Se llamó Mercedes, pero ella misma cuando era muy niña pronunciaba su nombre como “Ele”, y ese se le quedó para los que le fuímos próximos.
Vivió una vida sencilla y entregada, primero a sus cinco hijos, luego a sus nietos, como la de tantísimas otras mujeres madre, esas que arman el mismo ruido que el mar hace en su orilla, un rumor de olas de amor que nunca se extingue pero que ya no oímos de firme y seguro que es, porque está ahí siempre, simplemente, nada menos.
Pero Ele tenía además espacio en su alma para otras ilusiones.
Le apasionaba leer, y como fumaba mucho y le costaba por eso conciliar el sueño, leía hasta bien tarde en la noche, sobre todo novelas que le traían mil historias, alargando sus horizontes hasta muy lejos.
Quizá todavía más le apasionaba viajar, para ver lo extraordinario, lo maravilloso que es el mundo. Siendo un ama de casa humilde y paciente viajó muchísimo, eso sí, gota a gota, aprovechando oportunidades para no tener que gastarse el dinero que no tenía. Llegó hasta sitios tan exóticos como Vietnam; de su estancia en Hanoi me contaba que la gente de allí, amable y hospitalaria, nunca mencionaba la maldita guerra que los asoló durante muchos años; no les quedaba ningún rencor, milagros de Asia, querían simplemente olvidarlo todo.
Tuvo la ilusión de acompañarme algún día a Chiloé, pero al final no fue posible. Ella me decía que no eran ni los paisajes ni la distancia ni el exotismo austral lo que más le atraía, sino las personas. “Quiero conocer a aquella gente de campo, comprender cómo sienten, cómo son”. Porque estaba convencida de que los chilotes, si tenían las tradiciones que yo le contaba y vivían como yo le decía, merecían el esfuerzo de llegarse hasta ellos.
Fue mi lectora más entusiasta, se bebía todo lo que yo escribía, nada más que por eso notaré muchísimo su falta, pero a la vez seguirá estimulándome su recuerdo. Merece sobradamente la pena pasarse la vida en los infiernos de la creación literaria si uno tiene solamente una lectora como ella.
Ha muerto diez años antes de lo que las estadísticas vitales le asignaban como tiempo de vida. Sus últimos meses fueron una manifestación admirable de la valentía, que es serenidad, de los humildes, porque ella fue todo eso.
Dicen que la hora más importante de la vida es la hora de la muerte. Pero no solo para la que muere, sino para todos los que la quieren. La muerte, sí, esa verdad. A nuestra queridísima Ele no la olvidaremos. Solamente por eso, por todo lo mucho que nos deja, ni ha muerto ni morirá nunca del todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario