Caminábamos uno detrás de otro por el túnel oscuro, con nuestras manos apoyadas en los hombros del que iba delante, para no tropezar. Lo hacíamos sin ver nada, entre tinieblas tan impenetrables como la roca que nos rodeaba. Nuestro encadenamiento nos permitía mantener una marcha ordenada, también nos obligaba a hacerlo.
Con el tiempo, una vez que nos acostumbramos a aquella extraña situación, llegamos a sentirnos hasta cómodos. No había más que ajustar la longitud de los pasos con el que iba delante para no enredarse ni enredarlo. Hecho esto y manteniendo el ritmo adecuado, uno podía hasta distraer la atención y dedicarse a pensar en sus cosas.
Pero, como todo en la vida, el túnel llegó a su final. Sin esperarlo todos fuimos, uno tras otro, arrojados despiadadamente a la luz.
Allí estábamos ahora, apiñados en la plataforma de salida, rodeados de montañas pero bajo un sol de mediodía que llegaba con toda su intensidad hasta nosotros, cegándonos.
Allí estábamos cegados, con los brazos extendidos, dando vueltas y tropezando unos contra otros, sin saber qué hacer.
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