Situados en el Sur de Chile, la isla grande de Chiloé y el archipiélago de pequeñas islas que la ciñen por el Este, son una especie de paraíso perdido. Paraíso por lo mucho que tienen de naturaleza prístina, apenas transformada por ese homo faber al que el gran Arthur Koestler consideraba medio loco. Perdido por su lejanía patagónica, su insularidad, su sencillez. También porque, a consecuencia de todo ello, muchos de los europeos para los que viajar a Chiloé podría constituir una experiencia memorable, apenas conocen su existencia.
Chiloé queda no ya muy lejos, sino muy fuera de los circuitos del turismo de masas. Ni su clima ni su morfología litoral son compatibles con esos
resorts donde el turista de hoy experimenta las tres S sagradas del
sun, sea and sex. Todavía más inconcebibles son desde allí esas grandes metrópolis, como Nueva York, hacia donde los europeos peregrinamos para practicar las liturgias compulsivas de las compras.
Chiloé es muy diferente, sus encantos son sencillamente únicos. Insular en el sentido más estricto, sin puente ni aeropuerto, hay que llegar hasta allí mediante un ferry a bordo del cual te enfrentas por primera vez con la mar austral, sus retozones lobos marinos a los que podrías confundir con sirenas, sus cormoranes omnipresentes, sus pelícanos antediluvianos y pensativos, sus muchos barquitos pesqueros, multicolores que lo son para enfrentarse mejor con el peligro de las nieblas que arrastra desde el Sur la corriente de Humboldt, de aguas frías llenas de peces y cetáceos, desde las grandes ballenas azules hasta las juguetonas toninas. Las tierras de Chiloé están cubiertas en buena parte por bosques que asombraron hasta al mismísimo Charles Darwin, impenetrables desde el tercer día mítico de la Creación, en cuya espesura canta ronco el mágico chucao. Y sus cielos, frecuentemente nublados, están surcados por aves innumerables, entre las que puede llegar a verse el albatros, incluso el cóndor.
Al fondo la punta Pirulil, en Cucao, abierta al océano Pacífico. Desde una cueva bajo esta punta dice la mitología chilota que caminan las almas de los muertos hasta el cielo.
He vuelto por tercera vez a Chiloé para ver al Pacífico, allí en el mismo borde occidental en que termina el viejo continente ancestral, el Gondwana, romper sobre la costa sus olas enormes, que llegan furiosas después de un largo viaje desde Nueva Zelanda y Tasmania, en la otra orilla del Gondwana, a través del gran océano vacío, ese Pacífico cuyas únicas posibilidades de vida terrestre las han ofrecido los muchos volcanes submarinos en sus laderas emergidas.
Hay dos Chiloés, el abierto al océano y el del mar interior, la costa rocosa e inmisericorde frente al Pacífico y un archipiélago de pequeñas y numerosas islas, separadas y surcadas por fiordos bellísimos. Son los dos polos entre los que gira sobre sí misma la vida chilota. Chiloé es como una Galicia que hubiera abierto sus rías hacia el Este y cerrado una larga Costa da Morte hacia el Oeste. No en balde la llamaron Nueva Galicia sus primeros españoles.
Aunque la cultura profunda es la misma en todo Chiloé, las islas del mar interior ponen más énfasis en lo agrícola, la costa abierta al Pacífico vive más del bosque, pero las dos trabajan intensamente, cada una a su manera, las riquezas de la mar. Subyace omnipresente una profunda religiosidad, que en parte es monoteísta y católica, apoyada en sus bellísimas iglesias, y en parte politeísta y pagana, sustentada en su riquísima y sorprendente mitología, que nace de todo lo antropomórfico que contienen el bosque y la mar, desde los troncos retorcidos que podrían convertirse en sátiros, como lo son los
Traucos chilotes, hasta las algas aferradas a sus rocas que podrían trocarse en cabezas de bellísimas diosas, como lo hace la
Pincoya chilota, que cuida de las aguas marinas.
Un ejemplo del Chiloé del Mar Interior, el de los fiordos y las aguas tranquilas:
San Juan, con su iglesia y su carpintería de ribera lado a lado.
Se necesitarían varios libros para explicar someramente lo que es Chiloé. Uno dedicado a su naturaleza: su fauna, flora, geología y clima. Otro a su cultura y su historia. Otro a su manera de vivir, su artesanía, su integración del bosque con la mar, su religiosidad. Otro, finalmente, a su condición humana en transición, su visión del futuro. Yo estoy incapacitado para hablar con profundidad suficiente de toda esta inmensidad, entre otras razones porque no he hecho sino asomarme al mundo chilote. Tengo que limitarme a recomendar a los que me lean que emprendan el viaje hasta allí, que prueben por sí mismos. Será incierto, como todos los buenos viajes. La incertidumbre principal le vendrá de la lluvia. Chiloé es muy lluvioso, esa es su naturaleza, también la muralla que lo protege de muchos invasores potenciales. Pero no siempre llueve, y cuando deja de hacerlo sus arcoiris son los más espectaculares que he visto en mi vida, y su sol más alegre y juguetón que muchos de los innumerables soles mediterráneos. Vale la pena proveerse de un buen capote y unas botas de goma, además de un bastón sólido si se es viejo, para recorrer sus playas y sus sendas, visitar sus aldeas y asomarse a sus bosques, en los que será difícil profundizar porque el sotobosque es muy denso. Pero nunca, si uno se siente llamado a ello, renunciar a un viaje que va a ser mucho más un privilegio que una aventura.
La gastronomía es excelente. Mariscos muy sabrosos a porrillo (locos, machas, almejas, choritos, cholgas, choros zapato, jaibas, centollos), pescados tan buenos como los nuestros del Cantábrico (congrio, merluza, corvina, pejerrey), carnes de cordero con el sabor especial que les dan unos pastos regados con los aerosoles salinos del océano, guisotes complejos y deliciosos como el rechupeante curanto, excelentes ensaladas de cochayuyo, un alga que comen con delicia las vacas, que por causa del cochayuyo prefieren buscar su comida más en las playas abiertas que en los jugosos pastizales. Todo ello acompañable por los inmensos vinos chilenos o las buenas cervezas de ese Sur de Chile que en muchos aspectos es tan alemán. De postre mucha naturaleza donde elegir, por ejemplo la murta, una suerte de frutilla del bosque que se come ahora que empieza el otoño austral en macedonia con trozos de membrillo fresco, todo bañado en almíbar. Y para digestivo final algo exótico como el Licor de Oro, de los pocos que hay en el mundo hechos a base de fermentar suero de leche.
Vacas de Cucao, las más marineras del mundo: prefieren comer cochayuyosen la playa abierta al Pacífico que pastar en verdes prados.
La gente de Chiloé es amable y educada. Hablan bajo, como suele ser el caso entre chilenos, en contraposición a nosotros los españoles, y raramente son pretenciosos. Conviven allí apaciblemente desde el euromorfo más rubio hasta el
huilliche más indoamericano, desde el profesional más
afuerino, como los chilotes genuinos los llaman, procedente de Santiago u otras ciudades de ese Chile de larguísimas latitudes, hasta el campesino más puramente indígena. La lengua
huilliche hace años que se perdió, aunque algunos hacen esfuerzos por recuperarla sin rencores y todos estarían encantados de verla rebrotar. En fin, que aunque no falten problemas, en Chiloé se vive serenamente, que es uno de esos sitios privilegiados donde es posible aburrirse sin sentir angustia, desgranar el tiempo con las manos del recuerdo sin que espina alguna se te quede pinchada entre los dedos de tu memoria.
Cucao y su gente
Los lagos Huillinco y Cucao forman juntos, hacia la mitad de la isla grande de Chiloé, como la boca sonriente de un viejo barbudo que está mirando hacia el Pacífico. Conectados en serie por un estrecho canal, el lago Cucao es el más occidental y en su desembocadura se alza la aldea del mismo nombre, perdida en la orilla del océano junto a una larguísima playa de arena muy fina y blanca. Todas estas singularidades dotan a la aldea de Cucao de una luz mágica, una claridad salada durante el día, tan luminosa o más que la de Cádiz, y unas puestas de sol sobrenaturales durante los crepúsculos sin nubes. Pero además, la gente de Cucao es especial, representa de alguna manera la quintaesencia de Chiloé.
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Carlos González, un chilote de Cucao. |
Los campesinos de Cucao viven todavía una cultura de supervivencia, que los obliga a desarrollar múltiples actividades: el hombre labra la tierra y siembra papas, que recolectan entre todos, la mujer cultiva la huerta, unos y otras cuidan el ganado, ovejas o vacas, usan los caballos para desplazarse, recolectan docenas de productos del bosque, el hombre corta la leña, con la que hace sus cabañas y se calientan en invierno, la mujer cuida la casa y los hijos, ambos marisquean,
machas en la playa o
locos en las rocas, recolectan el
cochayuyo, pescan en los ríos con redes o en la mar con aparejos parecidos a nuestras jábegas o lanzando sedales con sus cañas. Finalmente, por sorprendente que parezca, buscan oro en las arenas de su playa interminable, que son auríferas. De manera que cada día es un afán distinto, cada mañana hay que empezarla contestándose la pregunta de cómo va a ganarse uno ese día la vida. No son en su inmensa mayoría peones de otros amos, tienen como mínimo un trocito de tierra y unos animales, además de una amplia familia, que se extiende hasta el 4º o 5º grado, resultando al final en la gran familia de Cucao. He tenido la oportunidad de conocer a uno de estos campesinos, Carlos González, hermano del presidente de la Comunidad Indígena de Rahue, un aledaño de Cucao hacia el Sur. Me enseñó una propiedad que yo quería visitar, abriéndonos paso entre la maleza y el sotobosque con su machete. En la foto se muestra como él es, confiado en su entorno, optimista y a la vez duro, orgulloso de pertenecer a aquel paisaje. Estuvimos un rato descansando en lo alto de una peña, desde la que tomé la foto del cerro Pirulil que acompaña a este texto. Durante unos minutos me habló desde allí de su tierra y de él mismo. Me habló explícitamente y antes que nada de la belleza de todo lo que estábamos viendo, lo que me sorprendió, acostumbrado como estoy a nuestras conversaciones aceleradas de gente de ciudad. Carlos es, como una mayoría de los chilotes, un hombre del Sur, pero de ese Sur absoluto y planetario que termina en el Antártico. Tiene su mirada puesta en el Sur, en la Patagonia profunda a la que se siente pertenecer, en Magallanes. Santiago de Chile no es para él sino una referencia simbólica, otras ciudades del Norte ni siquiera existen. Una vez que sintió la necesidad de salir de Cucao, se fue a trabajar a Punta Arenas, la lejana capital de la mayoría de los chilotes que emigran. Pero allí, para gran sorpresa mía, que sé que Punta Arenas no es gran cosa, se sintió abrumado por lo urbano, así que volvió a Cucao, o por mejor decir a Rahue, y tardará lo más posible en salir de allí. Sus hijos ya han crecido, trabajan fuera, él vive con su mujer entre el bosque y la mar, donde empieza la tierra de nadie en su sentido más literal, y allí quiere permanecer hasta que envejezcan.
Aún así, Cucao está cambiando, el turismo crece año tras año, es posible que pronto se instalen en las cercanías algunos campos eólicos, el progreso técnico puede que permita tratar industrialmente sus arenas auríferas, entonces hasta el paisaje cambiará. Lo hará para bien y para mal, pero así es y ha sido siempre la historia. Reconforta no obstante encontrar, aquí y ahora, gente fundida con su paisaje y razonablemente feliz de estarlo. Gente auténtica, más dueña de sí misma, en su pobreza, que la mayoría de nosotros con todas nuestras riquezas. No es que yo lo vea así, llevado por un rapto de romanticismo, sino que así es, algunas veces y en algunos sitios, aquí concretamente, en gente como Carlos. Eso es todo.
Una escuela rural
Muy pocos días antes de volver a España, recorría con un amigo chileno una región bastante aislada al Noroeste de Chiloé, cerca de Ancud. Nos paramos en un claro del bosque delante de una escuela de aspecto bastante vetusto, con sus paredes de tejuelas de madera muy envejecidas y una misteriosa antena supermoderna coronándola como un campanario hertziano. El maestro salió a saludarnos y a charlar un poco. Se trataba de una escuela rural con un solo profesor y cinco niños como únicos alumnos, que nos miraban tímidos desde la lejana penumbra de su clase. Él iba allí en su coche todos los días, desde Ancud. Nos dijo que se acercó a nosotros porque la gorra de mi amigo lucía el logotipo de una banda de jazz muy conocida. Él, además de ser maestro, toca en la banda de música de una compañía de bomberos de Ancud y ejerce, en sus ratos más libres, de trompetista de jazz. Esto último es lo que verdaderamente le fascina. Le preguntamos por la extraña antena y nos explicó que se trataba del sistema Wimax, que transmite Internet en banda ancha de microondas y es el último grito que va a desplazar muy pronto y en todo el mundo a los Wifis. El gobierno chileno tiene varios programas en marcha para Wimaxizar el mundo rural chileno, en concreto y en nuestro caso todas las escuelas rurales de Chiloé. Lo estaba haciendo allí Telmex, la compañía de Carlos Slim.
Al escuchar todo esto, además de sorprenderme, me llené de sentimientos encontrados. Muy pronto aquellos cinco niños perdidos en una región apartada podrían estar googleando como yo lo hago, podrían hasta chatear con mis nietos, hasta camconversar con ellos cara a cara. Comprendí que Internet está trayendo al mundo una revolución mucho más profunda que todas las revoluciones tecnológicas anteriores. Además se trata de una revolución
soft, con solamente electrones, información y conocimiento en juego, físicamente limpia, no contaminante. Y me di cuenta de que con estas poderosas herramientas por delante, casi lo único que nos falta para llegar a vivir en un mundo tan sencillo y feliz como el de Carlos, campesino de Cucao, es altura moral, esfuerzo intelectual e imaginación, mucha imaginación. Nada más y nada menos.
Por lo demás, Chiloé se me ha quedado ahora en la distancia, tanto más próximo cuanto más lejano, como suele suceder con las orillas conocidas del mundo.
(Escrito por Olo)